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Tema: Pero Dollfuss no ha muerto (Ignacio Romero Raizábal)

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    Pero Dollfuss no ha muerto (Ignacio Romero Raizábal)

    Fuente: Tradición, Número 39, 1 de Agosto de 1934, páginas 348 – 352.



    Pero Dollfuss no ha muerto


    Recordando una conversación con Don Alfonso Carlos y con Doña María de las Nieves.




    Ha muerto Dollfuss, el diminuto grande hombre, el Canciller de hierro y oro, que era como un San Jorge, vencedor del dragón del marxismo.


    * * *


    Brutal noticia la del audaz asesinato del gran político católico, que tiene la morbosidad de esos cuentos absurdos infantiles en que vencen los malos. Moraleja vacía de moral, y que es mentira. Y que pesa en la nuca y en el alma como una pesadilla.

    Esta brutal noticia viste de emocionante actualidad la interesante conversación que tuvimos el honor de mantener hace unos meses con los Augustos Desterrados. Conversación que es ahora, en la noche de nuestras remembranzas, como un fuerte foco de luz que enmarca, persistente y tozudo, un trozo de paisaje lleno de evocaciones.


    * * *


    Hablaban los Señores… Él, sin perder un átomo de paterna bondad, con majestad de Rey; Ella, sin menoscabo de su altura de Reina, con cariño de madre. Nos explicaban cómo Austria había sido un feudo socialista. E ilustraban su amenísima charla, llena de datos de interés y observaciones propias, con sucedidos de los que Ellos fueron testigos presenciales. Y, alguna vez, Actores.

    Hay una anécdota, de las que entonces nos contaron, que es de enorme valor demostrativo y, al mismo tiempo, magnífico retrato de los Reyes.

    Vivían los Señores en unos de los soberbios Castillos que poseen en Austria. ¿Puchheim? ¿Ebenzweyer? No recordamos en cuál fuera, ni es pormenor de mucha monta. Fue por el año 1931, deshabitado el Palacio de Oriente madrileño y antes de la muerte de Don Jaime.

    La comarca donde estaba el Castillo, como otras tantas del país, como todo el país, estaba en manos de los socialistas, que eran la mayor fuerza organizada, con bancos propios, con milicias propias, y dueños del Gobierno. De aquel Gobierno sucesor y hermano del que en el año 1918 consintió que el Ayuntamiento de Gratz confiscara a los Señores «Villa Nieves» y la «Quinta San Quintín».

    Pues un día, una tarde del año treinta y uno, vino al Castillo una visita poco grata: era el Comisario rojo del pueblo. Y traía una misión sencillamente horrible.

    Dentro de dos horas, a la salida de las fábricas, los obreros asaltarían el Castillo y no dejarían piedra sobre piedra. El comisario rojo se lo venía a notificar con una galantería semejante a la del verdugo que pone cómodamente el cuello de la víctima sobre el tajo para mejor darla el hachazo. Para evitar desgracias personales, era, pues, preferible que desalojaran el palacio.

    El Comisario rojo había entrado en la habitación en que estaban los Señores como si aquella fuese la casa de un amigo. Les trataba de tú y daba golpes en los hombros.

    – Dimos orden, nos contaba el Señor, de que se fuera la servidumbre; pero el mayordomo, que tenía varios hijos pequeños, dijo que él no quería irse y que correría Nuestra suerte.

    El Comisario debió creer, al principio, que se trataba de una broma. Las derechas del pueblo, las gentes de orden de la comarca, los antiguos caciques del régimen monárquico, vivían temerosas, acoquinadas, mezcla de liebres y de marmotas. ¿Cómo aquellos dos ancianos, y que eran, además, extranjeros, osarían oponerse a los designios y al furor del pueblo soberano? Bien debía creer el Comisario que aquello era una broma. Le sobraban motivos…

    – ¿Pero ustedes no tienen miedo?, les preguntó con extrañeza.

    El Comisario rojo ya no les tuteaba, ni daba golpes en los hombros. Y la franca risa que produjo a los Señores la pregunta, elevó su extrañeza a la categoría de verdadero pasmo.

    – Procura que entren muchos a la vez, repuso la Señora con naturalidad, porque los primeros no saldrán de aquí vivos.

    Le contaron después cómo habían estado muchas veces en peligro de muerte; cómo habían salido felizmente de guerras y atentados.

    – Por otra parte, ya somos viejos, y algún día tenemos que morir, le dijo Don Alfonso Carlos.

    A los pocos minutos, el Comisario rojo del pueblo les trataba de Altezas Imperiales, y daba orden por teléfono, desde el mismo Castillo, de que no se moviera nadie cuando los obreros salieran de las fábricas.

    Así era Austria en el año treinta y uno, cuando Dollfuss todavía no estaba en el Poder…


    * * *


    Un año más tarde de este suceso, se celebraba en Viena un Congreso Católico que tuvo repercusión universal, y en él hablaron Dollfuss y el Príncipe de Starhemberg, que asumió, de momento, a la muerte del diminuto grande hombre, las funciones de Canciller, y hoy es Jefe supremo del ejército y Vicecanciller.

    Fue en septiembre del año treinta y dos.

    Los Señores recordaban este Congreso con verdadera complacencia, y nos hablaban de él con emoción.

    – Esta foto se hizo, nos explicaba el Señor enseñándonos una en la que están sentados Ellos en sitio preferente, en el momento en que decía el Príncipe, señalando con el brazo el Ayuntamiento, en donde estaban los socialistas con ametralladoras y con cañones preparados, que antes de seis meses mandarían allí los católicos.

    – A Nieves y a mí nos parecía tan absurdo, agregó, como si nos hubieran dicho entonces que triunfaría en España el Tradicionalismo.

    Y, sin embargo, Dollfuss, a los seis meses, era dueño de Austria.

    ¡Y gobernaba en tradicionalista…!




    * * *


    Al poco tiempo de asumir el poder, en plena trayectoria ascendente, Dollfuss, el diminuto grande hombre, el Canciller de hierro y oro que era como un San Jorge vencedor del dragón del marxismo, ha muerto asesinado.

    ¡Pero Dollfuss no ha muerto!




    Por la misma razón por la que no pueden morir las monarquías, aunque mueran los reyes. Por la misma razón por la que no murió el Carlismo cuando murieron Carlos V ni Carlos VII.

    Por la misma razón por la que no murió el Tradicionalismo con Vázquez de Mella, ni morirá con Don Alfonso Carlos, cuya preciosa vida Dios guarde muchos años.

    Porque Dollfuss, que era un gran hombre de verdad, era algo más que un hombre: era una idea.

    Y por otra razón…

    Por la cristalizada eternamente en las tres últimas palabras de García Moreno, otro político tradicionalista, Presidente de la República del Ecuador, cuando cayó sobre las gradas de la Catedral cosido a puñaladas por el odio masónico.

    Porque… «¡Dios no muere!».



    IGNACIO ROMERO RAIZÁBAL
    Imágenes adjuntadas Imágenes adjuntadas
    Rodrigo dio el Víctor.

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