Escrito por el historiador Miguel Ángel Ladero Quesada.

Introducción

Las tres palabras que dan título a esta conferencia no significaban exactamente lo mismo en la edad media que ahora, ni tenían el mismo grado de utilización o, incluso, de existencia. Nación se empleaba en un sentido no político, al modo como ya lo hacía san Isidoro de Sevilla, para definir un amplio grupo de gentes que formaban a modo de un gran linaje, por su origen y evolución comunes, y eran consideradas miembros de él; el término era, pues, flexible y admitía diversos campos de significado, dentro de su relativa claridad. Patria hacía referencia más bien a la tierra en que se asentaba histórica o tradicionalmente una sociedad –es la tierra de los antepasados–, de modo que formaba parte de su conciencia de identidad; es más, el término patria, de origen romano, fue recuperado más bien por los humanistas del siglo XV, mientras que en la edad media era frecuente emplear como sinónimo el de tierra, tal como hacía, por ejemplo, Juan I de Castilla al proclamar ante las cortes del reino, reunidas en Briviesca en 1386 para tratar sobre la invasión anglo-portuguesa, las cuatro cosas por las que los hombres debían estar dispuestos a dar la vida: por su ley (religión), por su rey, por su tierra y por sí mismos. Son conceptos repetidos muchísimas veces en el pensamiento político tradicional: Dios, rey, patria y fueros, considerados éstos últimos como el «sí mismos» jurídico.

No existía entonces la palabra Estado tal como hoy la conocemos y utilizamos. Status y los términos derivados de él tenían el sentido antiguo de «manera de ser» o «estar», al que se añade desde los siglos XII-XIII el de «posición social», y el de fortuna y patrimonio de la persona o familia (los «estados» señoriales; «real estate» o bienes inmuebles, en inglés).

El significado político fue emergiendo desde el siglo XIII debido a la costumbre de anteponer el término «status» a las distintas situaciones políticas, a las que define como «manera de ser»: status reipublicae, status imperii, status regis… Desde fines del siglo XV comienza a adquirir en algunas lenguas el significado actual más abstracto de «cuerpo político sujeto a un gobierno y unas leyes comunes».

Pero en la edad media no se utiliza la palabra estado en este sentido. Para expresar la noción estatal se usan, desde el siglo XII, términos tales como populus, principatus, regnum, corona y, en la baja edad media, res publica, que es palabra o término tradicional en la antigüedad romana. Así como otros términos, referentes a su singularidad política: plena potestas, superioritas, mayestas… El concepto de estado como «aparato de poder», con existencia independiente de quienes lo controlan y ejercen en cada momento, no se desarrollaría hasta el siglo XVII, en Hobbes y otros «teóricos del derecho natural del absolutismo»… Entonces comenzó a extenderse el uso de la palabra estado en su significado actual, tardíamente en España, por cierto.

En esta exposición sobre nación, patria y Estado trataré, en cada caso, primero sobre cuestiones generales para centrarme en el o los casos españoles, preferentemente durante los siglos XIII al XV porque, en ellos, los tres conceptos fueron adquiriendo perfiles relativamente nuevos y, desde luego, más nítidos. Ante todo, sobre el de nación, fundamento, en definitiva, de todo lo demás.


Nación

La conciencia nacional estaba ya bastante desarrollada en los últimos siglos medievales. Aunque la idea de nación conserva en aquellos siglos un valor político indeterminado, los estados monárquicos sólidos se apoyan en ella; en otro caso, las uniones mediante enlace dinástico no suelen ser duraderas, o bien mantienen la diferencia institucional y política entre sus partes, que sólo tienen entre ellas el vínculo del rey común (lo que, en muchos casos, no es desdeñable como factor de unión y homogenización políticas, porque «…la asimilación entre estado y monarca ha incrementado la cohesión en torno al trono e influido sobre la formación de las ideas nacionales, es decir, sobre la toma de conciencia por parte de los gobernados de pertenecer a una misma patria…». (¿Morrall?)

Al crecer la conciencia nacional,«…la solidaridad deja de ser un aspecto puramente físico para convertirse en un concepto, enraizado en datos de historia, geografía, lengua, religión y costumbres, que definen los límites de una ‘comunidad política’…». (¿Guenée?)

Los conceptos de naturaleza y extranjería se precisan mejor en torno a la realidad de cada reino a fines de la edad media, aunque conserven un valor polisémico porque subsisten las «naturalezas» locales y, a veces, el sentimiento de comunidad puede ir más allá de la «naturaleza» política de cada reino (caso de los miembros de la corona de Aragón o, después, de los reinos españoles en el seno de la monarquía común desde 1481 a 1707/14).

Pero «…el desarrollo del sentimiento nacional fue desigual y en muchos lugares no prevaleció sobre la lealtad /política/ basada en la familia, la ciudad o la dinastía…» (Black). Desde luego, afirma el mismo autor, el establecimiento de «…un nexo de unión entre la nación y el Estado…» comenzó a darse en unas partes más que en otras (Inglaterra, Francia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Hungría, Bohemia, Portugal, en el primer caso; en el segundo, Alemania o Italia).

En general, la reflexión política bajomedieval viene a respaldar «…la reivindicación de que diferentes regiones y pueblos podían y quizá debían tener sus propios órdenes políticos diferenciados…». Escuchemos, por ejemplo, a Engelberto de Admont, a comienzos del siglo XIV, reflexionando sobre la gens tota («nación entera» o «completa»): «…La paz de una nación o reino está asegurada cuando existe unidad mutuamente acordada de la misma patria, lengua, costumbres y leyes, mientras que la discordia es más probable con los extranjeros, que son de patria, lengua, costumbres y leyes diferentes. Pero la discordia puede evitarse por una disposición pacífica y justa, por la incapacidad para hacer la guerra, o por unas fronteras naturales adecuadas…».

El caso de la España medieval como nación compuesta, en la que se produjo la convivencia de sentimientos nacionales a diversos niveles, es bastante singular, lo que, tal vez, debe inducir a la reflexión de que, en estos aspectos, cada país ha formado modelo por sí mismo y no debe buscar excesivamente la imitación o aplicación de otros para resolver su propia situación, aunque, por supuesto, haya un nivel común de gran importancia entre todos los que forman parte del mismo ámbito de civilización, en este caso de la europea.

España fue definida por primera vez como concepto geográfico hace unos dos mil quinientos años. Conviene recordar, acto seguido, que toda geografía, en cuanto supera los mínimos niveles descriptivos, es geografía humana y conceptúa conjuntamente sobre las tierras y sobre los pueblos que las habitan. Por eso, la formación de un concepto geográfico es siempre base para definir realidades humanas y, por lo tanto, puede serlo de realidades históricas más complejas. La misma permanencia o cambio de los nombres puede ser objeto de reflexión: en el tránsito del segundo nivel de grandes civilizaciones mediterráneas al tercero –niveles que llamamos, por comodidad, clásico y medieval respectivamente–, sólo Italia y España conservaron su nombre anterior, mientras que lo perdían, a favor de otros, las Galias, Bretaña o el Ilírico, seguramente porque los movimientos y sustituciones de pueblos no fueron tan fuertes en las dos penínsulas mediterráneas como para inducir al cambio de nombre.

Bastará ahora con enunciar los jalones de formación hispánica anteriores a los tiempos medievales: sustrato creado por la romanización, monarquía hispano-visigoda, cristianización y vínculo Iglesia-realeza… La herencia de la Hispania goda sería importante en los ámbitos legislativo y canónico (Liber Iudiciorum. Colección canónica Hispana), litúrgico, monástico, artístico e incluso escriturario, pues la «letra visigoda» se utilizó hasta finales del siglo XI y, en algunas regiones del noroeste, hasta el XIII, y el uso de la «era hispánica», que comenzaba el año 38 a.C., hasta el XIV, salvo en Cataluña, vinculada en este aspecto al ámbito carolingio. Y, desde luego, también fue importante tal herencia en el campo de la concepción ideológica sobre lo que Hispania era y sobre sus orígenes remotos: en este aspecto, los libros de Historia escritos por Isidoro de Sevilla y su De laude Spaniae son el primer jalón de una cadena de representaciones mentales que se suceden durante toda la edad media.

