Isabel la Católica (III). Artículo de Elena Risco.




La represión de los judaizantes fue sostenida de modo especialmente celoso por los propios conversos, lo cual puede ser explicado con base en dos argumentos. Por un lado, es fácil comprender que los conversos sinceros eran los más injustamente afectados por las prácticas judaizantes que les situaban como blanco de sospechas y odios. Por otro lado, es posible sostener que la Inquisición es más un instrumento de herencia judaica que propiamente cristiano. Sobre tal extremo es ilustrativa la siguiente observación que Pío Baroja pone en boca del personaje de Iturrioz de El árbol de la ciencia: «El semitismo judío, cristiano o musulmán, seguirá siendo el amo del mundo, tomará avatares extraordinarios. ¿Hay nada más interesante que la Inquisición, de índole tan semítica, dedicada a limpiar de judíos y moros al mundo? ¿Hay caso más curioso que el de Torquemada, de origen judío?» Según la ley de Moisés, se ordena una inquisición meticulosa y dar muerte a quienes sirvan a dioses desconocidos en el Deuteronomio (13, 13-17). Tampoco es la Inquisición un instrumento genuinamente castellano. La Inquisición pontificia tuvo una gran presencia durante la Edad Media en Francia e Italia contra los cátaros, pero no era en absoluto común en los territorios Castilla y Aragón. Por tanto, hay que matizar ciertas críticas infundadas que consideran la Inquisición un instrumento genuina y exclusivamente católico o castellano.

No debemos perder de vista que la Inquisición era un tribunal que, como todos, no es infalible. Sin embargo, lo cierto es que logró controlar una situación efectiva de violencia, impidiendo que el pueblo se alzara en armas provocando una masacre masiva e indiscriminada de judíos y conversos o que el judaísmo terminara por adulterar el cristianismo del pueblo español.

Se trataba, además, de un tribunal con un ámbito subjetivo limitado a los cristianos, por lo que sólo los conversos caían bajo la jurisdicción de la Inquisición. No cabe el juicio sobre no cristianos, sólo sobre aquéllos que se habían bautizado voluntariamente y que, por tanto, habían adquirido un compromiso que presuntamente estaban incumpliendo.



Las Instrucciones del primer inquisidor general, Torquemada, otro personaje también injustamente denostado, establecían una serie de garantías no igualadas por ningún tribunal del momento -y quizás tampoco de la actualidad-. Antes de exponer algunas de las dichas garantías, me gustaría citar la descripción que Walsh hace del autor de las Instrucciones: «Torquemada jamás había deseado ser inquisidor. Era un hombre de sesenta y tres años, que durante veinte había dirigido silenciosamente un devoto monasterio, dando a sus frailes el ejemplo de una vida bondadosa, desinteresada y consagrada al estudio. Insistía en la disciplina, pero era aún más estricto con él mismo que con los otros; nunca comía carne, dormía sobre una tabla desnuda, y no usaba prendas de lino sobre sus carnes. Era valiente e incorruptible, de manera que los judíos encubiertos no podían tener esperanzas de amedrentarlo o sobornarlo para que dejara de cumplir con su deber. Anteriormente se le había ofrecido un obispado, que rechazó, porque no ambicionaba honores ni gloria. Cualquier dinero que recibía en calidad de donación, lo gastaba en los pobres y en organizaciones religiosas y de caridad, y fue él quien construyó el monasterio de Santo Tomás de Aquino en Ávila y quien amplió el de Santa Cruz de Segovia. Parece que Torquemada aceptó el cargo de inquisidor como un penoso deber, porque estaba convencido de que sólo la Inquisición podía evitar que los judíos encubiertos destruyeran la religión cristiana y su civilización en España. (…) Todos los cronistas de la época que mencionan a Torquemada, rinden tributo a su extraordinario carácter, a su eficiencia administrativa y a la confianza que inspiraba a los reyes. Dos papas, Sixto IV y Alejandro VI, ponderaron su celo y sabiduría. Se inició en sus funciones con enérgica serenidad, afrontando la reforma y reorganización de la Inquisición. Relevó inquisidores injustos o incapaces, designando a otros de su confianza. Hizo que, en general, los tribunales procedieran en forma más indulgente, y parece que se esforzó, por todos los medios a su alcance, para evitar los horrores y abusos de los primitivos inquisidores franceses.»

