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Tema: Sobre las doctrinas de los modernistas

  1. #1
    Avatar de Hyeronimus
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    Sobre las doctrinas de los modernistas

    Sobre las doctrinas de los modernistas


    DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X

    SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS


    INTRODUCCIÓN


    Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje perverso» (1), «decidores de novedades y seductores» (2), «sujetos al error y que arrastran al error» (3).


    Gravedad de los errores modernistas


    1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.


    Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.


    2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.


    A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.


    3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.


    Notas


    1. Hch 20,30.


    2. Tit 1,10.



    3. 2 Tim 3,13.

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  2. #2
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    Re: Sobre las doctrinas de los modernistas

    Exposición de las doctrinas modernistas (I)


    Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.


    Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.


    Después de esto, ¿que será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.


    Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado». Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado». Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado».

    Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados.



    Pronto veremos las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.



    Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.


    El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.



    ¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.


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  3. #3
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    Re: Sobre las doctrinas de los modernistas

    Exposición de las doctrinas modernistas (II)

    Pero no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.



    Sin embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan.


    Porque lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.



    Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.


    En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda relígión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.



    ¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.



    Por lo tanto, el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado».

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  4. #4
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    Re: Sobre las doctrinas de los modernistas

    Exposición de las doctrinas modernistas (III)



    No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.


    En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».


    La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.


    Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias.


    Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.


    ¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!


    No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.


    Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.


    Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.


    Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad. Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.



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    Re: Sobre las doctrinas de los modernistas

    Exposición de las doctrinas modernistas (IV)

    Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.


    Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.


    Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.


    ¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.


    Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.



    Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.


    Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.


    Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.


    Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.











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    Re: Sobre las doctrinas de los modernistas

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    Exposición de las doctrinas modernistas (y V)

    Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.


    Ante todo, se ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.


    Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.


    A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.


    Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de subordinarse a ellas».


    Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.


    Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente». Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava».


    Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.



    Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero; y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad.


    Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

    La Comedia Humana

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