Está muy logrado, felicidades al autor.
El progre de verdad era el de la transición: una minoría social, profesional y urbana, que rendía culto a los fetiches de Polanco y se veía vanguardia de la luz en la España oscura del post franquismo. Eran gentes de barba, gabardina y pana; ellas, de pelos afro y vestidos hippies (...)
de boutique. Se divorciaban mucho y desataron la fiebre del adosado. Se desparramaron por el poder en 1982, pero eso significó su degeneración como especie: millones de ciudadanos quisieron ser también "progres", de manera que la etiqueta perdió aquel encanto de origen, aquel sentimiento de tribu elegida. Con Felipe, de la pana se pasó al chándal, nuevo traje étnico de la España socialista. Y los progres más afortunados reaccionaron pasándose a la beautiful people, que desplazó a los ricos de Franco en la cúspide del poder social.
Lo que hoy queda del progre es una versión masificada, vulgar: de las gafas de Umbral hemos descendido al beso de Zerolo. El progre ha perdido el encanto de lo minoritario, aunque, en compensación, se han definido y simplificado los perfiles del tipo. Así vemos que la característica fundamental del progre es la obsesión por el cambio: en su magín, todo cambio es siempre no sólo conveniente, sino incluso necesario. La pregunta acerca del punto de destino carece de importancia; lo importante es cambiar. De manera que el progre puede defender la desintegración de España, el matrimonio homosexual, el sacerdocio femenino, la acogida masiva de inmigrantes o la vasectomía forzosa para padres de familia numerosa, sin preguntarse por qué ni para qué: basta tener la certidumbre de que todo eso representará un cambio. Inquietud morbosa por el cambio continuo que no deja de ser reflejo de una civilización incapaz de estarse quieta, estéril para el sosiego, incompatible con nada que pueda llamarse "permanencia". Culo de mal asiento, histerismo de la modernidad.
El progre encarna el espíritu de las "clases semicultas", estrato muy visible en las sociedades de masas: ha leído lo suficiente para considerarse superior, pero no lo bastante para entender lo que leía –y justamente por eso, por ignorancia, se considera superior. El barniz cultural de dominical de El País lo combina con una inclinación enfermiza, como de modistilla, hacia la moralina sentimental, que es la forma posmoderna del liberacionismo. Por eso le gusta soñarse en la piel de los grandes oprimidos: negros o indios en América, judíos en Auschwitz, palestinos en Israel… Como es una posición que nace de la entraña miserabilista, y no de la razón política, la opción sentimental conduce al absurdo: defensa de Fidel Castro, simpatía hacia el nacionalismo vasco… ¿Contradicción? Racionalmente, sí; sentimentalmente, no, porque su objetivo es mantener la buena conciencia y maquillar un tipo de vida escandalosamente burgués.
Individualista, hedonista, narcisista, materialista, el progre estima que el orden social gira en torno al propio ombligo. La finalidad del Estado –piensa– es hacerle feliz, o sea, salario asegurado, ocio de calidad y mucha prédica sobre la paz y el diálogo para no perder la buena conciencia. Quien le ofrezca eso suscitará su adhesión.
Extraido de www.lesclat.com
Está muy logrado, felicidades al autor.
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