(…) "Dejaremos ver que el sentimiento unitario siempre fue dominante, ora como única fuerza vital en los periodos. de creciente y auge, ora teniendo a su lado como inferior el sentimiento localista en los períodos de menguante.
I. Exceso de localismo
Manifiesta es una particular debilidad del espíritu asociativo en España. Los beneficios que la cooperación puede acarrear se sienten más confusamente que las ventajas de la suelta acción individual, aunque ésta ofrezca a la larga menores resultados. La simple convivencia llega a mirarse como algo estorboso por las necesarias limitaciones que exige: cada uno quiere obrar a sus anchas sin tener en cuenta a su vecino.
Esto debilita la relación de las distintas provincias, según notan en varias épocas de depresión, los observadores extranjeros. Un viajero francés, Bartolomé Joly, en 1604, se sorprende del localismo que domina en los ánimos de aragoneses, valencianos, catalanes, vizcaínos, gallegos o portugueses, cuyo habitual entretenimiento es decirse unos a otros sus defectos; los castellanos, a su vez, tratan de semi bárbaros a los otros, y los de Castilla la Vieja tienen en menos a los de Castilla la Nueva. Lo mismo a mediados del siglo XIX, Richard Ford encuentra en España un localismo apartadizo y huraño; el vínculo de paisanajes es aún más exclusivista que entre los irlandeses de Tipperary, o entre los escoceses; y Teófilo Gautier, al oír en la Puerta del Sol ciertas atrocidades de la guerra carlista comentadas con indiferencia grande, y escuchar como razón de tal frialdad “que la cosa había pasado en Castilla la Vieja y no había por que cuidarse de ella” halla en esa respuesta, el resumen de la situación de la España de entonces y la clave de muchas cosas que parecían incomprensibles vistas desde Francia.
Pero no es tan fácil la interpretación del espíritu localista. Al español que viaja por las grandes ciudades de América le extraña que la colonia peninsular haya construido un espléndido Círculo Gallego, otro Asturiano o Riojano o Catalán y no un círculo Español único. Fácilmente se saca la conclusión de que falta el concepto superior de una España; pero la realidad viene a ser que esos emigrados españoles, no sintiéndose extranjeros dentro de la Nueva España que habitan, no se inclinan a evocar la patria única y toman el localismo como la forma más inmediata e íntima en que se expresa el sentimiento de la vieja España, anteponiéndosele y cubriéndole.
Sin embargo, el amor a la “patria chica” nacido con los imborrables recuerdos de la infancia, se queda en mezquindad y pobreza si las experiencias y las ideas generosas de la juventud no lo extienden a la patria grande, la patria a secas; como el amor patrio degenera también en una limitación si la mayor madurez del hombre no lo comparte con el de la patria universal, con el de todo país del que recibe alguna benéfica inspiración de vida superior, y es indudable que el español deja prevalecer demasiado la patria chica. El haber nacido en la misma provincia crea entre españoles un compañerismo y una obligación de ayuda a todo trance tanto o más que entre parientes, haciéndose cerradamente exclusivista.
Este particularismo local, como Teófilo Gautier presumía, explica buena parte de la historia de España y autor hay, como Martín Hume en su “Historia del pueblo español”, que insiste continuamente en dicho carácter, en sus causas y en sus efectos. Para Hume, el regionalismo procede de diversidad étnica, mantenida por la cualidad montuosa del territorio: España es, por su misma geografía, un país de división, cruzada cómo está por enormes barreras peñascosas que separan unas provincias de otras: sobre ese suelo el fondo de la población lo constituyen los iberos, hermanos de los bereberes, dos pueblos igualmente individualistas; y después la afluencia de celtas, afro-semitas, cartagineses, griegos, romanos, francos, godos y hordas mixtas del Islam, dejaron residuos escondidos en los innumerables valles de la Península.
Con igual criterio geográfico, ya Herculano explicaba la formación de los reinos medievales por la dificultad de las comunicaciones a través de altas montañas; pero ni los elevados montes tienen ese decisivo poder aislador que se les atribuye, ni en España sirven de límite a las comarcas que están o estuvieron más tocadas por el espíritu autonómico. Las grandes montañas que de norte a sur recorren Cataluña, están muy al este del país y no en el límite con Aragón; los cien túneles del ferrocarril del Norte no separan a Castilla de León, sino a León de Asturias; la frontera de Portugal tampoco está determinada por sierras. Y en cuanto a la cuestión racial, aparte de que la pretendida hermandad de iberos y bereberes es insostenible ante las radicales diferencias de lengua que entre los unos y los otros existe y la no menor divergencia de aptitudes ya notada por Ben Jaldún, la disconformidad de razas sobre el suelo de la Península no es sensiblemente superior a la que se da en Francia, por ejemplo.
El mayor localismo de España no depende de una realidad multiforme, étnico-geográfica, sino al contrario, de una condición psicológica uniforme; depende de la conformidad del carácter apartadizo ibérico, ya notado por los autores de la antigüedad mucho antes de que afluyesen a la Península la mitad de las razas enumeradas por Hume como causantes de las tendencias dispersivas. Que las realidades étnico-geográficas de la Península no comportan ninguna fuerza especial fragmentadora, se muestra en la diversidad dialectal de España, mucho menor que la de Francia o la de Italia, según luego insistiremos.
También es inexacto creer el sentimiento localista dotado de tal fuerza y arraigo, que impidió la formación de todo concepto nacional español hasta tiempos recientes. Es opinión muy divulgada que ese concepto de España sólo empezó a formarse en la Edad Moderna, opinión que parece remontar al tan leído prólogo que a su “Historia” puso Lafuente, quien, al hablar del título tomado por los sucesores de los Reyes Católicos, dice: “Rey de España, palabra apetecida, que no habíamos podido pronunciar en tantos centenares de años como hemos históricamente recorrido”. Lafuente habla sólo del título real, sin que ni aun en este limitado sentido su frase resulte exacta, pues olvida que el título “Hispaniae Rex” tuvo uso en los siglos XI y XII, y no sólo dentro de la Península, sino fuera, habiéndolo empleado el gran poder internacional de entonces, la Curia Romana".
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