Filipinas: un refugio carlista




El prisionero de Chillon, por Delacroix, 1834


Es bien sabido que el derrocamiento del Antiguo Régimen causó una gran pérdida de los territorios de ultramar. Hasta 1898, España se quedó con las tres Capitanías Generales de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Las tres Guerras Carlistas provocó una diáspora a las posesiones restantes. Según Javier Barraycoa:

«Filipinas tampoco se libró de las agitaciones que traía el liberalismo. Los liberales más radicales – durante la Primera Guerra Carlista – acusaron falsamente de carlista al capitán general Pedro Antonio de Salazar, por negarse de aceptar la Constitución de 1812. Como las aguas están tan revueltas en tan lejana provincia española, el Gobierno central dio orden de diseminar a los prisioneros entre las numerosas islas del archipiélago filipino. En 1837, por ejemplo, se dispuso que los miembros de la Junta Carlista de Córdoba, que habían zarpado en calidad de prisioneros, fueran enviados a las Islas Marianas. Durante el mandato (1837-1838) del capitán general de Filipinas, así como ciertos sectores del ejército, era abiertamente carlistas. Para suavizar el ambiente, en una real orden de 28 de Julio 1837, el Gobierno dispuso la amnistía de todos los presos políticos estaban cumpliendo pena en Filipinas».

Como vemos, muchos laicos carlistas encontraron un buen refugio en Filipinas. Podemos especular que una posible explicación de este fenómeno es un fuerte respaldo del clero que no se vio tan afectado por las Leyes de Desamortización en la Vieja España. Aquí encontramos el baluarte carlista del Convento de San Juan de Dios según el libro Reseña Biográfica de los Religiosos de la Provincia del Santísimo Rosario:

«Fueron necesarios volúmenes enteros para informar a Vuestra Majestad de lo que aquí está pasando a favor del carlismo, y su espíritu es tan poderoso y desmesurado que llegaron los exiliados, el ex general Pedro Grimarest, el ex fiscal Ramón Pedrosa, el ex canónigo Matías Jara, y el ex alcalde Manuel Tellería por ser infieles y para nada adictos al gobierno liberal».

Ya que el 30 de diciembre es de nuevo el Día de Rizal, citemos a un enemigo jurado del carlismo cuyo nombre se tomó para ese día con el fin de demostrarla presencia carlista en Filipinas. Aunque es un relato ficticio y exagerado, pero que corresponde en gran medida a muchas verdades debido al odio del autor al carlismo. Este es el conflicto político en el pueblo de San Diego en la novela Noli Me Tángere, representado por el alférez de la guardia civil liberal y el párroco carlista:

«San Diego era una especie de Roma, pero no Roma cuando el tuno de Rómulo trazaba con el arado sus murallas, ni cuando después, bañándose en sangre propia y ajena, dictaba leyes al mundo, no: era como la Roma contemporánea con la diferencia de que en vez de monumentos de mármol y coliseos, tenía monumentos de saualî y gallera de nipa. El cura era el Papa en el Vaticano; el alférez de la guardia civil el Rey de Italia en el Quirinal, se entiende, todo en proporción con el saualî y la gallera de nipa. Y aquí como allá resultaban continuos disgustos, pues cada cual, queriendo ser el señor, hallaba sobrante al otro. Expliquémonos y describamos las cualidades de ambos.