Los pequeños condados y reinos cristianos del norte, en especial el reino de Asturias, crecieron con el recuerdo de la vieja idea romano-gótica: lo que los historiadores vienen llamando «neogoticismo asturleonés» fue un hecho de primera importancia y larguísima duración en la configuración de ideas e imágenes sobre España. El «neogoticismo» fue una construcción ideológica que tomó pie en una realidad originaria, como era la misma resistencia contra los invasores, se consolidó con Alfonso II (791-842) que «…estableció en Oviedo todo el orden godo como había sido en Toledo, tanto en la iglesia como en el palacio…» (Crónica de Albelda, escrita hacia 883) y alcanzó su primera expresión historiográfica en tiempos de Alfonso III y de sus inmediatos sucesores, que transfirieron la sede regia a León desde el año 914: se consideraban herederos de los reyes godos, llamados a restaurar su ámbito de poder usurpado por los invasores islámicos.

La Hispania medieval llegó a ser uno de los ámbitos geohistóricos del occidente europeo bien caracterizados, dotado de matices culturales, con algunas finalidades específicas, como eran las que producía la lucha contra el Islam peninsular. Es un error reducir el concepto histórico de España a su dimensión política estatal, relativamente reciente, y también lo es negar su existencia en los siglos medievales y suponer que España era sólo un concepto geográfico, lo que puede dar lugar a interpretaciones tanto o más excesivas que algunas decimonónico-nacionalistas que tendieron a producir en muchos la imagen de una «España eterna», igualmente ahistórica. Lo más prudente es valorar los elementos de conocimiento y juicio a nuestro alcance sin ánimo de utilizarlos para otra cosa que no sea explicar lo mejor posible la realidad de cada tiempo y lugar, partiendo del análisis de datos y opiniones de diversa procedencia pero que confluyen en afirmar una misma realidad de fondo, junto con las particulares de cada caso.

La imagen de una realidad o ámbito común se mantuvo durante todo el período que ahora analizamos: el pontificado, que era la máxima instancia organizadora de la cristiandad latina, actuó siempre, a partir de la «reforma gregoriana» en la segunda mitad del siglo XI, con esta idea de Hispania como ente histórico y cultural específico, que fue compatibilizando con la realidad de la diversificación política de sus reinos. En segundo lugar, el largo esfuerzo de conquista y colonización se vio como «reconquista» y restauración de un pasado hispánico en el que hubo unión política en torno a la monarquía visigoda. La «idea imperial» de Alfonso VI y Alfonso VII pretendió ser una traducción de este recuerdo a la realidad de su tiempo, concibiendo Hispania como un ámbito donde diversos poderes políticos cristianos, e incluso musulmanes, convivían en el marco de un «imperium» ostentado por los reyes leoneses. Aunque la «idea imperial» dejó de practicarse después de 1157, las imágenes neogoticistas están implícitas en la restauración de la sede arzobispal de Toledo como «primada de las Españas» (1086), y la fundación de sedes episcopales en los territorios ganados se hizo con esa misma conciencia restauradora y quiso inspirarse en la antigua división de época hispano-goda contenida en un texto, la llamada División de Wamba, que en sí mismo es falso pero recoge los nombres de auténticas diócesis de los siglos V a VII.

Desde mediados del siglo XII, bastantes clérigos de los reinos españoles frecuentaban las escuelas más famosas de occidente –luego universidades, como París o Bolonia–, y en ellas participaban de una cultura teológica y jurídica común a la vez que contrastaban y defendían las singularidades de la condición hispánica, como lo hizo, por ejemplo, el canonista Vicente Hispano, que fue deán de la catedral de Lisboa, hacia 1215, al comparar las batallas de Las Navas de Tolosa en 1212 y de Bouvines en 1214 («…Facto ut hispanus, non autem verbis, ut francigena…»), o al reivindicar que España era imperio por sí misma al haberse rehecho «…meritis et probitate…», por el valor y los méritos de conquista de sus habitantes: «…sed soli yspani virtute sua obtinuerunt imperium et episcopos elegerunt…». El argumento imperial seguía vivo en su teoría y se basaba en la no inclusión de Hispania en el Imperio germánico medieval y en la consecución independiente del propio espacio de poder político.

Recordemos también otro tipo de testimonios, el relativo a la caracterización psicológica del grupo humano. En el Libro de Alexandre, escrito a mediados del siglo XIII, podemos leer las rimas más antiguas en castellano sobre el tópico, tan antiguo como potencialmente peligroso, de los supuestos «caracteres nacionales» de los europeos:

Los pueblos de Espanna son mucho ligeros
Pareçen los françeses valientes cavalleros
Engleses son fremosos, de falsos coraçones
Lombardos cobdiçiosos, aleymanes fellones
Es notable que el autor se ciña a caracterizar las cinco grandes «naciones» de occidente, las mismas que considerará el concilio universal de Constanza hacia 1415 –España, Francia, Inglaterra, Italia, Alemania–, y no otras distintas u otros ámbitos menores. Desde luego, la imagen geográfica que el autor tiene de España es la unitaria que deriva de su peninsularidad y alude al tópico del valor guerrero de sus habitantes; es la imagen de «…una tierra çerrada, tierra de fortes yentes e muy bien castellada…».

En el mismo tópico de los caracteres de cada pueblo abundaba Alfonso X al prever en su testamento, año 1282, una hipotética coalición con Francia: «…Ca segund los españoles son esforzados et ardides et guerreros, e los franceses son ricos e asosegados et de grandes fechos et de buena barrunte e de vida ordenada ... seyendo acordados estas dos gentes en uno, con el poder et el aver que avrían, no tan solamente ganarían a Espanna mas todas las otras tierras que son de los enemigos de la fee contra de la Eglesia de Roma…».

Aquellas nuevas circunstancias intelectuales permiten comprender mejor cómo ocurrió una intensa renovación de las ideas hispano-goticistas coincidiendo con la gran «reconquista» ocurrida entre 1212 (batalla de Las Navas de Tolosa) y 1266 (sometimiento de los mudéjares sublevados en Andalucía y Murcia). Fue en aquel momento cuando la historiografía castellana aceptó e hizo suyo el neogoticismo leonés tal como lo expresaba todavía el obispo Lucas de Tuy (Chronicon Mundi. 1236). Los grandes autores del cambio fueron el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada (De rebus Hispanie o Historia Gothica. 1243) y Alfonso X el Sabio, autor de la primera historia general redactada en una lengua vernácula europea (Estoria de España o Primera Crónica General. Hacia 1270-1280). En estos libros, el precedente prehistórico-mítico se vincula a Tubal, nieto de Noe y quinto hijo de Jafet, poblador de España, y a Hércules que, tras vencer al gigante Gerión, otorgó el poder en la península a su propio sobrino, el noble Hispán…, y así la antigua Hesperia comenzó a denominarse Hispania. De esta manera se mostraba la antigüedad y grandeza de España como marco de una historia inteligible, que arranca de un pasado remoto y mítico aunque comience propiamente con los godos, pero es común a cuantos han habitado en la península: «…Esta nuestra estoria de las Espannas –escribe Alfonso X– general la levamos Nos de todos los reyes et de todos los sus fechos que acaescieron en el tiempo pasado, et de los que acaescen en el tiempo present en que agora somos, tan bien de moros como de christianos et aun de judios si y acaesciere…».

La «…concepción unitaria del grupo humano español más allá de las diferentes organizaciones políticas…» (Maravall) se expresa en otros pasajes de la Primera Crónica General, como aquél en que se pone en boca de Alfonso VIII, a punto de comenzar la batalla de Las Navas de Tolosa, una arenga dirigida a los guerreros aragoneses, portugueses, leoneses, gallegos, asturianos, etc., que iban a entrar en combate aunque sus reyes no habían venido a él: «…Amigos, todos nos somos espannoles et entráronnnos los moros la tierra por fuerça…». Esta «concepción unitaria» no se perdió sino que se difundió en la historiografía posterior.