Continuando ya con el funcionamiento de la Inquisición, es destacable el hecho de que a nivel procesal existían protecciones tales como la exigencia de dos o tres testigos concordantes para admitir cada testimonio. Los admitidos pasaban a ser estudiados por una comisión de teólogos ajenos a la Inquisición que determinaba si lo narrado literalmente en los testimonios era o no heterodoxo. Para evitar venganzas personales, el acusado confeccionaba una lista de sus enemigos y cualquier testigo que se encontrara consignado en dicha lista quedaba automáticamente recusado. Cabía también por este medio la recusación de los propios jueces.
Los bienes del acusado eran incautados, pero ante fallo absolutorio eran devueltos. El sequestrador de la Inquisición cuidaba de que los bienes no se echaran a perder durante el tiempo de la instrucción del proceso, debiendo procurar sustento a «viejos, o niños, o doncellas, o quienes por otra causa no les sea honesto vivir fuera de la casa del acusado». Además el encarcelado debía conocer, en todo caso, los cargos que existían contra él y disponer de un abogado.

A nivel penitenciario, el arresto no siempre suponía la entrada en prisión, pues podía ser domiciliario o limitarse a la prohibición de abandonar la ciudad. De hecho, generalmente la Inquisición no poseía prisiones y las pocas que existían constaban de habitaciones particulares que a menudo tenían un pequeño patio ajardinado. Se permitía a los arrestados llevar su propia cama, su ropa y sus criados, podían ir libremente a la capilla, encargar al exterior comida y ejercer su profesión, teniendo el gobernador de la prisión la obligación de «facilitarle las cosas necesarias de su oficio». A los que no tenían recursos se les dotaba por cuenta de la Inquisición de ropa, calzado y objetos de uso personal. De hecho, la prisión inquisitorial de Granada era abierta y los encarcelados estaban autorizados a salir a cualquier hora del día.

En relación a las condenas es preciso hacer ciertas puntualizaciones. La llamada prisión perpetua tenía una duración de tres años y la prisión irremisible, de ocho años. Las penas más habituales consistían en penitencias: peregrinaciones, procesiones, oraciones, etc., y en el peor de los casos, flagelaciones públicas -a los que la concurrencia acudía tradicionalmente con un vaso de vino para ofrecérselo al condenado-. Según estadísticas de J. Dumont, sólo se llegaba a la tortura, que era medio de confesión y no pena en sí misma, en el 1% o 2% de los procesos y se requería para efectuar la misma un permiso especial del obispo del lugar. Merece la pena comentar que en la mayoría de los grabados que muestran imágenes de torturas inquisitoriales, a través de las ventanas, se pueden observar aguilones puntiagudos típicos de la arquitectura nórdica, y no de la castellana, lo cual permite sospechar que se trata de propaganda anti-católica difundida por protestantes. Y, sin embargo, parece que es precisamente esa propaganda la que a día de hoy se estudia como Historia en nuestras aulas…

La condena a la hoguera sólo era ejecutada por el brazo secular. Normalmente se aplicaba a casos en los que la condena por judaizar iba acompañada por la de alta traición, asesinatos o revueltas, es decir, en casos flagrantes como el intento de sublevación de Sevilla en 1480 o el asesinato de san Pedro de Arbués en 1485.



Hay notables discrepancias en los estudios acerca de los ejecutados por condenas inquisitoriales. Juan Antonio Llorente, eclesiástico apóstata que confesó haber quemado todos los datos oficiales que empleó en sus investigaciones y primer historiador de la Inquisición, cifra los muertos en 10.000 sólo durante cinco de los años en los que Torquemada fuera Inquisidor General. Sin embargo, Kamen, historiador de origen británico, considera que fueron 2.000 los condenados a muerte por la Inquisición durante los aproximadamente treinta años de reinado de Isabel la Católica. También Walsh admite esta cifra, pero puntualiza que dentro de ese número se cuentan también las ejecuciones de bígamos, ladrones de iglesias, usureros y empleados de la propia Inquisición que se extralimitaron en sus funciones. Según investigaciones más recientes, que sostiene el especialista alemán Klaus Wagner, y las estimaciones del P. Azcona, el número de condenas a muerte de la Inquisición en España durante el reinado de Isabel no superó las 400 condenas a muerte, de las cuales 248 provenían del tribunal de Sevilla, el más activo.

Merece la pena destacar que la Inquisición era muy popular entre los campesinos puesto que el dinero confiscado revertía a favor de la parroquia del condenado. Tanto era así que el pueblo protestó violentamente por su supresión en el siglo XIX. Además, los tribunales inquisitoriales, al tiempo que frenaban los abusos que ciertos prestamistas de origen judío o converso habían cometido contra el campesinado, se imponían de modo igualitario sobre todo el territorio, por encima de privilegios de nobles y señores locales, con independencia del estamento al que perteneciera el acusado. Es, por tanto, uno de los primeros casos documentados de justicia igualitaria.