Cuestión de fe
No es necesario tener demasiados hábitos exegéticos para darse cuenta que, en los primeros capítulos del Apocalipsis, hay un tema particularmente recurrente: la necesidad de mantenerse “fieles a la fe” o de resistir “firmes en la fe”, como dice San Pedro. El mandato es claro pero lo que no siempre lo es tanto es la fe en la cual hay que mantenerse firme. Pareciera que este es un tema zanjado, y de hecho lo es: se trata de la fe católica, cuyo contenido conocemos a través de los artículos que se mencionan en el Credo a lo cual se suma lo dispuesto por los Concilios Ecuménicos y las pocas definiciones dogmáticas pronunciadas por los Romanos Pontífices. En teoría, con respecto a esto no hay duda alguna pero, ¿qué sucede cuando quienes son naturalmente los maestros en la fe –los obispos y el Papa- coquetean continuamente con proposiciones que son contrarias al Depósito o que, peor aún, se pronuncian con declaraciones claramente contrarias a él?
No hace falta dar muchos ejemplos. Comentamos hace poco el caso del obispo de Amberes que pedía que las parejas homosexuales tuvieran un lugar reconocido dentro de la Iglesia. O, más grave aún, el caso del Papa Francisco que promueve la discusión con respecto a si admitir o no a la comunión sacramental a las personas divorciadas y vueltas a casar. Todos sabemos, porque la fe así nos lo enseña, que hay cuestiones que no pueden pedirse y discusiones que es ocioso dar porque la doctrina ya es suficientemente clara al respecto y no hay posibilidad alguna de cambio, sencillamente, porque el depositum no puede ser alterado.
Sin embargo, a nivel de conciencia, no siempre resulta sencillo “resistir” firmes a la fe católica y, a la vez, “resistir” los embates de la fe moderna que pululan los obispos y toca de cerca a la misma sede romana. Y para esta cuestión hay un esclarecedor texto de Ronald Knox. Se trata de una carta que le dirige a Laurence Eyres en 1920. En ella dice que la apostolicidad de nuestra fe, es decir, su origen en el mismo Cristo, se refiere tanto al contenido como al cuerpo que la profesa: “Creo que el problema es el siguiente: ¿tengo que averiguar que es la fides y, de esa manera estar en posición de etiquetar a las personas como fideles o no a discreción? ¿O tengo más bien que averiguar quiénes son los fideles y conocer mi fe a partir de ellos? Si te decides por lo primero, entonces tendrás que cribar cada posible afirmación a la luz de tres o cuatro sistemas religiosos que compiten entre sí. En el segundo caso, deberás encontrar un cuerpo de cristianos que, sin inspeccionar en primer término sus creencias, puedas considerarlo como que desciende directamente de los Apóstoles. Al menos, esta ha sido mi conclusión, y yo no he podido encontrar tal cuerpo de fieles fuera de la Iglesia Romana”.
Para Ronnie Knox, el modo “normal” o más fácil de adherir a una fe determinada es adherir a las creencias de un cuerpo de fieles de origen apostólico. No tenemos duda que tal cuerpo está constituido por los católicos. Pero en tiempos de Knox no ocurría, al menos con la intensidad actual, la situación que ese cuerpo de fieles, con sus pastores a la cabeza, sostiene proposiciones contrarias entre sí. ¿Puedo, entonces, abrazar abiertamente la fe, o las creencias, propuestas por el actual cuerpo de fieles comandados por Mons. Víctor Tucho Fernández, por el cardenal Kasper o por el cardenal Marx? ¿Es ese grupo de fieles propiamente “apostólico”?
La solución que yo encuentro al problema viene de la mano del concepto mismo de “catolicidad” de nuestra fe. Se trata de una “universalidad” que no se da exclusivamente en el espacio sino en el tiempo. El cuerpo de fieles que, de alguna manera, “garantizan” mi fe es universal no solamente porque esté integrado por españoles, ecuatorianos, chinos y esquimales, sino porque también está integrado por fieles del siglo III, de la Edad Media y de los años de la Revolución Francesa. Mi fe adhiere a lo que todos ellos creyeron y no exclusivamente a lo que creen los actuales católicos. Me parece que si los cristianos -fieles y obispos-, de los siglos pasados leyeran el mantecoso e indigerible lenguaje de la encíclica Chantae gaudium o los documentos de la Conferencia Episcopal Argentina, ciertamente no reconocerían en ellos doctrina católica.
Mi fe, entonces, está determinada por la fe de los católicos que nos precedieron desde el siglo I. A ella adhiero y, si esa fe entra en contradicción con lo que los actuales maestros enseñan, estará en mí conciencia decidir a cuál de las dos proposiciones sigo.
The Wanderer
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