Revista FUERZA NUEVA, nº 594, 27-May-1978
Blas Piñar en Santoña
CARRERO TUVO UN SUEÑO...
(Discurso pronunciado por Blas Pinar en la plaza de toros de Santoña —Santander—, el día 7 de mayo de 1978.)
Aquí, junto a la falda salina de la meseta, entre la empinada orografía de los montes cántabros, a la vera de los Picos de Europa, comenzó a ser de nuevo, como diría Gómez de la Serna, esa cosa inmensa e indestructible que llamamos España.
Como empieza y empezó siempre el Ebro, río de la patria, que la atraviesa como ancho hilo de cristal, engarzando regiones y enviando el saludo de la fertilidad y de la unidad a aragoneses, navarros y catalanes.
El río Ebro, que en la matriz de la España vieja escucha el borboteo de los pequeños ríos singulares que recalan en otra vertiente, entre cuyas vías fluviales se acunan —en el lecho verde de sus prados— los cinco valles, como cinco rosas de vida y de esperanza.
Aquí están, como en reserva permanente para toda época difícil, la Fe, la Historia, la Ciencia, la Poesía y la Patria.
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Aquí está la Fe, en las reliquias martiriales de San Emeterio y San Celedonio, veneradas en la catedral santanderina, como un anuncio para los españoles, desde la época lejana de Diocleciano, de cómo hay que preferir, hasta con el testimonio de la vida, el «insigne lignum» a los «vexila regis».
Aquí está la Fe, la Vera-Cruz guardada como un tesoro en el alcázar inexpugnable del monasterio de Santo Toribio de Liébana.
Aquí están la Prehistoria y la Historia, desde las cuevas de Altamira hasta el duque Pedro de Cantabria, sobrino y consuegro de Don Pelayo, con el cual comparte el honor del comienzo de la Reconquista.
Aquí está la Ciencia, con la figura prócer de don Marcelino Menéndez y Pelayo, el polígrafo insigne con alma de gigante y corazón de niño, que en una tarea ardua y acaso sin precedentes nos descubre, a través de la investigación literaria, las constantes del alma de la nación, la espina dorsal vertebradora, que Ortega, quizá por falta de fe, no llegó a encontrar.
Aquí está la Poesía que construye, la que en un momento dado rasga la niebla y rompe la oscuridad que se abre paso en el recuerdo, cuando parece olvidarse u obnubilarse todo en una oleada brutal y pesimista, invitadora al desaliento. Es una voz de mujer, la de Concha Espina, la que pretende arrancarnos de la somnolencia inactiva, la que nos descubre, con su verso fácil, la noble empresa que nos urge:
«Soy aquella mujer de la Montaña
que bajó a la llanura
y se bañó del mar en la sagrada orilla,
aquí donde abre España
su cántabra hermosura
a la madre Castilla.»
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Aquí está, en fin, la Patria, no la de ayer, sino la de hoy y la de siempre. La España de Juan de la Cosa, el de la nao «Santa María», el cartógrafo indispensable para el descubrimiento americano, el vecino y síndico de Santa María del Puerto, de la villa de Santoña, que hoy nos alberga. La España de Fernán González. La España, en fin, del almirante Carrero Blanco, el amigo y camarada del Caudillo, el que sobre este mar de calmas y galernas supo aprender la difícil navegación de un Estado que, como nave recién armada, comenzó su singladura entre el huracán recio y las olas altas de aquel 18 de julio inolvidable.
Y porque sabía navegar, porque su vela recogía el viento e izaba la grímpola de tormenta, porque conocía como nadie el peligro, y porque su brújula marcaba con precisión el rumbo, porque adivinó quiénes eran los tripulantes implicados en el motín y dónde se escondían las ratas sucias que de noche merodeaban en el avituallamiento de las bodegas, le mataron un 20 de diciembre.
