(...) “SATANÁS EN LA CIUDAD” (“SATAN DANS LA CITÉ”, 1951)
(Por Marcel de la Bigne de Villeneuve)
… Cap. VI (I)- Soberanía del Pueblo. -Se opone radicalmente a la idea cristiana del Poder. -Tiene como fin la eliminación de Dios. -Es la herejía total. -Contradice el dogma de la caída original. –Es, por tanto, triplemente satánica...
VI
Sin hacer hoy ningún preámbulo, el abate Multi reanuda el hilo de su exposición en el sitio en que ayer lo dejó cortado:
-Empecemos, como debe hacerse siempre, por definir bien nuestro asunto. En primer lugar, me parece que no hay que hacer aquí las distinciones de la filosofía jurídica entre Soberanía nacional, atribuida por indiviso a la entidad metafísica Nación, y Soberanía popular, según la cual el poder supremo estaría fraccionado entre los ciudadanos individualmente considerados. Usted conoce esta cuestión mejor que yo, y no quisiera hacer el papel ridículo de aquel pedante que daba lecciones a su párroco. Y hay que dejar a un lado esta división, porque, como usted ha dicho, no presenta ningún interés real, ya que las dos teorías, las dos falsas, se reducen prácticamente un sistema común, el mismo que, después de muchos otros, precisaba el ministro Augagneur en un discurso a la Cámara de los Diputados: “El Derecho y la Ley no son más que la voluntad de la mayoría, regular y libremente expresada”. Tal es la ortodoxia democrática. Si los primeros grupos revolucionarios ensayaron el sustraerse a ella por motivos interesados y egoístas, al fin se han visto obligados a acatarla.
Por la misma razón, no me ocuparé tampoco de la distinción entre Soberanía inmediata y Soberanía mediata; Soberanía constituida como depósito en el pueblo y Soberanía propiedad del pueblo. No desconozco la importancia intrínseca de la cuestión, pero, en realidad, no se propone aquí tampoco. Lo que ahora nos interesa es el concepto que la doctrina revolucionaria clásica se forma de la Soberanía y el que impone a sus adheridos, y veremos que las fórmulas empleadas y las instituciones establecidas indican, sin confusión ni disputa posibles, que la teoría que adopta y aplica es la de la Soberanía inmediata, de la Soberanía propiedad del pueblo. De ésta, pues, nos ocuparemos exclusivamente.
Las nociones básicas sobre las cuales tenemos que razonar pueden resumirse como sigue:
Todo individuo es libre y soberano por naturaleza y por esencia, y lo es tanto, que no puede renunciar a este derecho natural. Su voluntad no se detiene más que en el punto en que ataca a la libertad correlativa de otros, como dice la Declaración de los Derechos del Hombre. La Soberanía del pueblo es la suma, o, más exactamente, la resultante de esas soberanías individuales, y participa de su carácter de limitación; es la Voluntad General, reina y señora absoluta, en último recurso, de sus decisiones en todo lo que concierne a la Ciudad. En pocas palabras, es la omnipotencia del Número. Hay, pues, superposición, perfectamente lógica, de la Soberanía del Hombre y de la Soberanía del Pueblo, y la primera tiene a la segunda como término necesario.
Ahí se encuentra la base de la doctrina revolucionaria y la corrupción democrática de la Sociedad, y ahí está también el punto esencial de la ocupación y de la infestación demoníacas.
Voy a probarlo rápidamente, insistiendo sobre tres ideas sucesivas:
La Soberanía popular se opone diametralmente a la noción cristiana del Poder; conduce, por necesidad, a la eliminación de Dios, que es arrojado de la Ciudad por la rebelión del hombre, inspirado por el espíritu infernal, y destruye la base del dogma de la Caída original, pretendiendo sustituirlo por otro contrario.
Para demostrar el primer punto, basta con colocar, una frente a otra, la idea democrática y la idea cristiana de la autoridad, como lo ha hecho, por ejemplo, el abate Carlos Maignen, en un excelente folleto titulado “La Soberanía del Pueblo es una Herejía”, del cual voy a utilizar algunos pasajes.
