Fuente: Misión, Número 297, 23 de Junio de 1945. Páginas 1 y 4.




PRADERA O EL GOBERNANTE QUE ESPAÑA PERDIÓ


Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA



García Venero, en “Ya”, plantea esta cuestión sumamente interesante de la política española de los tiempos modernos. Conviene estudiarla serenamente, porque tiene una trascendencia mucho mayor que el malogro de un hombre, aun eminente como el mártir don Víctor. Y también porque en honor del nombre de España conviene salir al paso de un argumento que ya Balmes combatió reiteradamente con energía.

Antes que a Pradera, Maura ofreció públicamente una cartera a Mella, y antes que a éste, Silvela, desde el banco azul, presidido por Cánovas, invitó a Nocedal a despojarse de su intransigencia para que pudieran darle un asiento en el codiciado banco. “¡Dios me libre y me defienda!”, contestó el agudo don Ramón; algo parecido contestó Mella. Mucho antes, en los albores del régimen, Narváez dio una cartera al marqués de Viluma, que éste aceptó para renunciarla a los pocos días. Y Viluma era la cabeza visible de aquella minoría parlamentaria, dirigida invisiblemente por Balmes, que se proponía sentar en el trono a Carlos VI, conde Montemolín, para que reinara y gobernara, secando a los partidos al hacer inútil su función y quitarles la savia sustanciosa del poder.

Las cualidades de hombre de gobierno de Pradera no hay que ir a buscarlas en sus campañas contra los separatismos, ni siquiera en la intensísima contra el adhesionismo de “El Debate” y Gil Robles, por otra parte, oportunísimas, maravillosas y de gran eficacia. Campañas parecidas eran el pan nuestro de cada día en los partidos de aquel entonces, y para desdicha de España, no dejaban de tener gran eficacia política, aun las más demagógicas, por más que no podía haber en ellas la ciencia y el vigor dialéctico característicos de Pradera.

Sus eminentes condiciones de hombre de gobierno las puso Pradera de manifiesto en sus relaciones con la Dictadura. Quizás, como dice García Venero, en alguna ocasión hubo una cartera de ministro a disposición de nuestro gran político en las antesalas de Primo de Rivera; pero en todo caso hubo de ser muy a los comienzos del régimen, cuando no había ministros y de nada servían las carteras. Lo cierto es que en cuanto el general tuvo el Poder, urgentemente mandó a llamar a Pradera, y éste seguidamente tomó el tren para Madrid, celebrándose la entrevista entre los dos hombres el 22 de septiembre. En ella Pradera disertó largamente sobre temas tan importantes como el regionalismo, la representación por clases y la independencia de la administración de justicia. El general, que iba tomando notas, le pidió a Pradera sendas memorias sobre la organización natural e histórica de la nación, las Cortes en el nuevo régimen, la organización del Gobierno y sus relaciones con las Cortes, y la organización de la administración de justicia. Durante el mes de octubre redactó y envió Pradera los trabajos al general, no simples memorias, pues cada uno de ellos contenía un articulado que podía ir a la “Gaceta” como ley del reino. Pradera, que no había gobernado nunca ni pudo esperar que llegara para él la ocasión de sentarse en los consejos de aquel rey, en un mes planeó una total restauración del Estado sobre sus bases genuinamente españolas. Indica esto una muy viva vocación política, una intensa preocupación por los fundamentales problemas de la nación y una prudente previsión que no deja escapar la ocasión por falta de preparación, características esenciales de todo hombre de gobierno. El valor excelso del gran gobernante que perdió España, porque Primo de Rivera no quiso utilizarlo, lo ponen de relieve cada uno de aquellos trabajos; más todavía, su conjunto perfectamente eslabonado que el dictador pudo poner en marcha en veinticuatro horas.

Pradera atendió el requerimiento del general arrastrado por su gesto del 13 de septiembre y por las promesas contenidas en aquel magnífico manifiesto que levantó a España entera. No le brindó su “generosa” ayuda en el desempeño de una cartera; le dijo: esto ha de hacerse; esto puede y debe usted hacer si quiere que su gesto sea eficaz y que España se salve. Y de tal modo se lo planteó, que el general podía hacerlo sin necesidad de que Pradera fuera ministro. Porque para Pradera, de acuerdo con la más pura ortodoxia tradicionalista, la suerte de España no estaba en que él llegara a ministro, en que lo fueran los tradicionalistas, sino en que el Gobierno se rigiera y rigiera a España con arreglo a los principios de la verdad política que el tradicionalismo siempre ha defendido. Cuando Maura y Alba invitaron a Pradera a formar gobierno; cuando Maura invitó a Mella; Silvela y Cánovas a Nocedal; y Narváez a Viluma; querían los hombres sabios, prudentes, austeros, que arrastraban una fuerza de opinión muy digna de ser tenida en cuenta; pero a condición de que dejaran su tradicionalismo en la puerta de los Consejos y de los Ministerios. Como Viluma, Mella, Nocedal y Pradera no tenían la vanidad ridícula de los altos puestos, ni la soberbia de creer que la salvación de España estaba vinculada a que ellos fueran ministros, sino en los principios que sustentaban, no transigieron aceptando un cargo de gobierno que les obligaba a dejarse en casa los principios. Tradicionalistas sin tradicionalismo son, como dijo “EL PADRE COBOS” de los ministros sin cartera, un plato de ternera sin ternera.