Le mataron, en una calle de Madrid, a traición, como matan siempre los cobardes, desde el callejón subterráneo abierto en una calle céntrica por los topos cegados por la ira, dirigidos por quienes todos sabemos, amparados por quienes poco después, consumada la obra, les sacarían a la calle, entre vítores y aplausos, como héroes de la libertad. Ese día, el Estado nacional, la obra ingente de Franco, la paz de España y el signo de la victoria habían naufragado. El espíritu del 12 de febrero (*), como una borrasca sin escrúpulos, barrería todos los obstáculos que pudieran oponerse al hundimiento. El viejo capitán, enfermo y acorralado, con la tripulación dispuesta a recluirle o relevarle, con las ratas sucias sobre cubierta, aún tuvo voz para decir, en un esfuerzo último: «Los enemigos de España y de la civilización cristiana, la masonería liberal y el marxismo ateo, están alerta para destruirnos. ¡Despertad, españoles; montad la guardia de la unidad, de la dignidad y de la libertad en peligro!
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Y por eso nosotros estamos aquí, en la Montaña, para saturarnos de Fe, de Historia, de Ciencia, de Poesía y de Patria, para disponernos a la vigilia tensa, al combate feroz, a la lucha arriesgada y sin descanso de cada día, para respirar el aire puro y limpio de la lealtad sin fisuras ni reservas, de la fidelidad sin ropaje acomodaticio, de la entrega a una causa que lo exige todo y regatea el aplauso, para tocar la blancura de la nieve que el calor derrite y la dureza del hierro que el calor inflama, para sentir ese calor que la Fe, la Historia, la Ciencia, la Poesía y la Patria nos envían, a fin de que la nieve abandone su altura idílica y empape los surcos agrietados de los valles, y el hierro aflore de su entraña oculta y se convierta en espadas guardadoras de los silos repletos, de los hórreos que estiban la unidad, la grandeza y la libertad de España.
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Hoy es un gran día para nosotros, porque nos reconocemos a nosotros mismos, porque cuando tantos padecen de crisis de identidad, nosotros afirmamos y proclamamos sin ningún género de rubores o de respetos humanos esa identidad con el 18 de julio, con la tradición y con José Antonio, con Franco y con Carrero; porque en Santoña, donde la gratitud no ha sido cegada, se eleva en memoria y honor del almirante un monumento que, recordando a Concha Espina, puede ser, hoy y ahora, nuestro altar mayor sobre et cual se eleve a lo alto el cáliz rojo lleno hasta los bordes de la sangre vertida en la Cruzada, de !a sangre de tantos y tantos españoles victimados después de ella, en las filas gloriosas de la División Azul, en Ifni y en el Sahara, en la guerrilla cruel de los terroristas, amparados por la frontera geográfica de un Estado vecino o por la frontera religiosa de algunos conventos fratricidas.
Pero ante el «altar mayor» de España que hoy es Santoña, y contemplando ese «cáliz rojo» donde se recoge y se ofrece como una oblación generosa la sangre heroica y martirial de nuestro pueblo, nos sentimos reconfortados, fortalecidos, traspasados de luz, vestidos de la blancura nívea de la cumbre, pero a la vez caldeados y endurecidos como el hierro al que se golpea en la fragua.
Una fiebre misteriosa recorre nuestro ser. Sabemos de la nostalgia, del apego a la aldea, del amor telúrico que, como diría José Antonio, se entusiasma, paralizando, ante la gaita y la lira. Pero vencemos, ante el «altar mayor» y el «cáliz rojo», la dulce melancolía del quietismo fácil. Dejamos con Pereda «El sabor de la tierruca» y nos disponemos al camino duro, áspero, «Peñas arriba».
Hay que dejarlo todo, como en la renuncia vocacional y ascética de un profeso arrodillado para la tonsura. Hay que dejar lo que detiene, cortando, para volar con el empuje de la brisa. Hay que despegar las alas de la aventura, para lanzarse a ella. Hay que negarse a sí mismo para que España se afirme.
Hay que decir que no al miedo, a la comodidad, a la pereza, a la duda, al mal menor, al pacto sin dignidad, para responder que sí al valor, a la austeridad, al coraje, a la fe y a la intransigencia, frente al deshonor o la indignidad.
«Deja, Fabio, esa lira
que tanto te recrea.
Basta de idilios tiernos,
basta de dulces églogas.