El Cristianismo pone, como principio primero y absoluto, con San Pedro y San Pablo, que “todo poder viene de Dios” y, por consiguiente, para ser legítimo, debe estar ejercido conforme a sus leyes establecidas o reveladas. Que la Voluntad divina, única independiente, se impone a la voluntad subordinada de los individuos, y que ninguna decisión, aunque emane de la mayoría, ni siquiera de la unanimidad de éstos, presenta el menor valor ni fuerza obligatoria intrínseca, si está en oposición con las leyes divinas. La contraseña formal fue dada por los Apóstoles y ha sido repetida muchas veces por los Papas: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
A estas exigencias responde la Revolución:
“Cada uno de nosotros somos soberanos por nosotros mismos. Pongamos en común esta soberanía; designemos a alguno de entre nosotros para ser el depositario de ella y ejercerla en nuestro nombre tanto como se lo permitamos; de esta manera, alguien dirigirá a la sociedad hacia su fin, y, sin embargo, al obedecerle, cada uno no obedecerá más que a sí mismo”.
Bien se ve que Dios no entra para nada en todo esto.
¿Quién es gobernado? El Pueblo.
¿Quién gobierna? El Pueblo.
¿De dónde viene la autoridad? Del Pueblo. (1)
No se puede imaginar contradicción más completa.
Ni tampoco una contradicción más fundamental, dada la importancia capital del objeto sobre el que versa. Los teólogos dicen, en efecto, con una justa comparación: “La autoridad es a la sociedad lo que el alma al hombre; es ella quien le da el ser y la vida”. Cualquier intento de laicizar o, con más exactitud, de suprimir esta alma, hiere a la comunidad en el centro más vital que tiene.
He aquí ahora el segundo punto:
“Cuando el pueblo ha ocupado así todo el sitio, no queda, como es natural, ningún lugar para Dios. No es tolerado más que en la medida que el Pueblo lo consiente, y no será por mucho tiempo, pues Dios le parece un usurpador y un rival intolerable e inhabilitado, puesto que es él, el pueblo, quien, recuperando sus derechos de mando, ha sustituido legítimamente a Dios. No hay ya ley moral impuesta por la Naturaleza sin ley divina revelada por Dios. El hombre no tiene deberes fuera de los que él puede libremente imponerse o reconocerse a sí mismo; no existen más que sus Derechos; es él quien hace su ley, y la ley no es más que la expresión de la voluntad general, puesto que “la fuente de toda autoridad, dice la Declaración de 1789-1791, reside esencialmente en la Nación”. Por eso, en cuanto Dios aparece en el mundo o su nombre se pronuncia en alguna parte o sus representantes elevan la voz, la Revolución exclama: ¡Ahí está el enemigo!
La guerra es, sin tregua ni cuartel, entre la Revolución y los que han permanecido fieles a Dios sobre la tierra, porque la Revolución es una tentativa de organización del mundo sin Dios y contra Dios. Es la herejía total (2).
La herejía es flagrante e indudable, especialmente en el punto que nosotros examinamos, porque, la Soberanía popular es incompatible con el dogma cristiano de la caída original y de la mancha primitiva del hombre. Si en éste existe, en efecto, el mal desde su nacimiento, si el hombre lleva en sí mismo malas tendencias que no pueden ser combatidas y refrenadas más que con la gracia y una autoridad ilustrada, como enseña el Cristianismo, es absurdo proclamar al hombre, sin condiciones, soberano e independiente; y, sin embargo, el principio de la Soberanía popular exige que el individuo nazca bueno, inteligente y libre. Esto es lo que afirma muy alto Juan Jacobo Roussseau y todos los filósofos y doctrinarios de la Revolución, y después de ellos, muy recientemente, Eduardo Herriot reconocía como un postulado fundamental: “La democracia está fundada sobre un gran acto de fe en la bondad de la naturaleza humana”. Contra el dogma de la caída original, la Soberanía popular erige el de la bondad y rectitud nativas, el de la “inmaculada concepción” del hombre, según la célebre expresión de Blanc de Saint-Bonnet, y esto la lleva inevitablemente, sin atreverse a decirlo, a añadir el de su competencia infusa.
¿Ve usted? ¿Alcanza usted aquí la acción diabólica? La Soberanía popular permite a Lucifer levantarse de nuevo contra el orden divino y satisfacer, a la vez, su espíritu de venganza y su eterna malicia. Con la reivindicación de la “inmaculada concepción” del hombre, se desquita de la decadencia consecutiva al pecado de nuestros primeros padres. Y hace más aún. El Tentador experimenta una sutil satisfacción en renovar para nosotros la primera caída, fingiendo querer limpiarnos de sus consecuencias, y en hacernos caer a todos, y cada día, como el primer padre y por el mismo motivo. La causa y el aguijón de la rebeldía original fue el orgullo: “Seréis como dioses”; la afirmación de la Soberanía individual y popular proviene de la misma tendencia, está señalada intrínsecamente con el mismo vicio; no se podría admitir y practicar sin demostrar una vanidad criminal y bufonesca, y una deliberada insurrección contra el orden de cosas que Dios estableció en castigo del pecado y, por consiguiente, sin incurrir en nuevo castigo.