Fray Bernardo Salví era aquel joven y silencioso franciscano de que ya hemos hablado antes. Por sus costumbres y modales distinguíase mucho de sus hermanos y más aún de su predecesor, el violento P. Dámaso. Era delgado, enfermizo, casi constantemente pensativo, estricto en el cumplimiento de los deberes religiosos y cuidadoso de su buen nombre. Un mes después de su llegada, casi todos se hicieron hermanos de la V. O. T., con gran tristeza de su rival, la Cofradía del Santísimo Rosario. El alma saltaba de alegría al ver en cada cuello cuatro o cinco escapularios y en cada cintura un cordón con nudos, y aquellas procesiones de cadáveres o fantasmas con hábitos de guingón. El sacristán mayor se hizo un capitalito vendiendo o dando de limosna, que es como se debe de decir, todos los objetos necesarios para salvar el alma y combatir al diablo: sabido es que este espíritu, que antes se atrevía a contradecirle a Dios mismo cara a cara, dudando de sus palabras, como se dice en el libro santo de Job; que llevó por los aires á N. S. Jesucristo, como después en la Edad Media con las brujas, y continúa, dicen, haciéndolo aún con los asuang de Filipinas, parece que hoy se ha vuelto tan vergonzoso, que no puede resistir la vista de un paño en que hay pintados dos brazos y teme los nudos de un cordón; pero esto no prueba otra cosa sino que se progresa también por este lado, y el diablo es retrógrado o al menos conservador como todo el que vive en las tinieblas, si no quiere que le atribuyamos debilidades de doncella de quince años.

Como decíamos, el P. Salví era muy asiduo en cumplir con sus deberes; según el alférez, demasiado asiduo. Mientras predicaba—era muy amigo de predicar—se cerraban las puertas de la iglesia; en esto se parecía a Nerón que no dejaba salir a nadie mientras cantaba en el teatro; pero aquél lo hacía para el bien y éste para el mal de las almas. —Toda falta de sus subordinados la solía castigar con multas, pues pegaba muy raras veces: en lo que se diferenciaba también mucho del P. Dámaso, el cual todo lo arreglaba a puñetazos y bastonazos, que daba riendo y con la mejor buena voluntad. Por esto no se le podía querer mal; estaba convencido de que sólo a palos se le trata al indio; así lo había dicho un fraile que sabía escribir libros y él lo creía pues no discutía nunca lo impreso: de esta modestia se podían quejar muchas personas.

Fr. Salví pegaba rarísimas veces, pero como decía un viejo filósofo del pueblo, lo que faltaba en cantidad, abundaba en cualidad, pero tampoco por esto se le podía querer mal. Los ayunos y abstinencias, empobreciendo su sangre, exaltaban sus nervios y, como decía la gente, se le subía el viento a la cabeza. De esto venía a resultar que las espaldas de los sacristanes no distinguían bien cuando un cura ayunaba mucho o comía mucho.

El único enemigo de este poder espiritual con tendencias de temporal, era, como ya dijimos, el alférez. El único, pues cuentan las mujeres que el diablo anda huyendo de él, porque un día, habiéndose atrevido a tentarle, fue cogido, atado al pie del catre, azotado con el cordón, y sólo fue puesto en libertad después de nueve días.

Como es consiguiente, el que después de esto se haga todavía enemigo de un hombre como tal, llega a tener peor fama que los mismos pobres e incautos diablos, y el alférez merecía su suerte. Su señora, una vieja filipina con muchos coloretes y pinturas, llamábase doña Consolación; el marido y otras personas la llamaban de otra manera. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona emborrachándose como una cuba, mandando a sus soldados hacer ejercicios al sol, quedándose él en la sombra, o más a menudo, sacudiendo a su señora, que, si no era un cordero de Dios para quitar los pecados de nadie, en cambio servía para ahorrarle muchas penas del Purgatorio, si acaso iba allá, lo que ponen en duda las devotas. El y ella, como bromeando, se zurraban de lo lindo y daban espectáculos gratis a los vecinos: concierto vocal e instrumental, a cuatro manos, piano, fuerte, con pedal y todo.

Cada vez que estos escándalos llegaban a oídos del P. Salví, éste se sonreía y se persignaba, rezando después un Padrenuestro; llamábanle carca, hipócrita, CARLISTÓN…»

(Noli Me Tángere, Los Soberanos de San Diego)

¡Dios tenga piedad de ti, José Rizal! Filipinas está con la Santa Causa de don Carlos. ¡Bien hecho fray Bernardo Salví!

Dios, Patria, Fueros, Rey.

Juan Carlos Araneta,

Círculo Carlista Felipe II de Manila




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