Fuente: ABC, 27 de Marzo de 1974, página 17.



TIEMPO DE CRISIS



Aquí está la crisis. Podemos ser más o menos optimistas, pero aquí está la crisis. Por lo pronto hay que recordar que «crisis», contra la opinión generalmente extendida, no es lo mismo, necesariamente, que hundimiento, fracaso, caída. La «crisis» es tanto como cambio y mutación, sin conocer exactamente su rumbo y sentido. Por esta razón, las épocas de crisis lo son de inquietud, zozobra y angustia, ante el desarrollo de los acontecimientos y el fin que puedan comportar.

Al hablar de crisis viene a mi memoria un libro muy leído en la España de los años 30, y cuyo título es, de por sí, suficientemente revelador. Me refiero a «Años decisivos», de Oswald Spengler. Los tiempos de crisis son tiempos decisivos. Todo tiempo lo es, pero en los años de crisis el acento se carga más en lo que suponen para el futuro, dada la aceleración histórica que constituye su más característico engranaje y contenido.

Tras el dorado optimismo de una sociedad entregada insaciablemente al consumo, con una voracidad terrible, en la que para nada se pensaba en que los «bienes», toda clase de «bienes», son limitados, y por tanto tienden a agotarse, hemos entrado en una penosa inquietud sobre cuál será nuestro futuro, el personal de cada uno y el de la sociedad en que vivimos inmersos.

No es sólo, ni lo más grave, la abierta crisis de materias primas, ni los problemas económicos y sociales que lleva consigo. Lo característico de la crisis económica que nos toca vivir, y superar –a diferencia de lo ocurrido con la de 1929– es que la hemos avizorado en el horizonte, y nos hemos puesto en guardia contra ella. Todos los países adoptan medidas más o menos restrictivas, soluciones de urgencia y emergencia, para pasar el temporal, esperando que luego aparezca la bonanza, y con ella un sol claro y luminoso que alumbre el mañana. Pero, vuelvo a decirlo, no es esta la única ni la más preocupante de las crisis con que nos enfrentamos.

Ha hecho crisis un conjunto de ideas y creencias que venían sosteniendo la existencia del mundo occidental desde hace ya muchos siglos. El cuerpo de doctrina que le sustentaba está terriblemente abierto, en la cama de operaciones, y no sabemos bien por dónde cortar, qué remedio aplicarle, qué es ciertamente lo que se necesita hacer en él. Y mientras está abierto, los peligros, todos los peligros, se agudizan.

Hemos vivido serena y confiadamente asentados en bases que nos parecían firmísimas, incapaces de tambalearse, y por eso nuestro asombro es mucho mayor cuando vemos perder el equilibrio, y hasta caer, tantas construcciones que albergaron nuestra fe y nuestra esperanza. Todo está en cambio, no cambiado. Todo está en mudanza, no mudado. Todo es provisional tendencia, conflictiva teoría. Por eso la angustia, por eso la crisis.

Hay una crisis indudable –y vuelvo a recordar el verdadero significado de la palabra crisis– del sentido religioso, entendido no ya sólo como conjunto de dogmas, proclamado por una Iglesia, sino, aún más, la concepción total y universal del sentido del hombre y de su posición con respecto al mundo. El «¿yo para que nací?», tiene una problemática nueva que ha variado radicalmente hasta en su propio planteamiento. No digamos ya el hecho mismo del origen humano, y de los múltiples interrogantes sobre su destino, que nos acosan, y que por ser múltiples dejan al hombre en la más absoluta de las incertidumbres.

La vida social, la convivencia humana, está también teñida de la honda crisis que palpita en todo sentimiento e institución de nuestro tiempo. Y más aún la convivencia familiar. Y la convivencia política. Me gustaría extenderme en este último punto. ¿Qué significan las crisis políticas que están corroyendo la ordenada convivencia de los países occidentales, y empiezan a poner en peligro las de otras latitudes, aun cuando se perciban menos?

En sólo unas pocas semanas, elecciones, cambios de gobierno, escándalos y procesamientos, subversiones y atentados, han concentrado tantos diversos aspectos de esta crisis que solamente siendo ciegos o tontos podríamos dejar de percibirlos. La aceleración de lo político supone la puesta en marcha de un motor cuyas consecuencias sociales podemos tocar bien pronto.

Tras los dorados años que siguieron a la II Guerra Mundial, en que los países resurgían de la contienda con un afán impensable de recuperación, primero, y después de superación y mejora, viene ahora el estancamiento, y tal vez la regresión. La organización social y política en la que se produce la crisis es sustancialmente la misma que infló como un globo de goma al desvaído cuerpo de las comunidades nacionales, gracias al aire que pudo prestarles el país que había visto la guerra bien lejos de sus fronteras. Pero ahora hay que vérselas cada uno solo, como puede, cuando los países desheredados quieren sacar provecho de aquello que ellos tienen y los demás necesitan.

La situación, a pesar de que los planteamientos sean distintos, no es nueva. Estamos repitiendo, eso creo al menos, los años 20, cuando se comenzó a dudar del valor real de los sistemas políticos y sociales de los que ahora comienza a volverse a dudar. Lo malo es que los sistemas de recambio a que se recurrió entonces fueron probados por algunas naciones, crearon otros problemas y nos llevaron a una catástrofe mundial, en cuya experiencia perecieron.

Aquí está la crisis, una crisis que no nos coge de sorpresa. Y en la que, con ser muy grave, tremendamente grave, su aspecto económico, no lo es menos, sino más, su aspecto humano, individual y social.



Santiago GALINDO HERRERO