Poco después de haber llegado Isabel a París (1868) -escribe Don Carlos en su Diario-, vino a verme el conde de Galve, quien hacía algunos meses que me había presentado su sumisión, y me dijo riendo que tenía un encargo curioso que hacerme, pero que, como lo habían hecho, lo cumplía. Que había estado a verle Gurowisky y le había dicho de parte de Isabel que, como sabían que estaba a mi lado, le rogaban me hiciese saber que deseaba verme mi prima, y es notable, que, según le dijo Gurowisky a Galve, Isabel me llamó Carlos VII. Mi contestación fue ésta: “Dile a Isabel que yo recibo a todos los españoles, para quienes están abiertas las puertas de mi casa, y que si ella quiere venir será muy bien recibida, como prima mía, como dama y como infanta de España”. Parece que esta contestación no la ofendió, pues me envió otro recado por el cual manifestaba comprender perfectamente las razones que me impedían ir a su casa, pero añadía que yo también debía comprender los motivos por los cuales ella no podía venir a la mía. Que esto podría, tal vez, suceder más tarde, pero que entonces era imposible. Que conocía mis sentimientos eminentemente españoles, y que creía que al proponerme una entrevista, de la cual quizá podría venir el bien de nuestra Patria, yo no titubearía en aceptarla, sobre todo siendo en un punto neutral, y que para esto designara yo el día, hora y lugar.

Yo le contesté que no se había engañado, que me alegraba muchísimo de verla, que deseaba pudiese dar la entrevista los resultados más convenientes al bien de España, y que, como señora, me designase el punto y la hora de la cita, a la cual acudiría yo volando. Convinimos, pues, que la cita sería para el día siguiente por la tarde, cerca del monumento de Napoleón I, al fin de la Avenue de la Grande Armée, que iríamos en dos coches simones y que, para evitar que nadie se enterase de ello, iríamos sin gentil-hombres ni damas; ella con Don Francisco de Asís y yo con Margarita. Así sucedió; bajamos de los coches, nos saludamos; Don Francisco ofreció el brazo a Margarita, con quien estuvo hablando de cosas indiferentes, y yo me fui por otro lado con Isabel; ella me habló de la situación de España, de los males que la afligían y de la ventaja inmensa que habría si todos los monárquicos nos uniésemos; me dijo que su deseo era el bien del país y el triunfo de la religión, y que yo indicase un medio para que esta unión fuese posible, a lo cual contesté que yo había acudido a la cita por invitación suya, que no traía, de consiguiente, plan alguno, y que me parecía más natural que ella, que me había invitado, me hiciese una proposición, sobre la cual discutiríamos. Indicóme entonces que yo fuese Regente de su hijo, a lo cual yo repliqué: “Si yo fuese como tu cuñado Montpensier, aceptaba, desde luego, pues estaba seguro de ser el Rey a los dos meses; pero como soy caballero, no puedo ni hablar de eso”. Hablamos luego de cuestión de derecho, e Isabel, que realmente tiene mucho talento y mucha viveza natural, me dijo: “Pues, mira, ni tú ni yo podemos decidir esta cuestión. Los dos somos interesados, creemos tener derechos, pero somos católicos: vamos a Roma, postrémonos delante del Santo Padre y dejemos que él decida la cuestión; será un gran ejemplo para el mundo”. A esto la contesté que yo no creía tener derechos a la Corona, sino que sabía tenerlos; que con el sólo hecho de admitir un árbitro, aunque fuese el Santo Padre, ponía en duda la cuestión, lo que no podía hacer, y que, además, en materias políticas tenía el parecer del Papa como el de un Soberano cualquiera, con mucha experiencia, pero nada más; que si se tratase de materias de fe o de moral bajaría la cabeza, pues en eso le creía infalible.

Nuestra conversación se alargó un poco. Tocamos varios puntos importantes, pero no nos entendimos. Dejamos la cuestión para otro día. La impresión que me hizo Isabel fue buena. Le reconozco talento natural y corazón. En los días que mediaron entre esta entrevista y la segunda me visitó varias veces un tal Alcover; parecía buen hombre, recto, pero un poco místico; estaba loco con la fusión y creía perdida España, perdida la religión si no se hacía.