Deja, Fabio, la corte,
fascinadora, déjala»,
escribe José María Pereda.
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Y la convocatoria para esta andadura nueva tiene entre los valles y los montes cántabro», junto al mar de Castilla y en Santoña, un timbre especial y genuino. La caracola marina y nacarada que encierra en su seno el murmullo del mar, y el bígaro tallado del cuerno bovino, que almacena en su vacía entraña el temblor del trueno y el chasquido del rayo, envían al pueblo, desde la antigua y señorial Cantabria, llena de escudos y blasones, su mensaje de renovación nacional.
Y nosotros, aquí y desde aquí, como un inmenso coro de voces cántabras, enardecidos por la letra y la música del mensaje de las caracolas y de los bígaros, respondemos unánimes a esa convocatoria decisiva y urgente, porque, como ha escrito Gerardo Diego con frases lapidarias:
«Palmo a palmo estimamos —en el sentido catalán del verbo— la piel sacra de España y su aire alto de música y silencio.»
Por eso, porque amamos a España con amor de perfección y más que nunca, porque nos duele la España traicionada, burlada y engañada, otra vez al filo de la hecatombe; porque nos duele la España desunida en sus hombres, sus tierras y sus clases; porque nos duelen los españoles en paro, las empresas destruidas, la moral por los suelos, la mujer convertida en cosa, la juventud drogada, el sacerdocio prostituido y el Ejército insultado; porque nos duele todo eso venimos aquí, a esta tierra donde el honor y la hidalguía se conservan en estado de virginidad; para ponernos en marcha con aquel armamento espiritual —doctrina y mística— que el caso requiere.
Y desde aquí avanzaremos, palmo a palmo, como diría Gerardo Diego, sobre la piel sagrada de una nación en ruinas, poniendo orden donde el orden falta; trabajo donde no existe; espíritu donde no hay otro ruido que el golpeteo monocorde de la materia; poniendo amor donde reina el odio; poniendo patria allí donde la carcoma pretende descomponerla en nacionalidades; alzando, en fin, una sola bandera, la fuego y oro, allí donde otras la arrían, la insultan y la queman.
Ya tenéis la orden. Ni la trompeta ni el cornetín la transmiten. Son las caracolas de los pescadores, los bígaros de los pasiegos, los que han dejado vibrar en el aire las notas recias y varoniles que os llaman para el largo y penoso camino. Ya está en pie, de nuevo, la «gente fortissima de España». Por eso nos odian, por eso nos ofenden, por eso nos difaman. Porque creían que España había muerto, y estaba tan sólo dormida. Y nosotros la hemos despabilado, despertado, animado para el seguimiento, sin abandono, de su gran empresa, de su destino en lo universal.
El buen vasallo tuvo un buen señor. Franco, caudillo y capitán de la Cruzada, fundido en él, le condujo a la paz y a la prosperidad, haciendo visibles las conquistas sociales que hoy degeneran o se acaban en manos de los que a sí mismos se llaman defensores del pueblo.
Al repasar la obra de Franco, al saborear las palabras de su testamento, al orar, próximos a su tumba en el Valle de los Caídos, bajo la cruz que abraza sus restos mortales y los de José Antonio, podemos exclamar con el poeta:
«¿Dónde hay otro capitán de Cristo como este muerto capitán de España?»
No lo sé. Pero estoy seguro que lo encontraremos, porque la estirpe no quedó yerma ni estéril, a pesar del esfuerzo realizado para cambiar su metabolismo espiritual.
El buen señor, con hábito de romero y de soldado, como el 30 de abril recordábamos en Alicante evocando la figura de aquel gran novelista que se llamara Gabriel Miró, vendrá hasta nosotros, enamorando a España para desposarse con ella; pues sólo de ese amor nupcial del señor y el pueblo nace la alegría jubilosa del trabajo y de la dignidad.
