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Tema: El adulterio en Francia

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    El adulterio en Francia

    EL ADULTERIO EN FRANCIA

    JUAN MANUEL DE PRADA





    ALGUIEN dijo que el adulterio es un género literario francés; pero se quedó corto, puesto que el adulterio es el único relato que les queda a los franceses, después de que vendiesen su primogenitura por un plato de lentejas revolucionarias. Cuenta Maupassant que «en la brillante aristocracia francesa el siglo XVIII, una pareja fiel hubiese resultado soberanamente grotesca; sólo en las casas de las personas corrientes se podía encontrar esa falta de gusto». Despojándola de farfollas retóricas, la Revolución Francesa no fue otra cosa sino la rebelión de unos burgueses resentidos que no soportaban ser gente corriente y anhelaban la brillantez de la aristocracia; esto es, sus rentas e infidelidades. Para que su anhelo de resentidos tomase cuerpo, los burgueses requirieron el concurso del pueblo llano, al que le prometieron que también podría disfrutar de esta brillantez. Pero al pueblo llano lo engolosinaba rapiñar las rentas de la aristocracia; no así imitar sus infidelidades, que ya vivía –exceptuando algunas violencias pasionales– con una suerte de tranquila indiferencia. Consumada la Revolución, el pueblo descubriría que los burgueses habían acaparado las rentas de la aristocracia; y que sólo le concedían que se arrimara al comedero del adulterio, después de haber quedado ellos ahítos.
    Por supuesto, el adulterio es cosa de simples hombres pecadores; pero la obsesión adulterina es un invento de la burguesía revolucionaria. Y así el pueblo francés, convertido en ciudadanía rebañega, empezó a pensar que siendo adúltero disfrutaría más opíparamente de las delicias revolucionarias, mientras la burguesía acaparaba las rentas de la aristocracia. Desde entonces, Francia no ha sido otra cosa sino una piscifactoría de adúlteros que gulusmean las veinticuatro horas del día en pos de una presa, para demostrarle al vecino su adhesión a los principios revolucionarios. Inevitablemente, el adulterio se convirtió en un género literario, que en Balzac se reviste con los ropajes suntuosos de una bulímica joie de vivre, en Flaubert se justifica como un desaguadero del tedio conyugal y en Proust alcanza dimensiones paranoicas, convirtiéndose en una sombra de sospecha que paraliza a sus personajes y los incapacita para cualquier relación amorosa. Más recientemente, la burguesía francesa se sacó del magín la nouvelle vague, para endosarnos –a modo de psicoterapia– sus tabarrones de adúlteros provincianos que disfrazan su compulsión con una facundia agotadora (Éric Rohmer) o incluso con accesos homicidas (Claude Chabrol). Un estudio sobre las mil maneras en que la literatura y el cine franceses han tratado el tema del adulterio nos serviría para entender la decadencia, caída y entierro de aquella nación, otrora gloriosa.
    En su veneración monomaníaca y tortuosa del adulterio, los franceses han hecho cosas chocantes y estrafalarias. Así, por ejemplo, han inventado el ménage à trois, para consolar a los esposos cornudos envolviendo su ignominia en un halo de civilizada abyección. Pero nadie había alcanzado extremos tan grotescos en su obsesión adulterina como este majagranzas de Hollande (que tipos tan plebeyos alcancen la máxima magistratura republicana nos da una idea de la decrepitud de Francia y de su sistema político), que primero se divorcia para amancebarse y después exhibe orgulloso a su barragana, como si fuera su mujer; para, finalmente, ponerle los cuernos, nostálgico de un adulterio que, en puridad, no lo es, porque a las barraganas no se les pueden poner los cuernos. Hollande, con su pintica de valet de chambre, es la prueba más palpable de los efectos demoledores que el veneno del resentimiento burgués introdujo entre los franceses, cuando vendieron su primogenitura por un plato de lentejas revolucionarias.






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    Re: El adulterio en Francia

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    El coleccionista de barraganas

    JUAN MANUEL DE PRADA



    UNO repara en Hollande, con su aire de salidín con ínfulas de prócer (como emergido de una película de Ozores o Jaimito), y entiende el triste sino de la Revolución, que por mucho que se envuelva en el vaho acaramelado de lo chic y lo joli y lo mignon no es otro sino ir a morir a un chiribitil con olor a semen revenido y jergón resudado. A la historia bufa de Hollande y su última o penúltima barragana le ocurre aquello que nos anticipaba Gustave Thibon: «La peor desgracia en que puede incurrir el pecado es estar al alcance de todos. Cuando Tristán e Isolda, en lugar de errar por el bosque inhóspito sostenidos sólo por su amor, consumen burguesamente su adulterio sin riesgo ni castigo, ya no ofrecerán ningún interés». Interés noble, habría que añadir; pues el interés plebeyo y caníbal de la chusma que se refocila en la bajeza ajena (y, de este modo, se consuela de la suya propia), lo tiene garantizado. Este es el interés sórdido que le resta a Hollande, el coleccionista de barraganas.
    Aunque la gente ingenua y la gente malvada se obstinen en presentar la Revolución como hija legítima del siglo de las luces, lo cierto es que es hija bastarda de la era de las sombras. Ni el contrato social de Rousseau, ni la división de poderes de Montesquieu, ni parecidas zarandajas; lo que en verdad encarna el espíritu revolucionario es La filosofía en el tocador de Sade. En esta obra, salida del caletre de un degenerado furioso, se expone el programa a siglos vista que debe seguir un gobierno republicano, si desea «conservar la forma esencial a su mantenimiento»; y tal programa no consiste en otra cosa sino en que «le deben resultar indiferentes todos los crímenes morales, y muy concretamente la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía». Un programa tan vasto y ambicioso no puede llevarse a cabo, naturalmente, de la noche a la mañana; pero vemos cómo, poquito a poco, se va cumpliendo el desiderátum revolucionario de Sade, que también señaló el punto de partida, a saber: «Romper todos los frenos, empezando por aniquilar el matrimonio». Esta tarea aniquiladora, mucho más eficaz para su mantenimiento que la división de poderes, el contrato social y demás zarandajas para consumo de ingenuos y coartada de malvados, fue desde el principio el desnortado norte de la Revolución.
    Y esta hija bastarda de la era de las sombras se puso manos a la obra, entronizando el adulterio, según lo demandara el espíritu de cada época. Durante el siglo XIX y primera mitad del XX, se puso a romancear con él, pues es achaque muy francés inventar suciedades para luego darse el gusto de embellecerlas; en la segunda mitad del XX y albores del XXI, sacándose del magín la golosina del ¡amor libre! y convirtiendo el adulterio, una vez desvanecido su carácter de cosa deshonrosa, en algo cuasi deportivo, como el pilates o el body-building. El problema es que el lecho de los malos amores se vuelve, tarde o temprano, cama de enfermo, pululante de miasmas y hedores pestíferos, como ahora se ve en la historia de Hollande. Y es que la pasión desordenada sólo conserva alguna grandeza mientras hay una moral rigurosa que la persigue: mientras esa moral subsiste, son posibles las grandes pasiones prohibidas, al estilo de Abelardo y Eloísa; pero, allí donde se ejerce sin trabas, el amor libre, a la vez que rechaza la tragedia, se hunde en el cieno de la vulgaridad más bufa, para ir a morir a un chiribitil con olor a semen revenido y jergón resudado, como les ocurre a este zascandil de Hollande y a sus barraganas. Y es que, como nos enseñaba (otra vez) Thibon, la facilidad lo corrompe todo, hasta el desorden.

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