Los timos de los alquimistas a los reyes vienen de antiguo. Parece mentira que Felipe II cayese en semejantes patrañas.Francisco Rodríguez Marín, buen conocedor de aquellos tiempos, ha demostrado que por lo menos en dos ocasiones —1559 y 1567— el rey financió ensayos de alquimistas, cuyos resultados esperaba ansiosamente le comunicasen sus secretarios, que eran los que, a través de la red de espías que tenían extendida por toda Europa, se ponían en contacto con estos embaucadores, gente generalmente nómada que iba de un país a otro, huyendo de la persecución -consecuente al descubrimiento de sus supercherías.
En 1559 parece que las relaciones fueron con un tal Tiberio de Roa, de Malinas y otro tal Pedro Stenberg y, en 1567, Pedro de Hoyo, secretario de Felipe II, se puso en relación con un innominado «maestro», que tenía que realizar la transformación de metales corrientes en plata.
El citado Rodríguez Marín, infatigable escrutador de archivos, ha encontrado incluso los billetes originales en que Pedro de Hoyo daba cuenta al rey de los resultados de las experiencias, billetes que llevan anotaciones marginales del propio Felipe II. Claro está, las experiencias se iban prolongando sin ningún resultado, hasta que el maestro acababa por desaparecer... Lo más curioso del caso es que parece que el maestro que contrató Pedro de Hoyo no actuaba de mala fe, ...a no ser que fuese excesivamente buena la del secretario.
No me resisto a copiar, del noble don Juan Manuel (siglo XIV), el cuento nº 20 del Conde Lucanor para que se vea el actuar típico de los alquimistas con los reyes ávidos de oro y plata, y en qué consistía el timo:
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un pícaro que era muy pobre y ambicionaba ser rico para salir de su pobreza. Aquel pícaro se enteró de que un rey poco juicioso era muy aficionado a la alquimia, para hacer oro.
»Por ello, el pícaro tomó cien doblas de oro, las partió en trozos muy pequeños y los mezcló con otras cosas varias, haciendo así cien bolas, cada una de las cuales pesaba una dobla de oro más las cosas que le había añadido. Disfrazado el pícaro con ropas de persona seria y respetable, cogió las bolas, las metió en una bolsa, se marchó a la ciudad donde vivía el rey y allí las vendió a un especiero, que le preguntó la utilidad de aquellas bolas. El pícaro respondió que servían para muchas cosas y, sobre todo, para hacer alquimia; después se las vendió por dos o tres doblas. El especiero quiso saber el nombre de las bolitas, contestándole el pícaro que se llamaban tabardíe.
»El pícaro vivió algún tiempo en aquella ciudad, llevando una vida muy recogida, pero diciendo a unos y a otros, como en secreto, que sabía hacer oro.
»Cuando estas noticias llegaron al rey, lo mandó llamar y le preguntó si era verdad cuanto se decía de él. El pícaro, aunque al principio no quería reconocerlo diciendo que él no podía hacer oro, al final le dio a entender que sí era capaz, pero aconsejó al rey que en este asunto no debía fiarse de nadie ni arriesgar mucho dinero. No obstante, siguió diciendo el pícaro, si el rey se lo autorizaba, haría una demostración ante él para enseñarle lo poco que sabía de aquella ciencia. El rey se lo agradeció mucho, pareciéndole que, por sus palabras, no intentaba engañarlo. El pícaro pidió las cosas que necesitaba que, como eran muy corrientes excepto una bola de tabardíe, costaron muy poco dinero. Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió oro fino que pesaba una dobla. Al ver el rey que de algo tan barato sacaban una dobla de oro, se puso muy alegre y se consideró el más feliz del mundo. Por ello dijo al pícaro, que había hecho aquel milagro, que lo creía un hombre honrado. Y le pidió que hiciera más oro.
»El granuja, sin darle importancia, le respondió:
»-Señor, ya os he enseñado cuanto sé de este prodigio. En adelante, vos podréis conseguir oro igual que yo, pero conviene que sepáis una cosa: si os falta algo de lo que os he dicho, no podréis sacar oro.
»Dicho esto, se despidió del rey y marchó a su casa.
»El rey intentó hacer oro por sí mismo y, como dobló la receta, consiguió el doble de oro por valor de dos doblas; y, a medida que la triplicaba y cuadruplicaba, conseguía más y más oro. Viendo el rey que podría obtener cuanto oro quisiese, ordenó que le trajeran lo necesario para sacar mil doblas de oro. Sus criados encontraron todos los elementos menos el tabardíe. Cuando comprobó el rey que, al faltar el tabardíe, no podía hacer oro, mandó llamar al hombre que se lo había enseñado, al que dijo que ya no podía sacar más oro. El pícaro le preguntó si había mezclado todas las cosas que le indicó en su receta, contestando el rey que, aunque las tenía todas, le faltaba el tabardíe.
»Respondió el granuja que, si le faltaba aunque fuera uno de los ingredientes, no podría conseguir oro, como ya se lo había advertido desde el principio.
»El rey le preguntó si sabía dónde podía encontrar el tabardíe, y el pícaro respondió afirmativamente. Entonces le mandó el rey que fuera a comprarlo, pues sabía dónde lo vendían, y le trajera una gran cantidad para hacer todo el oro que él quisiese. El burlador le contestó que, aunque otra persona podría cumplir su encargo tan bien o mejor que él, si el rey disponía que se encargase él, así lo haría, pues en su país era muy abundante. Entonces calculó el rey a cuánto podían ascender los gastos del viaje y del tabardíe, resultando una cantidad muy elevada.
»Cuando el pícaro cogió tantísimo dinero, se marchó de allí y nunca volvió junto al monarca, que resultó engañado por su falta de prudencia. Al ver que tardaba muchísimo, el rey mandó buscarlo en su casa, para ver si sabían dónde estaba; pero sólo encontraron un arca cerrada, en la que, cuando consiguieron abrirla, vieron un escrito para el rey que decía: «Estad seguro de que el tabardíe es pura invención mía; os he engañado. Cuando yo os decía que podía haceros rico, debierais haberme respondido que primero me hiciera rico yo y luego me creeríais».
»Al cabo de unos días, estaban unos hombres riendo y bromeando, para lo cual escribían los nombres de todos sus conocidos en listas separadas: en una los valientes, en otra los ricos, en otra los juiciosos, agrupándolos por sus virtudes y defectos. Al llegar a los nombres de quienes eran tontos, escribieron primero el nombre del rey, que, al enterarse, envió por ellos asegurándoles que no les haría daño alguno. Cuando llegaron junto al rey, este les preguntó por qué lo habían incluido entre los tontos del reino, a lo que contestaron ellos que por haber dado tantas riquezas a un extraño al que no conocía ni era vasallo suyo. Les replicó el rey que estaban equivocados y que, si viniera el pícaro que le había robado, no quedaría él entre los tontos, a lo que respondieron aquellos hombres que el número de tontos sería el mismo, pues borrarían el del rey y pondrían el del burlador.
»Vos, señor Conde Lucanor, si no deseáis que os tengan por tonto, no arriesguéis vuestra fortuna por algo cuyo resultado sea incierto, pues, si la perdéis confiando conseguir más bienes, tendréis que arrepentiros durante toda la vida.
Al conde le agradó mucho este consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Jamás aventures o arriesgues tu riqueza por consejo de hombre que vive en la pobreza.
http://www.cervantesvirtual.com/serv...00001.htm#I_23_
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