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Pero hoy, en Santoña, no podemos olvidar a Carrero Blanco, mártir de la causa. Elegido con paciencia y método en la famosa «Operación Ogro», para eliminarlo. Sabían que en el cuadro general de deserciones y complicidades él continuaba firme. Más aún: había captado, aunque quizá tardíamente —como suele ocurrir a los hombres de bien— dónde se agazapaba el enemigo: en posiciones muy próximas, en puntos claves, donde el oficialismo garantizaba la impunidad en el juego.
Se engañó a nuestro pueblo. Se afirmó y repitió una vez más por todos los medios informativos y con el aval del Gobierno que no se trataba de un atentado, sino de una explosión de gas; no se tomaron las medidas cautelares de previsión para evitar la huida de los asesinos; las fronteras no se cerraron, ni los puertos, ni los aeropuertos se sometieron a vigilancia; el alerta general a la Guardia Civil se revocó, ante el cadáver aún caliente de Carrero Blanco, por orden del jefe del Gobierno y del ministro del Ejército en funciones; la operación emergencia, para el supuesto de la muerte del Caudillo, se puso en marcha; hubo conversaciones con los jefes de la oposición, de dentro y de fuera, y se dispuso que fueran vigiladas las organizaciones que un diccionario ridículo califica de "ultraderecha".
Luego hubo un funeral y un entierro solemnes. Los hombres de Fuerza Nueva acudimos en masa. Percibíamos bien la significación del magnicidio, la alegría socarrona de los autores, de los cómplices, de los encubridores; el comienzo, en suma, del fin.
Llevábamos una pancarta. La misma del 7 de mayo, cuando el entierro del policía que murió de mil navajazos crueles en los alborotos de la llamada fiesta del trabajo (1973). En la pancarta se leía: «La hez sólo asesina cuando los gobiernos son débiles.» Y porque los gobiernos que se habían sucedido desde el proceso de Burgos (1970) fueron débiles, no sólo cayó aquel policía, como después caerían otros muchos, sino el propio presidente del Gobierno.
Cuando el furgón se dirigía al cementerio del Pardo, algunos miles de manifestantes fuimos hasta el lugar de los hechos, hasta el horrible socavón que había hundido la calle de Claudio Coello. a la altura de la iglesia de la Compañía de Jesús. Ante ese socavón, junto al lugar donde se había perpetrado el horrendo crimen, pronuncié unas palabras. Dije, sintetizando, que aquel socavón abierto por la dinamita y por los mismos que hablaban de reconciliación era un símbolo de lo que iba a suceder en España. A fuego se abrirán las fauces de la tierra, como en Paracuellos, para echar a las víctimas de la gran inmolación proyectada. Pero lo que dije lo oyeron pocos. Aquella orden de vigilar a los extremistas de derecha fue cumplida con especial rigor. Un helicóptero seguía a escasa altura a los manifestantes, y mientras yo hablaba permaneció allí, como un ave de rapiña, moviendo sus hélices y acelerando los motores para, con su ruido entre macabro y odioso, apagar la voz que resultaba molesta y acusadora a un tiempo.
Y después, nada o casi nada. Sólo Fuerza Nueva organizó un homenaje póstumo a Carrero. Las dificultades que tuvimos que vencer fueron incontables. Había algo así como una conjura tácita para almohadillar, para algodonar, para insonorizar cualquier recuerdo, cualquier evocación de su memoria. Los ministros y colaboradores de Carrero que nos acompañaron fueron tan pocos que causa risa o desprecio la larga e interminable relación de ausentes.
Y después, como una venganza llena de irritación, como si el adversario no pudiera consentir que alguien no se hubiera sometido a esa consigna de silencio, la campaña de difamación contra Fuerza Nueva y contra mí. El espíritu del 12 de febrero (*) no podía tolerar al osado que se levantaba en medio de la cobardía generalizada, que rechazó la adormidera del silencio, que se opuso al olvido oficialista que, bajo la capa de serenidad, estaba preparando la entrega del Estado. Y todos los medios informativos, en una campaña sin precedentes, se empeñaron en que fuera a los tribunales, pidiendo públicamente mi cabeza.