En los cronistas de los siglos XIV y XV, por otra parte, la conciencia común de saberse españoles era compatible con la defensa y exaltación de la singularidad de cada reino, incluyendo, claro está, la política, a cuya descripción se dedican. No cabe duda de que esa conciencia común se plasmaba en expresiones diversas, según épocas, posiciones sociales y, en especial, según percepciones territoriales y de génesis histórica específicas de cada ámbito, y hay que tenerlo muy en cuenta para valorar bien los testimonios y darles su campo de aplicación temporal y espacial adecuado. Es evidente que las ideas sobre la realidad hispánica que se tenían en los últimos siglos medievales no producían una traducción política unitaria inmediata, sino que muchas nociones de patria, naturaleza y extranjería se reducían al ámbito de cada reino, como respaldo de su propia organización político-administrativa y resultado de su historia específica. La situación de Portugal es muy clara a este respecto, porque no cabe duda de que era un reino nacido en el marco de la historia hispánica medieval, por lo que su situación no es sustancialmente distinta a la de los otros, aunque la guerra de 1383-1386 contra Castilla y el cambio de dinastía hayan agudizado más su conciencia protonacional. En los demás casos, la evolución hacia el Estado moderno fue convergente.

Si adoptamos un punto de vista exterior, observamos cómo, a lo largo de los siglos XIV y XV, la idea de nación española, que no era tanto política como histórico-cultural, coexistía con la de naciones o identidades referidas a los diversos reinos y partes, aunque se suela referir con cierta frecuencia en el siglo XV al mayor de todos ellos, esto es, a la corona de Castilla: así, por ejemplo, en Brujas, la «nación española» era la de los mercaderes castellanos y vizcaínos –aunque estos últimos a veces, por motivos de rivalidad comercial con Burgos, constituyeran la suya propia ante las autoridades flamencas–, pero los catalanes formaban otra. En Roma, la iglesia y cofradía de Santiago de los Españoles aglutinaba sobre todo a los castellanos, mientras que los naturales de la corona de Aragón disponían de la de Santa María de Montserrat. Pero en tiempo de los Reyes Católicos, los autores italianos como Guicciardini o Maquiavelo, más alejados de aquellas diferenciaciones, emplean la expresión «Reyes de España» para referirse no tanto a un ámbito de dominio político –puesto que los Reyes Católicos y sus sucesores fueron también titulares del dominio sobre otros reinos y territorios no hispánicos–, sino sobre todo a una identidad o realidad histórico-cultural, y tal ha sido desde entonces la práctica política y social dominante en el resto de Europa con respecto a España y lo español.

Que la conciencia de pluralidad seguía viva a finales del siglo XV se comprueba también en numerosos textos. Cito aquí sólo dos, el primero del cronista Andrés Bernáldez, al narrar el atentado que sufrió el rey Fernando en Barcelona, el 7 de diciembre de 1492:

«…En este caso muchas eran las opiniones: unos dezían, "francés es!"; otros dezían: "navarro es!”; otros dezían, "no es sino castellano!"; e otros dezían, "catalán es el traidor!". Y Nuestro Señor quiso non dar lugar que muriesen gentes; que maravilla fue non perderse la cibdad, según lo que dezían las naciones unas de otras…«.[2]
El segundo es de Gonzalo Fernández de Oviedo, recordando la procedencia de los colonos que acudían a la isla de La Española, nombre que, por cierto, eligió Cristóbal Colón con plena conciencia de lo que hacía:

«…Quanto más que han acá passado diferentes maneras de gentes : porque aunque los que venían eran vasallos de los reyes de España, ¿quién concertará al vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas?, ¿cómo se avernán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano (sospechando que es portugués), y el asturiano e montañés con el navarro?, etc. E assí desta manera, no todos los vasallos de la corona real de España son de conformes costumbres ni semejantes lenguajes…».[3]
Pero la idea de nación española se aceptaba, sin ninguna duda, en el sentido medieval del término, como conjunto peculiar dentro de Europa, con unas raíces comunes. Diego de Valera no exponía nada nuevo en su Crónica Abreviada (hacia 1480) al enumerar las «naciones» del continente: Germania, Grecia, Italia, Francia, España, y afirmar que «…so la nasción de España se cuentan la Francia gótica, que es Lenguadoque, Narbona, Tolosa e toda su provincia, e los reynos de Castilla, de León, de Aragón, de Navarra, de Granada e de Portugal…». Era, una vez más, la reconstrucción del mapa de la época visigoda. Ahora bien, ¿cómo se pudo recorrer el camino entre aquella conciencia histórica y la realidad política unida a partir de la singular acción de los Reyes Católicos?

La imagen que los Reyes Católicos tenían de su acción política se vinculaba a esta concepción global de España y a la actuación de la monarquía sobre todo el conjunto. Puede ser buen ejemplo un texto de Fernando el Católico, en carta a uno de sus embajadores del año 1514:

«…Ha más de setecientos años que nunca la Corona de España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, así en Poniente como en Levante, y todo, después de Dios, por mi obra y trabajo…».
También parece que aquellas ideas habían calado con rapidez en los ambientes políticos, al menos en los castellanos; recordemos las frases con que los procuradores de las cortes de 1510 pretendían disuadir a Fernando de encabezar personalmente una gran expedición antiislámica que no llegó a realizarse:

«…En Vuestra Alteza está nuestro consuelo, paz y sosiego y vida nuestra y de toda España ... En sus bienaventurados días han ganado estos reynos y la nación de España tanto renombre que en grand reputación son estimados…».
En resumen, el término nación española que encontramos en tantas y tan variadas fuentes y testimonios de la baja edad media europea no es el resultado de elucubraciones intelectuales minoritarias ni un fruto del nacionalismo del siglo XIX, sino el reconocimiento de un hecho nacional. Pero, atención, en el sentido genérico, polivalente y no político que el término nación podía tener para las mentes de aquellos siglos, en los que se suele citar la vieja definición que de nación daba san Isidoro, como conjunto de hombres que reconocen un origen común y están ligados por lazos de sangre. La nación, pues, como un inmenso linaje o cepa. En España, como en otras partes, entre la vieja idea medieval y las contemporáneas de nación se ha interpuesto y desarrollado la constitución del Estado, y en su seno ha habido una transformación compleja de los conceptos y sentimientos nacionales. Pero no parece haber motivo para ignorar que existió una España medieval, igual que hubo una Alemania, una Francia, una Italia o una Inglaterra medievales.

Ahora bien, si procuramos precisar ahora algunos rasgos de la realidad española a fines de la edad media, más allá de su existencia geohistórica y cultural, observaremos, ante todo, que hay en ella una diversidad de entidades políticas muy arraigadas y, a veces, dotadas de gran complejidad interna: Corona de Castilla, corona de Aragón, Portugal, Navarra. «…¿Cómo se avendrán?…»: la respuesta a esta pregunta estaba abierta, a comienzos del siglo XVI, pero no sólo a partir del proyecto político monárquico de unión de reinos, sino también, y sobre todo, a partir de una herencia histórica que combinaba identidad común española y singularidades de reino, región o grupo. Sin duda, «…la concepción unitaria del solar “España” hacía posible extender a ese territorio políticamente plural el concepto de “naturaleza” y, en consecuencia, defender la existencia de lazos naturales, indisolubles, entre los “naturales” de sus varios reinos…» (Diego Catalán Menéndez-Pidal).

Y así, partiendo del substrato formado por la o las conciencias medievales de nación, hay que dar entrada al otro gran concepto que ha articulado el devenir histórico de la España moderna, el de Estado. Pero, para entender por qué fue peculiar la formación del Estado en España, es preciso decir antes algo sobre la formación tanto territorial como conceptual de la patria.