Primo de Rivera leería los trabajos de Pradera; pero es lo cierto que, en su condición de gobernante, ni hizo de ellos caso alguno. Bien pronto, explícitamente, y más aún de hecho, se volvió atrás de las promesas de su manifiesto en puntos fundamentales. Pradera, por todos los medios a su alcance, trató de impedir esta desviación esforzándose en convencer al general de que estaba en el deber de mantenerse en los límites de su promesa al país hecha en el famoso manifiesto. El general, que con tanta premura había llamado al político, ahora no quería oírle. “Cuantas veces –escribió Pradera en “Al servicio de la Patria”; pág. 389– en mis artículos de “ABC” he recordado al Gobierno que no había venido para crearse un partido, hacer el monopolio de petróleos o cosas parecidas, la censura, inexorable y celosa, puso encima de la frase el lápiz rojo. Ahora –cuando ya no es tiempo– es posible que la Dictadura caída agradezca con amargura aquellas advertencias”. Y, efectivamente, el dictador desde su destierro de París hubo de reconocer el error de que Pradera quiso salvarle.

A Pradera le dolían los errores del dictador por el gran afecto que por él sentía, por el daño que por ellos sufría España y más aún por los que preveía en lo futuro. Por eso hubo de asumir cerca de Primo de Rivera el papel tantas veces asumido en la historia por el tradicionalismo: advertir y oponerse a los errores; a veces, porque las circunstancias lo exigen, con suma energía y algún malhumor. Pero Primo de Rivera, por su mal, se había rodeado de una corte de aduladores que le arrastraban hacia el despeñadero y con él arrastraban a España, que habrá de pedirles cuentas de los ríos de sangre y montones de ruinas con que ha pagado el pestilente humo en que ahogaron los buenos propósitos del general. Pradera, que desde su escaño de la Asamblea dijo al dictador en una ocasión, que “el asesoramiento no supone el aplauso, ni menos el uso ininterrumpido del incensario”, tomando pie de unas palabras de José Antonio y de las de un ministro referidas por Manuel Bueno, escribió en la obra citada (pág. 490): “La adulación era para él peor que un vino sutil; peor que la droga más enervante. Y los que le comprendieron, le adularon «hasta la estupidez» (palabras de José Antonio) para el propio beneficio; y con ello desapareció, como es natural, la «capacidad de atención» (de un ministro citado por Bueno) de que no carecía, porque habíase ido estragando entre las adulaciones”.

Triunfaron en el ánimo del general los aduladores. Un día se dieron el gusto de ver cómo para siempre abandonaba Pradera su escaño de la Asamblea. El dictador, embriagado por el sutil veneno de las estúpidas lisonjas en que se amparaban muy bajas codicias, rompió abierta y estrepitosamente con quien tantos esfuerzos hacía para salvarle y para salvar a España de la catástrofe en que se estaba hundiendo, como se hubiera salvado si el general hubiera hecho caso de quien tan desinteresadamente le aconsejaba. De ello se dio cuenta en los pocos días que en su destierro de París sobrevivió a su caída. Si hubiera vivido algunos años más hubiera visto cómo Largo Caballero y el socialismo, la fuerza que él les dio, entregándoles el predominio sobre la clase obrera, la utilizaban armando los fusiles que asesinaron a su hijo en la cárcel de Alicante.

Escribe García Venero en su artículo, “No es aventurado asegurar que un hombre como él (Pradera) habría gobernado en Francia, en Bélgica, en las democracias escandinavas. El poder moderador habría realizado todos los esfuerzos imaginables por llevarle al Gabinete”. Este párrafo lo escribió dormido su autor; y dormido debió estar quien en “Ya” dio pase al artículo sin tacharlo. Porque es un escarnio a la noble e integérrima figura del mártir de la Cruzada, imaginárselo vestido con la casaca de ministro alternando y conviviendo con radicales y socialistas franceses, belgas o escandinavos. Y late en el fondo de esta afirmación el criterio tan extendido de que el desastre de los partidos políticos en España obedece a que el pueblo español adolece de un considerable retraso en su evolución política, variante menos escandalosa de la tan conocida frase: “África empieza en los Pirineos”. Ya Balmes escribió muchas y muy enérgicas páginas contra tal falsedad. Si Pradera viviera le heriría en su rostro la ofensa que, sin intención, desde luego, a él y a España se infiere con tal supuesto y escribiría uno de aquellos artículos tan contundentes como salían tantas veces de su acerada pluma. En honor de España y de Pradera hemos de demostrar que el supuesto de García Venero es un monstruoso absurdo.