Y ahora el monumento de Santoña. Un monumento nobilísimo, en su tierra natal. Nadie lo ha inaugurado. Ni aquellos que con lágrimas de cocodrilo se lamentaban de su muerte y hoy continúan en el ejercicio del poder, ¡Nadie! Porque la conciencia acusa. Y es muy difícil acercarse sin rubor a lo que el monumento representa, para inaugurarlo y para exaltar la figura del almirante y saber que con furia se le está asesinando de nuevo, sin sangre y sin peligro, al deshacer su obra. Pero nosotros tenemos la conciencia tranquila, somos algo así como el resto elegido de la nación que guarda la promesa. Por eso, en nombre de la España real e incontaminada, de la que no ha pactado con ningún enemigo, inauguramos hoy a nuestra manera —un 7 de mayo— el monumento al almirante, que, enamorado de su ciudad, dibujó su pensamiento político, su mapa de navegación, bajo el seudónimo de Juan de la Cosa.
En ese mapa de navegación política que nos legó Carrero y que Fuerza Nueva ha tenido el honor de reeditar, hay señales llamativas que atraen nuestra atención por la diáfana claridad que de ellas mana.
Decía así el almirante, para explicar el porqué de una España conflictiva en el mundo de la posguerra:
«El liberalismo y el comunismo habían sido nuestros vencidos en 1939, mientras que los vencedores de 1945 fueron el comunismo, que salió de la guerra notablemente fortalecido, y el liberalismo, que es el sistema político más favorable para debilitar a los pueblos y favorecer, con esta debilidad, que puedan caer en las garras del primero.»
Es verdad que la España unida y en orden, apiñada con honor junto a Franco, hizo inútiles el cerco del hambre, la retirada de embajadores, la condena del régimen por la ONU y el maquis como una forma de bandolerismo.
Había que ensayar otro método. Y se ensayó: desmoralizar, aburguesar al pueblo y, sobre todo, a sus clases dirigentes, seducirlas con esas palabras en tantas ocasiones vacías, de homologación, pluralismo y libertades democráticas. Si el viento, como escribía el almirante, en lugar de arrancamos el abrigo, nos movió a abotonarlo con más fuerza, el sol del halago nos hizo pensar que no nos hacía falta. Nos despojamos de él, y ahora, cuando el frío arrecia, tiritamos a la intemperie y lo echamos de menos. Así ha ido consumándose la obra habilísima, preparadísima y cuidadosamente estudiada de penetración y destrucción.
«La masonería y el comunismo —escribió Carrero— aspiran a convertirnos en una república laica, pasando, si necesario fuese, por una monarquía liberal puente que abra brecha en la unidad nacional, pues no se trata de liquidar una guerra civil, sino de liberación, y que quedó archiliquidada con una victoria indiscutible, sino de escamotear esa victoria y de hacer que los vencidos con las armas se conviertan en vencedores.»
Y lo cierto es que las palabras proféticas del almirante las vemos convertidas en realidad. ¡Y se escribieron hace más de treinta años, cuando lo que hoy acontece y vemos parecía imposible! Y tan imposible que Carrero Blanco lo presenta como un sueño que publica el 5 de marzo de 1946:
«Anoche tuve un extraño sueño que me impresionó profundamente. Me vi primero formando parte de una multitud que ascendía por una gran avenida, de regreso del recibimiento de un rey. En el aire había un rumor continuo de aclamaciones, pero sobre este acompañamiento inconcreto se oían constantemente gritos de "¡amnistía, amnistía, amnistía!", y otros, tajantes, como cañonazos, de "¡arriba España!". Algunas veces creía escuchar: "¡Libertad de prensa!", "¡viva España democrática!", y algún "¡viva Rusia!".
«La conversación de un grupo próximo llegó a mí: "El decreto de amnistía se firmará hoy mismo. Todos podrán volver; en un borrón y cuenta nueva total." "¿La Pasionaria también?" "Naturalmente, la amnistía es general. Es como si no hubiera habido guerra en 1936."
«Hacia la derecha se oyó un alboroto y el metálico chasquido de dos tiros de pistola. Unos policías armados acudieron al lugar del escándalo. En sus caras se adivinaba la incertidumbre.