Patria/Tierra

La formación de España en la edad media como territorio susceptible de alojar en sí ideas y sentimientos de sus habitantes relativos al concepto de patria está indisolublemente unida al hecho de la reconquista, aunque se conservara más o menos el recuerdo y el ideal de la antigua Hispania romano-visigoda.

Aunque la palabra reconquista es un neologismo, que tomó carta de naturaleza desde comienzos del siglo XIX, el concepto ha sido un núcleo principal de interpretación de la historia española desde el siglo XII, e incluso antes, hasta tiempos recientes. Con él se expresaba la idea de que en la edad media hispánica había ocurrido un gran proceso de recuperación del territorio perdido a causa de la invasión islámica del siglo VIII, proceso que, a través de las conquistas, culminó en la restauración de la Hispania o España «perdida» entonces, según la expresión que ya utilizó un cronista cristiano en torno al año 754.

Desde luego, la idea de reconquista no se puede aceptar hoy de manera tan simple y escueta, pero hay que tener en cuenta dos puntos de reflexión: primero, que el concepto de recuperación/restauración fue el motor ideológico y el elemento de propaganda más importante de los utilizados por los dirigentes de los reinos de España en los siglos medievales y, segundo, que, evidentemente, las guerras de conquista, los procesos de colonización y la condición de tierras de frontera marcaron durante siglos la realidad de aquellos reinos.

Es preciso emplear un esquema de periodificación de la larga época medieval para plantear bien las cuestiones que el historiador debe estudiar. Entre los siglos VIII y XI, es la época de predominio de Al Andalus, en la que las luchas y relaciones con los países cristianos del norte peninsular son, más bien, un asunto interno. Desde mediados del XI a mediados del XIII se produce la gran expansión territorial de la España cristiana, impulsada por los motores ideológicos de la reconquista y la cruzada, y por su plena incorporación al occidente medieval, mientras que Al Andalus replica con la islamización radical bajo el dominio de los almorávides y almohades norteafricanos. Ocurre, a la vez, la diferenciación política y despliegue territorial de los reinos cristianos. A partir de la segunda mitad del siglo XIII, la época de la reconquista ha concluido, aunque la idea se mantiene con referencia al último reducto andalusí, el reino de Granada, cuya existencia se prolongó hasta finales del siglo XV. Por otra parte, en la baja edad media se desarrolla la relación socio-cultural entre los cristianos y la minoría de musulmanes sometidos, o mudéjares, con características diferentes según las diversas regiones peninsulares.

La comparación de dos mapas políticos de la península ibérica, uno de en torno al año 1050 y otro de hacia 1300, permite entender la gran importancia de los cambios ocurridos. A mediados del siglo XI existía Al Andalus, aunque ya dividido en reinos de taifas, un extenso reino de León con diversas regiones bien singularizadas desde Galicia hasta Castilla y Álava, desigualmente poblado, que sólo sobrepasaba la línea del río Duero hacia el sur en su zona portuguesa, y, en tercer lugar, una franja al sur de los Pirineos en la que se yuxtaponían el reino de Pamplona, el recién nacido reino de Aragón y los condados de la Cataluña Vieja. Hasta el siglo XII, los cristianos, sobre todo los pirenaicos, denominaban con frecuencia Hispania a las tierras de Al Andalus, y también lo hacían así, a veces, los «goticistas» leoneses puesto que lo consideraban territorio irredento.

En torno a 1265 había concluído la gran reconquista; pocos años después, entre 1297 y 1304, ocurrían los últimos ajustes de fronteras entre los reinos cristianos, señaladas en los tratados de Almizra (1244) entre Castilla y Aragón, y Badajoz (1267), entre Castilla-León y Portugal, matizados en torno a 1300 por los de Alcañices y Torrellas, respectivamente. De Al Andalus sólo quedaba Granada –los treinta mil kilómetros cuadrados de la actual Andalucía oriental–. Portugal tenía ya el perfil que hoy conserva. La corona de Castilla y León, desde Galicia hasta Murcia, agrupaba las dos terceras partes del territorio peninsular, y existían claramente en ella los conjuntos regionales que han llegado a la actualidad. Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca eran territorios que apenas o nada han cambiado y realidades que han venido evolucionando sin rupturas hasta la España de nuestros días.

Es decir, la España en la que vivimos hoy se hizo en aquellos siglos: en su territorio, en sus regiones –sólo Granada y Canarias son algo más recientes–, en su forma geohistórica. Ningún otro período de la historia española tiene tanta importancia en estos aspectos. Pero, además, la conquista, el dominio y la regionalización del territorio son sólo el aspecto externo, el más visible; hay otros mucho más complejos y profundos –sociales, políticos, culturales– que hacen de la plena edad media el tiempo en el que nació o maduró verdaderamente la inmensa mayoría de los elementos que componen la realidad histórica originaria de la España actual.

Para entender situaciones cuya influencia llega hasta nuestros días, como son los ámbitos regionales originados en los hechos de conquista y por los procesos de colonización, es preciso, ante todo, tener presente una visión global de la evolución político-militar, que consolida la diferenciación de reinos, generalmente en franjas de sentido meridiano, pero también, más especialmente, otra sobre los procesos de colonización y ocupación del territorio, que produce la aparición de regiones. En lo que toca a este segundo aspecto, los procesos de colonización, hay que distinguir tres zonas o franjas de regionalización en el sentido de los paralelos: la zona o franja situada más al norte comprende los territorios que ya formaban parte de los reinos y condados cristianos antes de mediados del siglo XI: Galicia, Asturias, León y Castilla al norte del Duero, Vascongadas, la Alta Rioja, Navarra, el Aragón pirenaico, la Cataluña «Vieja».

En ellos había tenido lugar una densa colonización rural durante los siglos anteriores que sirvió como vivero de emigrantes a las tierras de nueva conquista y, también, como punto de partida para los grandes cambios que ocurrieron en la misma zona norte entre mediados del XI y mediados del XIV, cambios que se refieren al mismo poblamiento rural y, especialmente, al renacimiento de las ciudades: todo esto no tiene que ver, al menos directamente, con las conquistas militares en otras zonas, sino con el crecimiento de la población y con hechos de colonización interior y de reagrupamiento de habitantes en pueblos mayores dotados de franquezas. Tiene que ver con las posibilidades que abre el Camino de Santiago –inmigraciones de francos y de campesinos del propio país, urbanización, mejoras jurídicas–, y también con la necesidad de defender las fronteras entre los reinos cristianos. Y tiene que ver, igualmente, desde el último tercio del siglo XII, con el desarrollo de la navegación y el comercio en el mar Cantábrico. Aquellos hechos de colonización, fundaciones de ciudades y transformaciones del poblamiento se produjeron en todas las viejas tierras leonesas y castellanas, gallegas, asturianas, cántabras y vascongadas, desde Valladolid a La Coruña, desde León o Burgos a Bilbao. También afectaron a las tierras navarras y aragonesas (Pamplona, Jaca, Estella) y a las de la Cataluña Vieja, donde Barcelona creció como gran puerto mediterráneo.

La relación entre conquistas militares y colonizaciones es muy estrecha en la segunda zona, donde las conquistas comenzaron en el último tercio del siglo XI (Coimbra, 1064. Toledo, 1085. Huesca, 1094) y se sucedieron a lo largo del XII (Zaragoza, 1118. Coria, 1142. Lisboa y Santarem, 1147. Tortosa y Lérida, 1147 y 1149. Cuenca, 1177. Plasencia, 1186). Los avances cristianos permitieron la repoblación de una retaguardia antes casi completamente vacía: en Castilla y León son las tierras llamadas entonces extremaduras, entre el río Duero y el sistema central, con la población de ciudades como Salamanca, Ciudad Rodrigo, Ávila, Segovia, Sepúlveda o Soria. En Portugal se poblaron la Beira, la Extremadura y la región del Tajo. Las conquistas produjeron, además, la incorporación de Toledo y su reino (Castilla la Nueva), y del de Zaragoza (valle medio del río Ebro), de la Cataluña Nueva, entre los ríos Llobregat y Ebro, y de la extremadura aragonesa de Teruel, llamada así porque en su colonización se aplicaron procedimientos semejantes a los de la castellana, lo mismo que ocurría en la actual Castilla la Nueva.