Y para ello transcribimos el texto muy elocuente de una saludable advertencia que hizo a su tiempo al dictador y luego transcribió en la obra citada (pág. 380 y 381): “La Unión patriótica –salvando siempre las intenciones y el respeto que a las personas se debe– no será el artífice del porvenir sino la muerte de lo bueno que tiene la Dictadura. Y ello porque contradice su esencia. El glorioso golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 tuvo su plena justificación en la obra de mortal disgregación característica de los partidos como instrumento de gobierno. El general Primo de Rivera, que es hombre intuitivo, percibió claramente el origen del mal y juró su destrucción. ¿Cómo ahora llama a colaborar con él a un partido que es político, dígase lo que se diga, bautícesele como se le bautice, y que será su sucesor en el Gobierno?... Aunque a la postre las malas instituciones favorecen la floración de malos hombres, está en la institución misma el origen inmediato del mal, que del mediato no hablamos ahora. La Unión patriótica, por ello, dará tan funestos resultados como los antiguos partidos. Digo mal: los dará peores, porque será la única salida que se ofrece a los ambiciosos políticos, a los que el mando seduce, a los caciques de temperamento, en fin”. Y añadió en la misma página: “Y el general, poco a poco, por aquella modalidad de su espíritu, se dejó convencer. Olvidó que cuando hay que morir por la Patria, sobrevivirse conduce al vilipendio y a la deshonra. Quien debió perecer gloriosamente como dictador, fracasó tristemente como gobernante. Y ya demostraré que la disposición generosa a la muerte, hubiese sido para él la vida”.

Este es el pensamiento de Pradera, expresado con sus mismas palabras, en el momento en que dio las mayores pruebas de gubernamentalismo. A quien pensaba así no cabe atribuirle que en ningún país del mundo pudiera presentarse a colaborar en régimen alguno que se basara en los partidos políticos como instrumentos de gobierno. ¿En qué cabeza cabe que hubiera podido Pradera, sin dejar de ser Pradera, ser ministro de la sectaria república francesa? ¿Por qué ha de suponérsele posible colaborador de Herriot o Daladier y no de Lerroux? ¿Por qué hubiera podido sentarse en el mismo banco ministerial que Blum y no en el de Largo Caballero o Prieto? Quien admita que Pradera hubiera llegado en Francia a ser ministro –y para ello hubiera tenido que colaborar con los radicales de Herriot y los socialistas de Blum–, ¿cómo explica los tremendos discursos y enérgicos artículos con que combatió la tesis gilroblista de colaborar con Lerroux?

En las palabras transcritas los malos resultados del régimen de partidos políticos no estriban en una diferencia de latitud geográfica o en un retraso en la evolución política; el mal está en la institución misma. Así está escrito y subrayado para dar más fuerza a la afirmación. Júzguese ello acertado, como lo juzgamos nosotros, júzguese equivocado o exagerado, como otros lo juzgan; una cosa es cierta: que es uno de los puntos cardinales del sistema político que Pradera defendió tenazmente durante su larga vida política, para acabar sellándolo con su sangre al morir mártir de la Cruzada.

Como Nocedal y como Mella, Pradera no pudo colaborar en un régimen de partidos. Pudo hacerlo con la Dictadura mientras creyó posible que se mantuviera firme en la promesa de acabar con ellos. Pudo pensar el dictador en hacer ministro a Pradera mientras pensó seguir fiel a su primitivo propósito. Necesariamente hubieron de chocar cuando el dictador se volvió atrás de lo que había prometido. Por eso Pradera se libró de la carga de los errores de la Dictadura que tanta parte tuvieron en la catástrofe que luego sufrió España.

Pero no son sólo Viluma, Nocedal, Mella y Pradera los gobernantes que para España se han malogrado por culpa del sistema; son muchos más. En tanto, tenían fácil acceso a los Consejos del rey o de la república los peores aventureros de la política. Y este caso se ha dado en Francia, en Bélgica y en las democracias escandinavas, con la diferencia de que en España siempre se ha mantenido enarbolada en el palenque político la bandera íntegra de la política cristiana sin enmiendas y acomodamientos con los errores condenados en el Syllabus y en tantos otros documentos pontificios. Y ello ha sido por el tradicionalismo español de los Mella, Nocedal y Pradera, que si hubieran aceptado las carteras que se les ponían al alcance de la mano hubieran creído traicionar la sangre de los miles de mártires que en el espacio de un siglo ha sido vertida en holocausto de tan noble causa.