«Cambió la escena. Alguien mostraba unos periódicos de formato desconocido. Esto es una campaña inicua. Los artículos son de escándalo. Ahora resulta que somos más fascistas que antes. Todos los generales de la guerra son atacados. ¿Cómo es posible que se consienta esto?
«¿Más todavía? Las huelgas se suceden. Ayer hubo jaleos entre los estudiantes, y la policía no actúa; pero ¡cómo va a actuar después del reingreso de los guardias y de los policías rojos!
«Otra escena. Esta vez me encuentro en un cuarto de banderas. Un coronel dirige la palabra a un grupo de oficiales: "Señores: el Gobierno nos quiere compañeros y hermanos en una España democrática."
«Un capitán joven se destaca del grupo e interrumpe vehemente: "Nosotros no nos batimos ni por Fulano ni por Mengano, sino por España. Del traidor no es posible esperar nunca el arrepentimiento. Si usted ha sido nombrado coronel de este regimiento, lo mandará usted sin mí. Yo me voy. No hay poder que me obligue a reconocer su autoridad."
«"Y nosotros contigo", dijeron los demás oficiales.
«Y ante las miradas de asombro de los soldados, los oficiales fueron abandonando la habitación después de arrojar sus sables, partidos, a los pies del flamante y estupefacto coronel.
«Alguien dijo a mi lado: "Ya no hay Ejército; aquel magnífico ejército de la victoria ha sido asesinado alevosamente."
«Por una calle avanzaba una muchedumbre, flotando sobre ella banderas rojas y puños en alto. En la esquina, una iglesia empezaba a arder. Entonces me fijé en un hombrecillo que parecía dirigir el asalto y la destrucción del templo. Era un tipejo de mirada ratonil y barbas de chivo, vestido con una ridícula levita negra, en cuya solapa brillaba una insignia: la escuadra y el compás.
Luchamos. Mis dedos se agarrotaron sobre un cuello frío y viscoso que cedía a la presión, sin conseguir apagar aquella maldita risa. Calmos al suelo y nuestras caras casi se juntaron, y entonces, con su voz cascada, musitó en mi oído: "¡Idiotas! Otra vez os engañamos, y ahora para siempre. España ya no tiene salvación."»
«¡Dolor por España; desprecio por los que consentíamos su asesinato!», exclama Carrero en su visión profética.
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Pero España tiene salvación, porque nosotros, a los que nos duele España, no consentimos ni consentiremos que por el odio de unos y la inactividad culpable de otros sea asesinada.
Porque si se ha verificado la primera parte de la profecía, «si ha sido liquidada la victoria, si regresaron los responsables directos y los ejecutores de los crímenes, si se publican periódicos que glorifican la depravación y se celebran mítines con puños en alto y banderas rojas, si la Pasionaria y sus satélites pueden cantar las excelencias de la libertad y de la democracia, si hay abrazos y contubernios para las elecciones», nosotros al menos adivinamos «la miopía del conductor que guía el autobús en que viajamos» y nos disponemos, para conjurar el peligro, a la lucha por España, como pedía Carrero, con unidad, con energía y con fe, «rompiendo mitos, oponiendo a una mística otra mayor; al valor más valor; a la tenacidad más tenacidad, y, lo que es más importante, oponiendo a una falsa doctrina social que esclaviza al hombre, pretendiendo redimirlo, una verdadera justicia social compatible con la libertad del hombre».
Por eso no vencerán, sino que venceremos. La única condición que la victoria nos exige es la fidelidad a los ideales por los que tantos dieron la vida, y la autenticidad que deseche la tentación de camuflarnos.
El hombre fiel y auténtico deberá hacer suyas las cuatro virtudes representadas en el monumento al almirante: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, tirando del corcel, sujetando al león, dominando a la serpiente y portando la balanza.
Con ellas: la proa de la nave de España surcará los mares de la historia futura. El timón marcará el rumbo de la nueva singladura. Y la estrella polar, en el cielo, al caer de la tarde, será como un grito de luz que nos aliente a seguir navegando.
Contigo en la altura, almirante, y con José Antonio y con Franco, y con todos los que dieron su vida por Dios y por España.
¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba España!
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