Una obispesa para Gibraltar




JUAN MANUEL DE PRADA
A Federico Trillo, embajador de España ante la pérfida Albión, lo ha convocado el ministro de Exteriores inglés, para regañarlo por acciones de barcos españoles en aguas próximas a Gibraltar. Trillo, auque es un anglófilo tremendo, no debe acoquinarse; pues no hay que olvidar que la Gran Bretaña no es ya aquel imperio todopoderoso que hacía y deshacía a su antojo (ni siquiera es ya el imperito consorte de Estados Unidos), sino un espectro de nación con un heredero al trono que desea ser un tampón, para «ser arrojado a la taza del váter y no parar nunca de dar vueltas en el agua» (sic), y una parodia de religión con obispesas más feas que Picio. Hay una leyenda que asegura que Gibraltar dejará de ser británico el día en que mueran los monos que infestan la roca; pero yo creo que una obispesa en Gibraltar sería aún más beneficiosa para los intereses españoles que la extinción súbita de los macacos.

Durante siglos, mientras se dedicaban a cazar el zorro, los ingleses fomentaban la descomposición de los imperios rivales en republiquillas de opereta, infestándolas de fanáticos sedientos de sangre y de masones sedientos de dinero; y los ingenuos liberales europeos, por coquetería intelectual o complejito (para que no se les notase el pelo de dehesa), fueron inconscientes lacayos de esta política de disolución exterior. En España los ingleses también han hecho todo el mal que han podido, siempre taimadamente y a distancia; pues, aunque se las han arreglado para que los libros de Historia dediquen capítulos enteros a la Armada Invencible y a Trafalgar y ni siquiera mencionen la escabechina que les infligió Blas de Lezo en Cartagena de Indias, los ingleses saben que los españoles tenemos un designio histórico (martillo de herejes) que, aunque arrumbado, puede resucitar cualquier día, de modo que nos dé por rebanar en seco orejas inglesas, como hizo aquel glorioso capitán Fandiño con el contrabandista Jenkins.
Para debilitar y hacer daño a los españoles tienen los ingleses Gibraltar, ese peñasco árido que a lo largo de su dominación ha sido arsenal, aeródromo, casino y lavadero de dinero sangriento; aunque los llanitos desearían ser republiquilla de opereta, al estilo de San Marino o Andorra, con voto en la ONU, embajadas para evadir capitales y una bandera en la que dispongan libérrimamente de todos los colores del arco iris (dicho sea sin intención homófona), aderezados para mayor recargamiento con estrellas, águilas, leones… y monos. El embajador Trillo, si consiguiera quitarse el complejito de la anglofilia propio de los liberales, podría (puesto que es hombre socarrón) proponer a los ingleses que envíen a Gibraltar a una de esas obispesas más feas que Picio que la iglesita anglicana se dispone a ordenar. De este modo, los llanitos que aún guardasen algún resto de decoro religioso o simple virilidad se arrojarían al agua, espantados ante la virago; y los únicos que se quedarían en el Peñón serían los miramelindos del ecumenismo pachanguero y los pichaflojas enfermos de esa aberración estúpida que los antiguos teólogos llamaban delectatio morosa, ese verdín veteado de moho que trata de fundir, en colusión mierdosa, la espiritualidad y el fornicio.
Parafraseando a Will Durant, podríamos decir que la pérfida Albión no será conquistada desde fuera hasta que no se haya destruido a sí misma desde dentro. Con la introducción de las obispesas en la iglesita anglicana, la faena ya está casi rematada; y una obispesa en Gibraltar sería más eficaz para los intereses españoles que una epidemia que extinguiese de golpe a todos los monos. Y, además, aunque los monos se extinguiesen, los turistas tendrían alguien a quien seguir arrojando cacahuetes.








Histrico Opinin - ABC.es - sbado 19 de julio de 2014