"El segador"
por Enrique Gil y Carrasco (1815-1846)
"Los que hablan de la despoblación de España y se lamentan de los
muchos páramos y eriales robados a la benéfica mano de la agricultura,
seguramente no han visitado, ni aun de paso, el antiguo reino de
Galicia. Tan fértiles son las entrañas de esta tierra, tan fecundas sus
hembras y tan parca y llevadera la vida, que los gallegos parece que
nacen como el heno de los prados, o como las hojas de los árboles,
según el número de habitantes que bullen y se agitan en las playas del
Océano, orillas de sus rías deliciosas, y en las cumbres y valles de sus
frescos y empinados montes. Una familia que en cualquier otra parte
abrumaría cualquier casa medianamente acomodada, no pasa en Galicia
de una cosa ordinaria y corriente, y son muchos, muchísimos, los
hogares a cuyo alrededor se sientan con sus padres diez o doce robustos
renuevos a comer la conca de caldo o leche mazada en las noches de
invierno. Añádase a esto que las poblaciones se tocan unas a otras, y fácil
será venir en conocimiento de que sin las frecuentes sangrías que sufre el
país, con sólo media docena de años que la gente se estancase, no
cabrían de pie, como suele decirse.
Afortunadamente, Galicia provee al resto de España de gente que si
no desempeña altos cargos en la república, no por eso deja de ser útil y
aun necesaria en todo el mundo. De allí salen la mayor parte de los
mozos de cordel que sostienen las esquinas de la capital, cuando no van
con algún tercio sobre sus anchos y fornidos lomos; de allí, gran parte
de los criados de almacén que se emplean en los comercios; de allí,
porción no pequeña de tahoneros y gente de otros oficios que exigen
asiduidad en el trabajo y fortaleza defibra; y de allí, finalmente, una
nube de trajineros y un enjambre de segadores en cuanto los extendidos
campos de Castilla, Extremadura y la Mancha comienzan a coronarse
con los dorados dones del verano.
En el gallego está vinculado, desde tiempo inmemorial, el trabajo de
despojar a Castilla de sus mieses y enviarlas a la faena de la era, y como
con cada cosecha vuelve irremediablemente la misma tarea, esto es causa
de que entre los diversos alivios y desahogos que proporciona la
emigración a aquella tierra, ninguno sea tan perenne y al mismo tiempo
más corto que el de la siega.
Por abril y mayo sale el segador de su casa y en agosto y septiembre
da la vuelta, al paso que los demás gallegos que a otras preocupaciones
se dedican, suelen salir por tiempo indeterminado y sólo vuelven a su
país con su capital hecho. Sin embargo, la siega es el beneficio tal vez
más positivo, aunque modesto, que semejante sistema acarrea a aquella
comarca, porque son muchos los que de él participan y disfrutan. Con
los tres meses que pasan viviendo sobre país ajeno y lo poco que a costa
de su ímprobo trabajo se granjean, descargan su casa del peso de su
mantenimiento y a la vuelta compran algunos artículos de vestir con
que se cubren la mayor parte de sus necesidades.
Con el mes de mayo, según dejamos dicho, empieza el movimiento y
los preparativos del viaje, si preparativos pueden llamarse los que caben
en un saco y vienen a cuestas de sudueño para volver del mismo modo.
Una hogaza de pan de centeno con algunos torreznos por entrañas,
alguna camisa de estopilla y acaso tal cual otra prenda de vestuario
dentro del consabido zurrón de lienzo, y por fuera un mal sombrero
portugués, chaqueta, pantalón y chaleco de la misma tela que la camisa
y unos zuecos o zapatos con suela de madera componen el atavío de un
gallego que va a la siega.
Sin embargo, si el piadoso lector quiere darle la última pincelada,
debe añadirle el garrote de que suspende su tasado equipaje, la hoz,
símbolo de su oficio, y, más que todo, un aire desmazalado y flojo, con
unas facciones en que no se sabe si es la humildad o la malicia la que
predomina, y unos miembros en que, bajo cierta languidez aparente, se
esconden fuerza y vigor no pequeños.
