De Huamanga a Ayacucho

Por Hugo O'Donnell


Huamanga --la San Juan de la Frontera de Huamanga de Pizarro--, pese a su condición de capital provincial, sintetizaba todo el esplendor cultural de la sociedad virreinal. Era estratégica en lo comercial y también en lo militar, por lo que contaba con un regimiento propio de milicias de infantería. Considerada intendencia ambicionada, mitra prestigiosa, ciudad populosa, refinada, fervorosa, pacífica, apacible, universitaria y rica en todos los aspectos.

Una arquetípica ciudad "colonial" hispanoamericana de carácter propio y muy superior por lo tanto en términos de comparación histórica a cualquier otra erigida por una cultura europea introducida contemporáneamente en América o en otro continente y sin atisbo de asimilación de valores. Huamanga era, sin embargo, paradigma de lo que, bajo una óptica liberal decimonónica, se consideraba una sociedad "paternalista". Ni siquiera sus estamentos superiores se habían visto especialmente afectados de enciclopedismo ni influidos por los pasquines y las ediciones clandestinas de "Los derechos del hombre" que la Asamblea Nacional parisina hacía distribuir por toda la América española. Bien es cierto que el mundo había cambiado y los pueblos americanos se sentían ya maduros y seguros en su carrera hacia el autogobierno con toda licitud moral e histórica.

No obstante, junto a los novatores, siguieron existiendo los cultivadores de lo tradicional, incluso en el plano político, y los hubo en las diversas castas, etnias y estatus sociales.

El triunfo de Riego, para cuyo ilusorio manifiesto de 1820 la Constitución bastaba para "apaciguar a nuestros hermanos de América", la consecuente negativa a enviar refuerzos desde la Península durante el Trienio Liberal y la insurrección de los absolutistas del propio virreinato peruano dejaron al ejército de José de la Serna, el último virrey, abandonado a sus propias fuerzas y recursos militares, lo que no impidió que las sucesivas expediciones enviadas por el Congreso republicano peruano entre 1822 y 1823 fueran repetidamente derrotadas. ¿Cómo explicar este fenómeno sin contar con el apoyo mayoritario de sus habitantes? Cualquier argumentación de las muchas que algunos esgrimen (cobardía, ignorancia, colaboracionismo culpable, deseo de actuar como saboteadores...) bastan para aclararlo, y la evidencia condena la falta de respeto con que son tratados por quienes, entonces y ahora, les consideran "felipillos", esto es, traidores.

Este fenómeno, muy palpable y hasta disculpable durante la guerra emancipadora e incluso e unos primeros momentos en los que se precisaba subrayar las personalidades --individuales y colectivas--, se ha venido prolongando en el tiempo y en toda la América, hasta el punto de basar los males económicos y sociales posteriores en la actuación de los españoles peninsulares y sus secuaces del ayer. ¡Un ayer a 200 años de trayecto temporal!

Una primera actitud prácticamente general de las historias oficialistas fue la de reducir a mínimos la existencias de estos "cómplices de la opresión". La historiografía libre, sin embargo, llegó en ocasiones a hacer gala de independencia y de rigor.

En los prolegómenos de una velada vespertina del Instituto Nacional de Caracas, hacia 1913, Laureano Vallenilla, ya célebre pos sus trabajos históricos, por la lucidez de su pensamiento y por su valentía en expresarlo, temía que sus paisanos creyesen que "que yo venga aquí a cometer un atentado contra las glorias más puras de la patria..." Su postulado básico y rompedor fue que la guerra emancipadora no era como la historia oficial la pintaba: una lucha entre los patriotas americanos y los ejércitos del Rey de España, sino una guerra civil y social entre americanos partidarios de la autonomía o de la independencia y americanos que sostenían la causa del Rey. Hecho probado pero no admitido y que no disminuía en nada la gloria de los libertadores.

Pero volvamos al Perú: Huamanga cambió de nombre por el de Ayacucho tras la batalla del 9 de diciembre de 1824, aunque la provincia conservase el primitivo. Fue decisión de Bolívar que, dos meses después, prefirió para ella un apelativo novedoso que no recordase su pasado colonial, sino la nueva era abierta por un triunfo militar sin paliativos.

Pero en esta tierra y en esta ciudad que había conservado con respeto su título nativo de "Piedra del Halcón" había habido quien se había sentido a la vez español y peruano y la propia batalla definitiva lo demuestra. De hecho, el llamado ejército "español" era mayoritariamente peruano. Los españoles integrantes fueron una pequeña minoría, que ni siquiera llegaba al 6 por ciento del total. Sumaban algo más de quinientos hombres entre unos 7500 que componían las fuerzas reales. Las mejores familias criollas contaban con miembros entre la oficialidad.

Ante la prueba documental callaron los oficialistas, tras ponerse en cuestión todo lo que tradicionalmente se daba por hecho sobre el conflicto americano, pero una nueva ola vencedora, el populismo indigenista, volvió a encontrar el recurso fácil y generalmente bien acogido de atacar la labor de España.

Ayacudho y su reciente celebración bicentenaria se ha convertido en un triunfo indígena con claros mensajes intencionales exclusivistas que ignoran los miles de soldados quechuas, aymaras y mestizos que militaron voluntariamente bajo la bandera del aspa de Borgoña y la anotación del diario del alemán Heinrich Wit hecha tras escuchar a testigos a su paso por el paraje de Quinua sobre los soldados de José de la Serna que "con pocas excepciones eran indios peruanos".

Derrotadas las fuerzas regulares españolas, núcleos indígenas de la región de Huamanga tuvieron que pagar un alto impuesto, decretado por el mariscal Antonio José de Sucre, el triunfante en Ayacucho, "por haberse rebelado contra el sistema de la independencia y la libertad", porque para ellos no valieron las generosas concesiones concedidas a los españoles repatriados y prosiguieron su lucha durante una década.

Ha sido desde Ayacucho donde hace unos días, y con motivo de la inauguración de su mandato presidencial, Pedro Castillo ha lanzado su soflama contra la "represión castellana", olvidando estos hechos así como el que las motivaciones de cada bando no estaban determinadas por su condición de descendientes de los conquistados o de los conquistadores y que la guerra fratricida no fue sólo una simple cuestión de nativos contra invasores.



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