Para insistir un poco más y descender a algún detalle concreto, compruebe usted el antagonismo que demuestran sus posiciones fundamentales, entre la doctrina de la Democracia numérica y la doctrina cristiana. Recuerde usted, por ejemplo, el cuidado con que ésta nos pone en guardia contra la excesiva tendencia al propio juicio, tan frecuente en el hombre, porque resulta muy atractiva para su orgullo instintivo. “No juzguéis para que no seáis juzgados”, dijo el mismo Jesucristo. “No juzguéis, si no queréis engañaros”, responde como un eco San Agustín. Este precepto de modestia y de prudencia es, ante todo, de orden espiritual, pero su alcance y su valor se extienden ampliamente al dominio moral y, por consiguiente, social y político. Por lo menos, debe inspirarnos una legítima reserva el empleo de serias precauciones en el uso de nuestra facultad de juzgar.
¿Se ha pensado en la profunda e insolente contradicción que le opone el dogma de la Soberanía popular? Soberanía que consiste esencialmente en que todo sea juzgado por todos; en hacer del juicio individual la regla obligatoria, permanente, cotidiana, de la sociedad; en remitirse, en último recurso de toda cuestión, al juicio de cada uno y, correlativamente, fíjese usted bien, en obligar a cada uno a juzgar, no sólo de lo que conoce mejor o peor, sino de lo que ignora por completo. Y, al menos, reclama de cada uno de nosotros, a título de servicio cívico, ese acto tan difícil como es el de juzgar de la capacidad, competencia y honradez del delegado a quien da su firma en blanco.
Tal es, y nadie podría negarlo, la exigencia fundamental de la Democracia. Tiene la cínica audacia de añadir, primero, que el criterio del pueblo soberano es siempre recto e infalible; lo cual no puede menos de envanecer, sin medida, a los individuos que forman el cuerpo social, y de incitarlos a dar su opinión a la ligera y según su capricho o interés personal del momento. Luego hace de manera que, a los ojos de cada elector, se atenúe la conciencia de la responsabilidad propia, que es contrapeso del propio juicio, porque la siente diluida hasta el infinito, y casi insignificante entre el veredicto de la masa.
A la doble puesta en guardia del precepto cristiano “No juzguéis, si no queréis ser juzgados”, y “No juzguéis si no queréis equivocaros”, el sistema democrático responde, pues, por dos prescripciones diametralmente opuestas: “Juzgad, porque sois los únicos e insustituibles soberanos”, y “Juzgad, porque no podéis engañaros”.
En esta ruptura radical con la prudencia y la moral enseñada por el Evangelio y por la Iglesia, ¿no es acertado el discernir una intervención característica y reveladora del eterno contradictor, del enemigo perpetuo del género humano, del Demonio?
Y pocas perspectivas son más aterradoras que las que nos ofrece esta multiplicación frenética y esta perversión consecutiva del propio juicio, pues no olvide usted que el Señor añade: “Como juzguéis seréis juzgados. Se os medirá con la medida con que hayáis medido”.
En resumen: La Soberanía Popular es satánica, en cuanto pretende expulsar a Dios de la Sociedad y proclamar contra Él los llamados Derechos del Hombre, exactamente igual que Lucifer pretendía sustituir a Dios en el cielo y proclamar contra Él los pretendidos Derechos de los Ángeles rebeldes.
Es satánica en lo que niega, explícita o insidiosamente, dos dogmas esenciales de la Fe cristiana, a saber, el de la caída original, con la profunda mancha del hombre, y el de que toda autoridad tiene en Dios su fuente exclusiva, su regla y sus límites.
Es satánica, por consiguiente, en cuanto establece toda la organización política y social sobre la insubordinación y el orgullo, y hace de este pecado, padre y manantial de otros vicios, el resorte esencial de toda la actividad de las naciones.
Es “la herejía de nuestro tiempo”, decía el cardenal Gousset, que demostró ser buen profeta. “Será tan peligrosa y tan difícil de extirpar como el jansenismo. Lo será más aún, porque le sobrepuja inmensamente en malicia y extensión”. (...)
(1) Abate Carlos MAIGNEN: La Souveraineté du People est une Hérésie, p. 33.
(2) Abate Carlos MAIGNEN: Ob. cit., p. 34.
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