Con todo, segadores hay que, un poco acomodados, suelen ayudarse
en este viaje, ya por sí solos, ya entrando a la parte con sus compañeros,
de algún objeto de comercio como son: lienzos, jamones o pescado seco,
lo cual suele ir en alguna haca galiciana, descendiente por línea recta de
las que por demasías de Rocinante dieron tal motivo de pesadumbre al
Caballero de la Triste Figura; y que a su vez es también artículo de
especulación. Los gallegos que van a Extremadura suelen introducirse en
Portugal; y los que se encaminan a las dos Castillas echan en derechura
por el Bierzo. De éstos, los que por primera vez hacen el viaje,
muchachuelos aún por lo común, se ven obligados por sus compañeros
a echar una piedra más en el montón inmenso que tiene la Cruz de
Fierro, punto culminante de la cordillera de Foncebadón y desde el cual
a un tiempo se distinguen las peladas y espaciosas llanuras de Castilla
por delante y los frescos valles y frondosas laderas del Bierzo que quedan
a la espalda. Semejante uso que sin duda viene de los peregrinos que en
los siglos medios iban a visitar el sepulcro del Apóstol Santiago por el
camino francés, se tiene por de buen agüero para el viaje.
No hay por qué nos detengamos a contar los incidentes de éste,
porque no lo merecen, y démonos prisa por llegar con nuestras pobres
gentes a los sitios donde tienen que meter su hoz en mies ajena, aunque
no contra la voluntad de su dueño. Su primer cuidado es vender, si ya
por el camino no lo han hecho, lo que para vender traían desde su
tierra, y luego, con todo desembarazo y buen ánimo, entran de lleno en
su penosa faena. En aquellas inmensas llanuras, donde no hay un árbol a
cuya sombra refugiarse, ni un hilo de agua con que mojar los labios, es
insoportable el calor en mitad del día; pero el segador, atento a dar
pronto remate a su trabajo si ha ajustado por alto, y aguijoneado por el
amo si siega a jornal, hace poco caso de los rayos del sol y, mientras con
su hoz va abatiendo las mieses, otro inferior en clase y salario, así como
también en años, las va recogiendoen gavillas para cargarlas en los
carros y del campo llevarlas a la era.
Hay en El Escorial, en la habitación dicha de “las amas de cría”, un
tapiz cuyo cartón se atribuye a Goya, y que representa una francachela
de segadores gallegos que han dado ya fin a su trabajo. A la derecha, uno
de ellos, que por la estólida alegría de su semblante, ropa descompuesta
y calzones medio caídos descubre el estado de su cabeza, tiene en la
mano una escudilla que un compañero está llenando de vino en medio
de la risa de todos. Hacia el medio,una mujer de agraciado aspecto está
dando la papilla a un niño que la mira con un gesto lloroso, difícil y
regañón. A la izquierda, un viejo duerme la siesta en una pila de gavillas
y unas yeguas trabadas andan espigando por el suelo, mientras por el
fondo se extiende un campo segado, llano y monótono. Este tapiz, que
como todos los de aquel eminente pintor descuellan por la chispa, verdad
y excelente composición, es, exceptuando la mujer y el niño, una viva copia
de la escena que ofrecen los segadores por conclusión de sus fatigas,
siempre que por su buena dicha dan con un amo amigo de ver correr esta
fuente de alegría sólo con dejar correr por su parte durante unos minutos
la espita de una cuba. Esta es condición precisa, pues si le ha de costar el dinero,
el segador sabrá abstenerse con sin igual fortaleza y ser parco como los
mismos padres del yermo.
Por fin, tras de mucho afanar y mucho calor y sed y cansancio, saca
el segador de su faena sus pantalones y chaqueta algo menos blanco, su
cutis algo más tostado, su bolsillo algo más cargado, y, como es de
presumir, el ánimo algo más cuidadoso con el amor de aquellos
maravedíes a tanta costa granjeados, y a los cuales tantas asechanzas
aguardan hasta llegar en especie o en equivalencia a su patria de
adopción. Porque, en efecto, con su riqueza empiezan en el ánimo del
pobre gallego dos mil afanes y congojas, y toda precaución le parece
poca para conducirla a puerto de salvación. Le hemos visto llegar a
Castilla dos a dos y tres a tres, como gente a quien su pobreza sirve de
escudo, porque todo lo que entonces pudiera arrebatárseles de entre las
manos, suele ser cosa de bulto y de poco valor además para tentar la
codicia de los encargados de restablecer el equilibrio de las fortunas,
como dice Schiller, o de los caballeros de Diana, según los apellida
Shakespeare; pero a la vuelta, los aficionados a ver la cara del rey tienen
ocasión de satisfacer sus inclinaciones,y esto cabalmente es lo que desea
impedir el segador, muy aficionado también por su parte a la
numismática.
