IV. Los reinos medievales
Así comenzó un largo periodo de fragmentación; muy largo, ciertamente, porque la formación de múltiples Estados nuevos sobre las ruinas del reino visigodo se ve favorecida por la tendencia disgregadora que la época feudal trae para Europa entera. Salvo que el individualismo ibérico no se organizó dentro del régimen de dependencia vasallal, base del feudalismo, sino en forma de reinos independientes. Al lado del primitivo reino asturiano neogótico, se crean el reino de Pamplona en 905, los de Castilla y Aragón en 1035, y el de Portugal en 1143. El viejo reino astur-leonés ostenta sobre los otros una vaga, pero muy significativa superioridad imperial, débil sustitutivo español al también débil vínculo del vasallaje que daba trabazón al sistema feudal europeo.
Se ha señalado como gran desgracia de España el no haber tenido feudalismo, esto es, falta de una nobleza fuerte y emprendedora (1). Pero si no hubo multitud de estados feudales hubo variedad de reinos que más libremente pudieron desarrollar su personalidad y desparramarse en las actividades más dispersas por el Mediterráneo, por África y por el Atlántico, como aprendizaje y ensayo para la grandeza a que llegaron cuando se reunieron en el siglo XVI. No hubo señores poderosos, pero hubo reyes coexistentes que llegaron a competir en empresas cuales ningún duque feudal podía soñar. La división en reinos retrasó la principal empresa, la Reconquista, pero en cambio trajo la diversidad de acción expansiva fuera de la Península.
Entre los españoles islamizados, los reinos de taifas de los siglos XI a XII son un producto similar al de los cinco reinos cristianos. Como éstos van en disconformidad con el feudalismo europeo, más aun, los reyes de taifas van contra el espíritu del Islam, ya en su sistema tributario, ya considerando el reino como patrimonio personal divisible entre sus herederos, lo mismo que hacían los cristianos del Norte. Siempre la España disconforme respecto a los dos orbes que en ella se entrecruzan. A la caída del califato cordobés, el iberismo islamizado hace surgir más de veinte reinecitos, luego reducidos a muchos menos por sucesivas reincorporaciones. En vano, los grandes imperios africanos de los almorávides y de los almohades pasaron sucesivamente el Estrecho y reislamizaron El Andalus, restableciendo en él la unidad política; en cuanto se debilitaba la invasión africana, las taifas resurgían inevitablemente.
Y siguiendo el paralelismo entre la fragmentación cristiana y la islámica, también en los reinos de taifas hay que reconocer alguna ventaja al lado de la gran debilidad que la división trajo al poderío musulmán. Cada reyezuelo quería valer más que su vecino por la copiosa biblioteca que reunía y por el número de hombres de ciencia y poetas que atraía para ilustrar su corte. Gracias a este variadísimo impulso, el Islam español produjo una brillante llamarada cultural antes de su extinción. Los beneficios de ese fraccionamiento, poco antes de que Jaime I y San Fernando acabasen con tantos señoríos moros, son ensalzados en el Elogio del Islam español que hacia 1200 escribía El-Secundi, encomiando el esplendor de los antiguos reinecitos de Sevilla, Almería. Toledo, Valencia, Denia...: “Todos los reyes de taifas rivalizaron en afanes culturales; todos los días eran para ellos como fiestas y reunieron en sí todas las ramas del saber”. Y esta docta competencia fue de trascendente, eficacia, pues absorbiendo y utilizando la ciencia que esos reinos moros producían desde dos siglos antes, mereció Alfonso X ser llamado el Sabio en la cristiandad occidental.
(1) Ortega y Gasset, “España invertebrada” (1922)
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