Había varias personas en París entonces que la deseaban, pero no creo que me hubiesen sabido presentar un término aceptable. El partido, en general, la rechazaba. Aparisi se inclinaba un poco a ella, aunque no insistía. Cevallos esperaba que pudiese dar buenos resultados, pero no quería que se cediese en materia de principios.

En mi segunda entrevista, que tuvo lugar en el bosque de Bolonia, y en la cual me presentó Isabel sus hijos, empecé por hablarle de su partido, sentando en primer lugar que los suyos no podían darme ningún apoyo, puesto que hasta los en quienes más esperanzas cifraba, como Cheste, si nada habían hecho por ella cuando estaban con mando y con las armas en la mano, ¿qué se podría esperar hiciesen cuando los veíamos emigrados y sin recursos de ningún género? Que la fusión no podría ser para mí más que una rémora, y que más fácilmente llegaría a Madrid solo que con un partido que no me traería más que odios, y que si la aceptaba sólo sería para dar una prueba más de que bajo de mi bandera caben todos los españoles de buena voluntad.

La contestación de Isabel fue digna y llena del mejor deseo. Reconoció que lo que decía era verdad y que no había partido de tanta abnegación ni tan grande como el Carlista. Llegó hasta proponerme que yo fuese Rey siendo su hijo Príncipe de Asturias; que éste podría casarse algún día con Blanca y que yo no quitaba con esto ningún derecho a mis hijos, puesto que aún no los tenía, nacerían luego sin ellos. Yo no podría hacer cosa semejante, pues tenía un hermano con derechos adquiridos, como Carlos V, mi abuelo, y así se lo hice presente, añadiendo que en el momento en que hiciese lo mismo que hizo Fernando VII en su testamento, me quitaría por mí mismo todos los derechos. Discutimos largamente, habló ella con mucho corazón y la vi dispuesta a hacer algo bueno; de modo que le dije: “Creo, Isabel, que si no miraras más que a España y su felicidad y no consultas más que tu corazón, nos entenderíamos”. Al separarnos me indicó mi prima si tendría dificultad en recibir a don Manuel Bertrán de Lis; le dije que al contrario, celebraría mucho conocerle. Bertrán de Lis me gustó muchísimo, hombre recta, caballero, y, según me pareció, de mucho tesón. Me dio tratamiento de Alteza; lo encontraba más noble en un isabelino que los que hasta entonces venían llamándome Majestad. Me dijo que sus principios eran los míos; pero como había servido a Isabel cuando estaba en el trono, no podía abandonarla en la desgracia. Le alabo. Me manifestó deseos de que nos entendiésemos. Yo le dije que también lo deseaba, pero que no consentiría nunca que se tocaran los principios que represento, mi derecho y los de mi dinastía; pues si ellos encontraban algún término en estas condiciones, estaba dispuesto a firmar, desde luego; que yo no lo encontraba, pero que si ellos daban con él, me lo propusiesen. Bertrán de Lis dijo que mi respuesta era digna, pero que veía con dolor imposible la fusión. Tenía razón. Cuando Isabel me indicó la posibilidad de hacer una renuncia en mi favor, yo le dije que una renuncia o abdicación nunca podría admitirla, que sólo una sumisión aceptaría con gusto, con lo cual ella se levantaría y se pondría al nivel de las mujeres grandes de la Historia. “Pero, ¿de qué serviría esa sumisión -me dijo ella-, cuando los míos la tendrían por nula y levantarían pendones por Don Alfonso?” Tenía razón, pero el acto siempre hubiese sido grande…



Fuente: Diario de Carlos VII. Visto en la obra de propaganda juanista “El noble final de la escisión dinástica”. Francisco Melgar, Conde de Melgar. Cuadernos de Política e Historia. Madrid, 1964. Páginas 94 a 98.