De aquí el juntarse cuadrillas numerosas que muy a
menudo suelen elegir por capataz una persona de experiencia muy
ducha en la vida de los caminos; de aquí reducir siempre a oro o plata
por lo menos su corto caudal; de aquí el desmigajarlo en seguida y
repartirlo, ya en el mugriento sombrero, ya en los zapatos de tres
puentes, ya sirviendo de hormilla a los botones, ya entre el tamo de las
esquinas del chaleco; y de aquí, finalmente, cuantas tretas, astucias y
marrullerías pudieran ocurrirse al más hábil forjador de novelas.
Por fin, atados los cabos todos con tanta prolijidad, pónese en
camino la cuadrilla y entonces es cuando el drama que se acerca a su
desenlace llega a cobrar más interés. La tierra mala para nuestros
hombres es, como pueden suponer nuestros lectores, la que media entre
su punto de partida y las cordilleras de Foncebadón, es decir, los llanos
extendidos de Castilla; en ellos, en efecto, a favor de lo abierto del
terreno, pueden descubrir desde lejos un par de ladrones montados a la
desarmada y tímida cuadrilla y desvalijarla impunemente.
Al gallego no le ha cabido en suerte aquel valor presto y determinado
que distingue a la mayor parte de las provincias de España, y, por otro
lado, la humildad de los oficios que fuera de su país desempeñan y la
condición dependiente en que por logeneral viven, no contribuyen a
desatar este doble germen; pero la poca resolución que generalmente le
caracteriza, desmaya enteramente en tierra extraña. Así pues, todo su
afán es salvar los puertos, verse por lo menos en las orillas del Sil y del
Burbia, vecinas ya de su patria. Contan poderosos estímulos, figúrese
cualquiera si el segador llevará alas en los pies.
Las marchas son, con efecto, forzadas de todas veras, y llegan a hacer
una diligencia increíble. Este pavor y ansiedad continua producen a
veces resultados repugnantes, pues ha sucedido que al cruzar un río han
dejado ahogar a un compañero, de miedo de llegar tarde a su socorro y
verse envueltos en procedimientos judiciales, y todos los días se observa
que el que enferma por el camino queda abandonado a la caridad ajena.
El único obsequio que le hacen sus camaradas es recogerle el dinero para
entregarlo a su familia.
Lo peor del caso es que no por mucho madrugar amanece más
temprano, y como los ladrones tienentodo el tiempo por suyo, pueden
apostarse donde mejor les convenga o seguir la pista al pobre segador,
hasta llegar al paraje más conveniente para aliviarle de su peso. Fácil es
de imaginar el llanto, plegarias y gemidos que acompañan a semejantes
lances, así como el poco provecho deque sirven los escondites y trazas
ingeniosas de que se ha servido el pobre segador para guardar sus
amados maravedises de aquellos ojos de lince y de aquellas manos tan
ágiles y ejercitadas en buscarlos; perolo que no es fácil de comprender
es cómo veinte o treinta hombres se dejan robar de dos, aunque viniesen
armados de punta en blanco como los caballeros de la Mesa Redonda.
No hace mucho tiempo que una de estas desdichadas cuadrillas
entraba en un lugar mustia, desemblantada y cadavérica. Averiguado el
caso resultó que dos solos ladrones eran los autores de la fechoría.
—Pero, hombres –les dijo un vecino–, ¿de dos pícaros nada más os
habéis dejado maltratar?
—Ya vei, siñor –respondieron ellos–, como veniamus solus, nus
encogimus.
Por este hilo pueden sacar nuestros lectores el ovillo de la energía
moral de estas pobres gentes, a quien nadie que no esté dejado de la
mano de Dios es capaz de quitar el valor de un alfiler. Así es que este
robo se tiene por de calidad más vil y ruin que todos los demás, y de
Chafandín (*), que era en su tiempo el Robin Hood, o Diego Corrientes
de Castilla, nunca se contó semejante cosa.