En esta segunda zona o franja, la colonización se efectuó a partir de ciudades, ya existentes o pobladas de nuevo, que controlaban amplios territorios o tierras donde establecieron miles de aldeas y organizaron el espacio según criterios de racionalidad económica relacionados con el nuevo orden social, donde predominaban grupos de caballeros sobre una población libre que disponía de ordenamientos jurídicos favorables –fueros de la extremadura, derecho de Toledo, etc.– y de una considerable autonomía administrativa gracias al nuevo régimen municipal (concejos). Aunque la economía era casi exclusivamente agraria, los nuevos pobladores de Toledo y de las ciudades del valle medio del Ebro mantuvieron un tipo de economía urbana, artesanal y mercantil, de origen andalusí, que sirvió de modelo en muchos aspectos para lo ocurrido más adelante en otras ciudades. Otra realidad socio-económica propia de esta zona, que se extenderá a las otras dos más adelante, fue la relativa disociación entre agricultura y ganadería: ésta última disponía de amplios espacios de pastos no integrados en el terrazgo cultivado, y en ella comenzó el desarrollo de la trashumancia, que alcanzó su máxima extensión en la corona de Castilla a partir de las conquistas del siglo XIII, y lo mantuvo durante muchos más.

Las conquistas del siglo XIII, entre 1213 y 1266, produjeron la incorporación de territorios muy extensos que componen la tercera de las zonas a estudiar. Al sector de expansión catalano-aragonesa corresponde Valencia y el nuevo reino creado por Jaime I en torno a ella, y Mallorca. En Valencia fue preciso aceptar la permanencia de mucha población musulmana, debido a la escasez de nuevos pobladores cristianos –algo semejante había ocurrido un siglo atrás en el valle medio del Ebro–. En Mallorca, por el contrario, los musulmanes libres desaparecieron y la colonización se hizo con los inmigrantes cristianos.

En el ámbito de expansión castellano y leonés, y en el portugués, permanecieron pocos musulmanes libres como mudéjares: casi toda la población musulmana emigró o bien al emirato de Granada o bien al norte de África y abandonó las tierras de la Andalucía del Guadalquivir, de Murcia y del Algarve.

Al mismo tiempo que se procedía a la conquista y primera colonización del Algarve, de la Andalucía bética y Murcia, se llevaba a cabo la colonización de la cuenca del Guadiana y de casi toda la actual Extremadura española y Alentejo portugués, cosa que hasta entonces había sido imposible debido al peligro militar. En estas tierras interiores, la escasez de colonos consolidó como grandes señores a las ordenes militares de Calatrava, Alcántara, Santiago y San Juan, que habían tenido antes la responsabilidad principal en la defensa de la frontera.

La centralidad de las ciudades en los procesos de colonización y organización del territorio fue muy grande, desde el primer momento, en muchas de las tierras conquistadas en el siglo XIII: Valencia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, se contaron rápidamente entre las ciudades mayores de la península. En el caso de Sevilla, la apertura al comercio atlántico fue muy rápida, obligada, además, a la defensa del estrecho de Gibraltar. Pero la colonización rural fue insuficiente; en general, no llegó a cubrir los objetivos que se fijaron al planearla, y esto ha dejado una huella de larga duración en las formas de poblamiento, en los tipos de paisaje y en las características de las explotaciones agrarias Por otra parte, la primera oleada colonizadora duró poco tiempo, debido al cambio de tendencia demográfica desde finales del siglo XIII y, en el caso andaluz, con la guerra contra granadinos y meriníes norteafricanos, que comenzó con gran dureza desde 1275.

Sin embargo, la nueva población de la franja o zona sur había arraigado a pesar de sus limitaciones. Una vez superados los malos tiempos del siglo XIV, la Andalucía del Guadalquivir vivió un siglo XV de fuerte crecimiento demográfico y mejora de su actividad económica. Sólo así puede explicarse que, entre 1480 y 1500, salieran de allí la mayoría de los inmigrantes que colonizaron el reino de Granada y las islas Canarias inmediatamente después de su incorporación a la corona de Castilla. En aquellas repoblaciones se puso en práctica, de nuevo, los procedimientos de colonización que ya habían mostrado su eficacia en el siglo XIII.

Es decir, entre los siglos XI y XIII, con una secuela tardía a fines del XV, se produjo una nueva organización general del territorio, en función de la diversificación política de los reinos, por una parte, y, por otra, de las circunstancias y épocas de incorporación de cada ámbito regional, y de su manera de integrarse en el nuevo sistema social que sustituía al andalusí. Las realidades regionales que nacieron durante aquel largo proceso de conquista y colonización han permanecido hasta nuestros días: los mismos reyes y dirigentes políticos contribuyeron a su creación o a su mejor definición. En el modelo propio de León y Castilla, las realidades regionales, a menudo con título de reino, se integraron en un espacio político homogéneo y los reyes dispusieron en casi todas partes de las mismas instituciones y resortes de poder. En Portugal esto mismo ocurrió con mayor sencillez, dadas las condiciones de desarrollo del reino, incluso si el Algarve tuvo denominación propia como reino en la intitulación de los documentos regios. En cambio, en el modelo de la corona de Aragón, cada componente tuvo características político-administrativas y las consolidó por completo precisamente entre mediados del siglo XIII y mediados del XIV.

Los sentimientos y referencias a patria o tierra, el vínculo político de «naturaleza», se ceñían, desde el punto de vista político, al interior de cada reino: Portugal, Castilla… y, en el caso de la Corona de Aragón, a cada uno de sus componentes, puesto que catalanes, aragoneses y valencianos eran recíprocamente «extranjeros» en el lenguaje de la época.

Y, dentro de cada reino, las diversidades administrativas locales, más que regionales, creaban situaciones distintas entre los vecinos y los forasteros, a los que a veces los documentos llaman también «extranjeros», al no reservar este término, al contrario de lo que hacía la administración monárquica, a los que no eran naturales del reino.

Sólo la monarquía encarnaba, por lo tanto, la idea y la realidad naciente del Estado, fundamentada en esta compleja manera de concebir entonces los conceptos de nación y patria, donde convivían interpretaciones que hoy, tal vez, nos parecen recíprocamente excluyentes después de quinientos años de evolución política común y de una radical transformación de la realidad social y política europea y española, pero que entonces no lo eran tanto.


Estado

El Estado como forma de organización política de la sociedad es, en gran medida, una creación original del occidente europeo, conseguida evolutiva y, a veces, revolucionariamente, a lo largo de su historia, a partir del recuerdo y, a menudo, de la idealización de la antigüedad romana, de modo que ha sido y es frecuente el cotejo de ideas y situaciones políticas relativas a la res publica clásica y el imperio romano, de una parte, y al «Estado moderno» de otra. Entre sus ventajas sobre otras formas de organización política se cuenta, sobre todo, la sujeción del orden y de la acción políticos a un derecho secular, más que de raíz religiosa –aunque ésta existe y va cambiando a través de la propia historia europea, sobre todo durante la crisis religiosa de los siglos XIV a XVII–, la exigencia de un control y responsabilidad que emergen de las mismas organizaciones sociales y de las personas como sujetos per se de derechos no condicionados, la centralización o concentración de los medios de poder político-administrativos, y el llamado «…monopolio del uso legítimo de la fuerza dentro de un determinado territorio…» (Max Weber), para asegurar el orden jurídico, la paz social y la defensa frente a ataques exteriores.

Entre los inconvenientes del Estado destaca el hecho de que si esa violencia no se administra al servicio de la pacificación, puede ejercerse de manera más intensa, focalizada y destructora tanto hacia dentro como, sobre todo, hacia fuera, de modo que históricamente ha habido en Europa una ecuación entre el crecimiento del Estado y el de los periodos de guerra abierta entre los poderes políticos, lo que no se ha de confundir sin más con las situaciones endémicas de violencia ni con la barbarie de los procesos de invasión y conquista de origen externo, conocidos también por Europa en los siglos medievales.

La historia política europea puede considerarse, en sus grandes líneas, como un conjunto de procesos integradores, aunque se haya tratado en muchos aspectos de una integración competitiva, exaltadora de valores parciales de tipo patriótico y menospreciadora de los ajenos, lo que estimulaba más a menudo formas de relación abiertas a la violencia que no cauces para la convivencia pacífica y el intercambio y aceptación de valores universales, aunque había uno que unía a todos los europeos: me refiero al cristianismo latino en su forma histórica medieval, en torno a la Iglesia romana. Al cabo, estos valores universales que Europa ha producido o fomentado, al margen o a pesar de sus querellas internas, son su mejor herencia para la integración de la humanidad entera.

Uno de esos valores universalizables ha sido, desde luego, el concepto y práctica del Estado, como forma de la res publica mejor y más abierta a su propio perfeccionamiento, hasta el extremo de que hoy sea posible imaginar su organización más allá, a veces y en algunos aspectos, de los establecidos por y para los estados-nación que alcanzaron su plenitud en el siglo XIX, en general.

Los europeos han extendido directa o indirectamente la organización estatal al resto de la humanidad desde el siglo XVI –tal es el caso de la América sujeta a la monarquía española– y, sobre todo, desde el siglo XIX. A pesar de las fragilidades e insuficiencias del proceso integrador estatalista, y de su falta de adecuación a tradiciones histórico-políticas no europeas, hoy por hoy ofrece la mejor posibilidad, casi se puede decir que la única efectiva, de establecer a partir de ella marcos de relación política y jurídica aceptables por todos los hombres, de tal manera que cualquier cambio o superación del modelo estatal tiene que basarse en la experiencia acumulada por él y, en gran medida, en las premisas que ha establecido, so pena de una regresión catastrófica en comparación con la cual la caída del Imperio Romano en la Antigüedad tardía y la regresión del orden político que se produjo serían cosa nimia.

¿Había estado a fines de la edad media? «…Si se estima razonablemente que hay estado desde que existe en un territorio una población que obedece a un gobierno…» común lo hay (B. Guenée). Si se carga el acento demasiado sobre el concepto de soberanía, atributo estatal por excelencia hoy, entonces no se puede definir plenamente como estado a las formaciones políticas de aquellos siglos, aunque llevaban camino de serlo.

A. Black resume su defensa de la existencia de una «idea» de Estado ya en la baja edad media en las siguientes observaciones, comprobable en la realidad de muchas organizaciones políticas de la época:
  1. Existencia de un orden político de poder distinto de otros órdenes (religioso, militar, económico…).
  2. Autoridad ejercida sobre un territorio definido y todos sus habitantes.
  3. Monopolio del uso legítimo de la coacción física.
  4. Legitimidad derivada del interior de la comunidad política, no delegada por una autoridad externa.
  5. «Se pensaba que todos los gobernantes y todas las comunidades políticas habían sido constituídas con fines morales» …para actuar en pro de conceptos tales como bonum commune, utilitas publica, status regniJurisdictio. «Significaba la capacidad de hacer cumplir la ley aplicando la justicia».
  6. «Un aparato de poder cuya existencia permanece independiente de aquellos que puedan tener su control en un momento determinado».
Desde luego, los fundamentos, tanto doctrinales como prácticos, que acabaron dando forma al Estado se hallan en la edad media. Me limito a enumerarlos:
  1. El lento desgajamiento de lo político respecto a lo religioso y la constitución de sendos campos de actuación específicos, aunque relacionados. En Europa no hubo nada semejante al califa musulmán, ni siquiera al «basileus» bizantino. Hubo, por un lado, obispos y, por otro, reyes. Y, en la cúspide, papa y emperador.
  2. Aunque, por supuesto, se aceptó el principio de legitimación religioso-eclesiástica del poder político al asumir la reflexión cristiana sobre el origen divino del poder y los fines inherentes a su ejercicio: justicia, paz, bien común. Del mismo modo que, a lo largo de la edad media, el derecho canónico y las instituciones eclesiásticas influyeron continuamente sobre las seglares. A través de aquella reflexión se creó una primera expresión, religiosa y ética a la vez, de los derechos humanos, y una primera condena radical de la tiranía, como desviación ilegítima y perversa del poder.
  3. La noción feudal de pacto entre gobernantes y gobernados o, al menos, entre señores y vasallos, para ejercer y repartir el poder, se contrapuso a cualquier noción autocrática y fue fundamento de la realidad política europea medieval, en la que los poderes intermedios autónomos –del tipo de los señoríos o los municipios– formaban necesariamente parte del sistema, en el interior de otros poderes más amplios. La historia de las estructuras políticas europeas ha recurrido siempre a la noción «ascendente» que considera al poder emanado desde los gobernados y pactado con ellos, desde la época feudal hasta la contemporánea.
  4. La recuperación paulatina de las nociones políticas propias del Derecho Romano desde mediados del siglo XII y, sobre todo, desde mediados del XIII: conceptos de princeps legislador e imperium o poder supremo. Distinción entre poder ordenado según Derecho y posibilidad de romper excepcionalmente ese orden o ir más allá de él, alterando o cambiando las leyes, que eso es el absolutismo ejercido sobre la base del principio de soberanía. La doctrina absolutista maduró primero a favor del poder monárquico, basado en una legitimidad dinástica, pero, después de las revoluciones, es el fundamento del poder ejercido por el pueblo como sujeto político soberano.
  5. Otro fundamento remoto pero eficaz, porque ha ejercido su influencia ininterrumpidamente fue la adopción de ideas tomadas de la Política de Aristóteles, recuperada en los años setenta del siglo XIII, sobre la condición natural de las comunidades políticas como generadoras de derechos y deberes, de leyes positivas, para asegurar el bien común.
Al mismo tiempo, se comenzó a poner unos límites a la acción del poder político que, en general, han permanecido:
  1. El respeto a unos derechos humanos inalterables, a un ámbito privado donde el poder político no ha de intervenir para modificar, aunque todavía se expresen en versión religiosa, como propios del derecho divino, o se consideren de derecho natural, por ejemplo, el derecho de propiedad o dominio sobre las cosas.
  2. El derecho positivo como cauce de actuación política habitual.
  3. La legitimidad de la resistencia a la tiranía.
  4. El reconocimiento de la capacidad autoorganizativa de la sociedad a través de sistemas de organización familiar, profesional y corporativa, eclesiástica, etc.
En aquellos siglos se imaginaba el conjunto social de manera organicista o corporativa. Hoy ya no es así, pero en la realidad se sigue funcionando a menudo con criterios parecidos que, sin duda, tienen su lado negativo si bloquean otras formas de cohesión horizontal entre ciudadanos iguales y acciones sociales amplias, pero también otro positivo porque han dificultado, al menos hasta hace poco tiempo, que el Estado-Leviatán aplaste, controle o domine todos los aspectos de la realidad social.

Paulatinamente, se elaboraron en la Edad Media las ideas y sus medios de difusión, las ceremonias y ritos, los símbolos y gestos que mostraban la legitimidad del poder y le servían como propaganda. Cuando Maquiavelo escribió su conocida proposición –«gobernar es hacer creer»– no hablaba en el vacío sino con una experiencia tan grande como pueda ser la nuestra. Pero no conviene ser demasiado escéptico: la creencia en la efectividad del poder político no puede sustentarse sobre ilusiones una y otra vez defraudadas sino sobre realizaciones positivas y sobre esperanzas verosímiles.

De todos modos, también los siglos medievales, en especial los últimos, vieron el crecimiento de formas de propaganda legitimadora que, en una u otras formas, han permanecido. Se trata del manejo de creencias y mitos bien por vía de las profecías y augurios del porvenir, o bien por la elaboración de una imagen adecuada del pasado, en especial del pasado remoto, que no tiene mucho que ver con lo que hoy consideramos historia.

El legado medieval al concepto y la práctica de Estado se refiere, en definitiva, al campo de los objetivos y ámbitos de actuación generales:
  1. La conservación y crecimiento de la res publica mediante la elaboración y aplicación de derecho (Justicia) y el control y monopolio de la fuerza (defensa).
  2. El amparo y promoción del bien común mediante el buen gobierno. Bien común fundado en la paz, en la solidaridad, en el orden de la actividad económica y de la estructura social, que en la edad media se llegó a considerar casi inmutables mientras que en tiempos contemporáneos se procura, junto con la conservación, la promoción política de los cambios considerados positivos o propios de la dinámica social. Bien común, en fin, manifestado en la protección a la creatividad y difusión de valores culturales.
  3. La idea de bien común, junto con algunas otras –ley, justicia y paz, soberanía, buen gobierno– constituye la gran herencia doctrinal y práctica de los estados monárquicos desarrollados entre los siglos XIII y XVIII: son conceptos que fundamentan la acción política, la misma construcción e imagen de la res publica, y que nacieron o se desarrollaron mucho en aquellos siglos.
  4. Por otra parte, se plantó con mayor nitidez que en tiempos anteriores las cuestiones relativas a la dimensión territorial de las organizaciones políticas, sus fronteras, y la integración de entidades menores. En general, se admitió lo que podemos llamar «superposición jerarquizada» de poderes, desde los elementales –señorío, ciudad–, pasando por los intermedios –principados, reinos, monarquías– hasta alcanzar los universales –imperio, papado–.
A partir de estas realidades, los «estados monárquicos» de los siglos XIII al XVIII, sujetando en su interior a los poderes autónomos menores y tomando elementos de los poderes universales, dieron lugar a la paulatina creación del Estado contemporáneo aunque éste, a menudo, naciera mediante ruptura revolucionaria con el orden político propio del «Antiguo Régimen».

En el camino bajomedieval hacia estas formas de «Estado moderno», como se las denomina desde hace tiempo, hubo dos posibilidades de desarrollo que se manifiestan a menudo de forma sucesiva o contradictoria. Una es la pactista, basada en el reparto de poderes y funciones entre rey y reino, configurado este último en estamentos –nobleza clero, estado llano–, que actúan unida o separadamente, siempre bajo el dominio de grupos sociales dirigentes, verdadera oligarquía o «sociedad política» que emerge sobre el conjunto de la «sociedad civil». La otra posibilidad lleva al absolutismo regio, a la superación del reparto de poderes con los estamentos del reino, a su concentración en la corona, dueña de la soberanía, de la «…preeminencia y senorío real absolutos…» –según se lee en documentos castellanos del siglo XV–, de modo que la «sociedad política» actúa, o bien integrada en ella, mediante el ejercicio de poderes correspondientes al ámbito monárquico, o bien desarrollando poderes o administraciones de carácter subordinado y limitado dentro del marco del estado monárquico, como pueden ser los señoriales y municipales.

En ambos casos –el pactista y el absolutista–, aunque por vías distintas, fue preciso renovar el sistema de relaciones entre la corona, los poderes ejercidos por los diversos sectores de la «sociedad política», y el reino en su conjunto; hallar, en suma, un nuevo equilibrio, tanto doctrinal como institucional. Al mismo tiempo, la renovación y modernización de los medios de acción política y administrativa, y de los recursos financieros y militares, fueron el gran reto a superar, así como la constitución de un sistema nuevo de relaciones exteriores: las soluciones más eficaces permiten el triunfo en bastantes casos del modelo absolutista, pero en algunos del pactista –tal es lo que sucede al cabo en Inglaterra–, y consolidan la maduración del Estado en las monarquías occidentales, mientras que no sucede lo mismo, o en menor medida, en otras partes de Europa, donde la mezcla de doctrina y práctica políticas, a partir de las experiencias y realidades medievales, llevó a resultados relativamente diferentes: así sucede en los ámbitos italiano, alemán o centroeuropeo, por ejemplo.

De ambos modelos hay manifestación histórica en los reinos españoles bajomedievales, según veremos, pero ahora importa señalar que los dos –el pactista y el absolutista– tuvieron rasgos y problemas comunes en el proceso de modernización del poder político. La corona encarnó siempre «la idea emergente de Estado», como lo demuestra la pronta aplicación del principio de inalienabilidad del poder, de tal forma que no se pudiera enajenar o menguar reinos, derechos y poderes reales salvo por «…grandes e justas cabsas…», según leemos en las actas de las cortes castellanas de 1476: este principio se había establecido ya desde 1303, cuando se unificaron definitivamente las cortes de Castilla y León, o en Aragón desde las disposiciones de Jaime II de 1317 sobre inalienabilidad de los territorios que componían su corona. Otros argumentos que muestran a la monarquía como núcleo formador del Estado se refieren a su monopolio en el ejercicio de las relaciones exteriores, a la atribución de soberanía, que se efectúa exclusivamente a su favor, o al no reconocimiento de «superior en lo temporal» que los reyes hacen.

En los reinos españoles de la baja edad media hubo, como ya he anticipado, dos modos relativamente distintos de organización política y administración del poder, desarrollados a partir de tradiciones más antiguas. El castellano, o el portugués, donde éste se concentra en la institución monárquica de manera homogénea sobre todo el territorio; en dependencia estrecha respecto a ella se hallan los poderes municipales y, en grado algo menor, los señoriales –entre los que se incluye el caso único del señorío de Vizcaya, cuyo titular es el rey–, mientras que las cortes no consiguen articular de manera estable un poder oligárquico inter-estamental. Y el de la corona de Aragón, o el navarro, donde el poder real tiene límites mejor marcados, es mucho más fuerte el poder de las cortes, en especial a través de las diputaciones, y gozan de mayor autonomía municipios y señoríos, todo ello dentro de una diversidad que exige en cada caso un tratamiento particular, a partir de la misma singularidad de cada componente de la corona: Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca.

Ambos modos poseen, también, dimensiones distintas en lo tocante al territorio y la población, tres veces y media mayor el primero y cinco veces mayor la segunda en Castilla que en Aragón. En tales circunstancias, el significado de la «diarquía» establecida por los Reyes Católicos fue necesariamente distinto para Fernando y para Isabel. La concentración de medios institucionales se mostró eficaz en Castilla para la construcción de un estado monárquico potente, y así lo vino a demostrar la acción, a la vez restauradora y dinamizadora, de los Reyes Católicos. En la corona de Aragón las circunstancias eran distintas, y también lo fue el resultado de su obra política. Resumiré, para concluir, los aspectos principales.

Los Reyes Católicos apenas establecieron en Castilla nuevas instituciones de gobierno y administración, sino que se limitaron a emplear las que ya existían, o a inspirarse en proyectos nacidos en los dos siglos anteriores, pero supieron utilizarlos de una manera eficaz para sustentar la autoridad regia, renovada tras la crisis sucesoria que siguió a la muerte de Enrique IV, y para disminuir, al mismo tiempo, las limitaciones que pudieran coartarla procedentes de los ámbitos de poder y jurisdicción eclesiástico, nobiliario y ciudadano. La mayor libertad de acción política de que gozaron los monarcas en Castilla les permitió avanzar mucho en la construcción del llamado «Estado moderno», en condiciones legales que apenas limitaban –en el plano doctrinal– el absolutismo regio: el aumento de los recursos hacendísticos y militares, y su utilización libre son dos muestras muy claras de ello.

Sin embargo, el tiempo de Isabel y Fernando es todavía un periodo de tránsito entre dos épocas: la unión dinástica acababa de nacer, el pasado próximo turbulento de Castilla aún dejaba sentir su peso, y el empleo de recursos castellanos en empresas propias de una política común de la monarquía unida no había hecho más que comenzar hacia 1500. Pero el camino quedaba abierto para utilizar a Castilla como base principal de la política monárquica, porque no tropezaba allí con obstáculos a su libertad de acción, o a la obtención de recursos, como los que existían en la corona de Aragón. Los efectos de aquella tendencia, que no nos corresponde estudiar aquí, serían dos en especial: de una parte, cierta castellanización de la monarquía y de la concepción del primer Estado español. De otra, la desviación de anteriores líneas políticas castellanas, subsumidas o desbordadas por otras más ambiciosas, y la identificación de los pobladores de Castilla con proyectos políticos de ámbito hispánico, e incluso más amplios, en medida tal vez mayor que la aplicable en otros reinos españoles, identificación que comportaba, además, mayores gravámenes hacendísticos y militares.

Las instituciones de gobierno y administración eran a menudo similares a las castellanas en la corona de Aragón y en Navarra, puesto que también lo eran las sociedades correspondientes, pero el reparto de poder efectivo entre corona y sectores de la «sociedad política» fue diferente, al predominar las doctrinas y practicas pactistas propias del «estado estamental», lo que producía un bloqueo del crecimiento del poder regio, a pesar de los esfuerzos e intentos de los reyes, que sólo en algunas ocasiones triunfaron. Posiblemente, este bloqueo o rechazo tendió a acentuarse después de las uniones dinásticas en unos reinos que sentían, a la vez, la necesidad de mantener su identidad y los efectos de cierta marginación política frente a Castilla, donde solían residir los monarcas y de donde obtenían la mayor parte de sus recursos para utilizarlos con total libertad. Es cierto, no obstante, que los efectos de estos desequilibrios internos apenas se sintieron aún en la época de los Reyes Católicos; se olvida con frecuencia que Fernando era, ante todo, rey privativo de la corona de Aragón, y que, dentro de las corrientes pactistas había partidarios de reforzar la autoridad regia, como el jurista catalán Joan de Socarrats en sus Commentaria (1476), a pesar de que defienda la pervivencia del orden jurídico feudo-vasallático, y sus libertades pues «…llibertat es bé de dret natural…».

Porque, como siempre se recordaba, «…jamás les comunitats no donaren la potestat absolutamente a nengun sobre si mateixes sino ab certs pactes e lleis…»: así lo escribía, a finales del siglo XIV, Francesc Eiximenis en Lo Crestià, expresando el aspecto esencial y permanente de aquel «pactismo» que ponía en manos de las cortes el control de la capacidad legislativa de la monarquía en sus aspectos principales, pues, aunque «…los estamentos sin el rey no tienen poder legislativo, sin embargo, el rey sin los estamentos dispone de un poder legislativo residual y reglamentario…» (T. de Montagut).

Así, bajo la cúpula de una monarquía de España única, continuaron dos regímenes distintos de relaciones entre poderes y de prácticas de administración, hasta comienzos del siglo XVIII. El castellano, concentrado en torno al poder real, al que se subordinaban los poderes estamentales, tenía un carácter unitario y una cierta capacidad política de cambio interno debido a la propia dinámica del absolutismo y la soberanía monárquicos, que acabaría desembocando en el XIX –por ruptura revolucionaria– en el Estado contemporáneo, fundado sobre la soberanía del pueblo políticamente constituido como nación. El régimen aragonés de los siglos XVI y XVII presentaba una situación fragmentada según los miembros de la corona, así como una tendencia al bloqueo, a cierta parálisis política, caracterizada por la dualidad pactista poder real/poderes estamentales de las diversas ramas de la «sociedad política», debido a que la acción política estamental no consiguió incorporar la dimensión renovadora que exigían los nuevos tiempos, cosa que no ocurrió en otras monarquías de tipo «pactista», como fue el caso de Inglaterra, donde se desarrolló una evolución singular hacia formas contemporáneas de Estado.

La existencia paralela de dos vías hacia la constitución del Estado, de diferentes características y potencia, fue una de las peculiaridades de los primeros siglos de la edad moderna española. Después, la vía cerrada no dejó de tener cierto eco, de ser una especie de reclamo histórico para la conciencia de muchos españoles y, además, se puso de manifiesto cierto grado de respeto hacia ella en algunas ocasiones y aspectos. Por ejemplo, en Navarra donde, de una u otra manera, subsistió su peculiaridad y pasó al ordenamiento político contemporáneo. O bien, más en general, cuando ocurrió la organización provincial y regional en los primeros tiempos del régimen constitucional decimonónico, al que tantas veces se considera exclusivamente centralista y homogeneizador pero que, al mismo tiempo, respetó las denominaciones históricas de las provincias y dio nueva vida a las regiones, que habían desaparecido casi por completo como referentes político-administrativos en el XVIII, remodeló antiguas formas, como en León y Castilla, e incluso creó algunas regiones que nunca habían existido en el plano administrativo, Andalucía por ejemplo, o retocó al alza los límites de otras, como Valencia o Extremadura. Sin la delimitación provincial y regional de los gobiernos liberales de Isabel II, ¿a qué situación vigente se habría podido referir la articulación del actual régimen de distribución territorial de las comunidades autónomas?


Conclusión

Han transcurrido muchos siglos desde que dejaron de tener vida las realidades medievales de la historia española y hoy sólo pueden ser consideradas en relación con las que les sucedieron en los siglos modernos pero, en cualquier caso, forman parte de la herencia que debemos administrar y mejorar. Lo diré de manera simple: no me cabe duda de que las divisiones y luchas que produjeron aquellas circunstancias concluyeron y están honradamente sepultadas en el pasado, y tampoco me parece dudoso que hoy es posible disfrutar unidos de lo que produjeron y legaron los siglos de la edad media a tiempos más recientes en este país nuestro que, en algunos aspectos, es casi un microcontinente: tanto de lo común como de lo peculiar, aprendiendo de la experiencia histórica y sin buscar tres pies al gato.

Hace algo más de cinco siglos, en el invierno de 1496, la gente de la armada que había llevado a Flandes a la infanta Juana, para su matrimonio con Felipe de Habsburgo, moría a miles por aquellas tierras, de hambre y enfermedad. El armador vizcaíno Juan de Arbolancha, que había organizado la flota al servicio de los Reyes Católicos, los hacía «…sepultar e enterrar e hacer sus obsequias, e si yo no lo hiciera no hubiera ni había quien los sepultara… y fuera gran deservicio de Dios y de Sus Altezas y gran deshonra y mengua de toda España…». La iniciativa de Arbolancha puede sugerir, me parece, un principio general de actuación: por una parte, enterrar a los muertos –en este caso, al tiempo pasado– y recordarlos con respeto es obra de amor y memoria; por otra, hay diversas maneras de encarar el futuro pero siempre mediante acciones positivas que eviten la «…deshonra y mengua de toda España…». Con ello saldremos ganando los que ahora vivimos en ella y quienes nos sucedan.

Bibliografía

Para ampliar los contenidos de esta conferencia, remito a anteriores publicaciones mías:

“Algunas reflexiones sobre los orígenes del Estado Moderno en Europa”, en III Jornadas Hispano-Portuguesas de Historia Medieval (25-30 noviembre 1991), Universidad, Sevilla, 1997.

“Poderes públicos en la Europa medieval (Principados, Reinos y Coronas)” en Poderes públicos en la Europa medieval. XXIII Semana de Estudios Medievales de Estella, Gobierno de Navarra, Pamplona, 1997.

“Integración y regionalización en la Europa medieval”, en I Semana de Estudios Medievales. Nájera, 1990, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 2001.

Lecturas sobre la España histórica. Real Academia de la Historia, Madrid, 1998.

La España de los Reyes Católicos. 2ª edición, Alianza Editorial, Madrid, 2003.

La formación medieval de España. Territorios, regiones, reino., Alianza Editorial, Madrid, 2003.

“Sobre la evolución de las fronteras medievales hispánicas (siglos XI a XIV)”, en Identidad y representación de la frontera en la España medieval (siglos XI-XIV), Casa de Velázquez/Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 2001.

“Las regiones históricas y su articulación política en la Corona de Castilla durante la Baja Edad Media”, en La España Medieval, 15, 1992.