Afortunadamente, no siempre acontecen tales desventuras, y lo más
común y ordinario es llegar nuestros segadores sanos y salvos, bien
molidos y malandantes al puerto de Foncebadón. En cuanto pasan de
La Bañeza, las cuadrillas, hasta allí unidas y compactas, comienzan a
aflojarse y esparcirse, y los más cansados a rezagarse, de manera que el
camino viene a ser una cuerda de gallegos. A la bajada del puerto y a la
cabecera de la fresca encañada de Molina, hay un santuario de Nuestra
Señora de las Angustias, donde en agradecimiento del buen viaje solían
dejar los segadores sus hoces y nosotros hemos visto infinidad de ellas
amontonadas en el centro de la iglesia como muestra desu devoción. En
el día ya son pocos los que cuelgan allí sus armas.
Aunque ahora encuentra ya el segador por el camino bastantes
mercados en que dejar el fruto de su trabajo, sin embargo, por más
vecina de su país y posesionada demás antiguo, suele ser la villa de
Ponferrada el paradero de sus capitales.
El mes de agosto es el más animado del año por el sinfín de gallegos
que por allí cruzan y por la actividad del comercio, verdaderamente
notable para un pueblo de tan poca importancia y apartado de camino
real. Los soportales de la plaza se llenan de bancos y mostradores
portátiles y altas perchas con clavos donde flotan infinidad de pañuelos
de algodón y se extienden bayetas de diferentes colores, junto con buen
repuesto de sombreros portugueses o del reino, que son los artículos
más del gusto del segador. En la mayor parte de Galicia gastan las
mujeres dengues encarnados de bayeta y pañuelo de color a la cabeza, y
de aquí dimana el gran consumo de estos géneros. De la bayeta de
Manchester hay quien llega a la media grana y del algodón pasa a la
seda, pero tan galán proceder raya en prodigalidad y encuentra, por
consiguiente, pocos imitadores entre esta económica gente.
El general más prudente y previsor no reconoce con más
escrupulosidad el campo en que va a dar la batalla que el segador la
tienda que ha de ser sepulcro de sus ochavos. Por fin, después de
muchas idas y venidas, después de mucho mirar y remirar el género y
cotejarlo en su imaginación con el del comercio vecino, se resuelve a dar
el salto mortal y entra en ajuste. Del comerciante puede decirse con
verdad que si buen dinero gana, buena paciencia le cuesta, porque
contar todas las tretas, ardides y regateos de que se vale nuestro
comprador para sacar su mercancía un cuarto y aun un ochavo más
barata, sería cosa de nunca acabar. Por último, al cabo de infinitos dares
y tomares se cierra el trato, y entonces es ver salir del forro del sombrero
algún escudito de oro de veinte reales, unas cuantas pesetas de a cinco
envueltas en trapito que dejan un rincón de la chaqueta, y alguna otra
moneda prisionera con igual traza y estilo, y de las cuales, aunque bien
empleadas, no dejan de despedirse con pesadumbre.
Después de tan importante operación, templa el paso el segador y
hace con descanso el resto de su viaje. Si ha comprado sombrero, con el
nuevo por encima del viejo, y con el resto de su mercado a la espalda
dentro de su saco blanco.
El desenlace de este drama es siempre tranquilo y sosegado como la
vida doméstica en que van a perderse hasta otro año todas estas
penalidades y zozobras, a la maneraque un riachuelo turbulento se
pierde en un lago apacible. Para muchos de los gallegos solteros este
término suele ser el de nuestras comedias antiguas, es decir, una boda
cuyas galas se compran con el dinero de la siega, y que con el tiempo
viene a dar por fruto abundante número de otros nuevos segadores. Y
supuesto que el que no tiene ya compañía se la busca por este camino,
nuestros lectores no tomarán a mal privemos, o por mejor decir,
libremos a nuestro héroe de la que hasta ahora con tanta puntualidad le
hemos hecho en todas sus alegrías y sinsabores, deseándole en todo caso
buena siega para el año que viene y pote colmado hasta entonces".
(*) Famoso bandolero del siglo XVIII, que sembró el terror en Cantalpino y por tierras
de Salamanca y Zamora, fue matado por su propia cuadrilla en 1801. Ilustración de
Esquivel, Bandoleros, h. 1830 [N. del ed.].
de "Los españoles pintados por sí mismos", tomo II, pp. 75-80, año 1843.
Última edición por ALACRAN; 24/10/2020 a las 14:49
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores