LA VÍSPERA DE DIFUNTOS Y SUS LEYENDAS
La conmemoración de los Fieles Difuntos tejió en España múltiples leyendas.
Seduce nuestra atención un conde de la Edad Media, el conde de Tarrat, poderoso señor de vidas y haciendas. Olvidado de las hidalgas virtudes de sus antepasados, llegó a toda suerte de crueldades, hasta qué un anochecer se cruzó con otro noble iunto a una cruz de término. Por meras sospechas y a traición le atravesó el pecho en presencia de aquel signo sagrado. Antojósele un rival en el transitorio amor que sostenía con una dama. Cometido el crimen, un roce de potentes alas, junto.a un profundo clamor, abatió al soberbio conde, que tardó unas horas en reponerse y huir.
Al día siguiente fue hallada la víctima. El infeliz caballero yacía muerto de una estocada. Todos intuyeron al autor de la sangrienta hazaña, pero nadie se aventuró a pronunciar el temido nombre. Por modo que, de no haberse prestado a enterrarle unos monjes de un cercano convento, hubiera sido pasto de las alimañas.
A partir de aquel acontecer, corrió el rumor de que, junto a la cruz de término, oíase en las vísperas de Difuntos, una plañidera voz. Huelga decir que ningún vecino de aquellos contornos osaba pasar por aquel lugar.
EL DIABLO CARGÓ CON EL CONDE DE TARRAT
Llegado el tercer aniversario del nefasto crimen, desapareció el conde de su castillo, recrudeciendo el temor las gentes de toda la comarca. Hasta la servidumbre del poderoso conde abandonó la suntuosa mansión, asegurando que los diablos habían cargado con el cuerpo de su señor. Mas el tiempo, esclarecedor de verdades y misterios, se encargó de relatar cuanto había de cierto, por boca del lego del convento que dio sepultura a la infortunada víctima del feudal espadachín.
Un día, según refirió, llamó a las puertas de su convento, un hombre embozado. Manejaba el aldabón con mano no acostumbrada a la espera y, franqueado el portal, ni se dignó saludar. Iba por el abad, y a pesar de la hora como sea que mostró su daga se le facilitó el paso hasta la celda abacial.
—No temáis, padre —dijo el embozado descubriéndose y cayendo de rodillas. No vengo a causaros disgustos sino a suplicaros me escuhéis en confesión y si es posible me otorguéis un poco de vuestra paz.
—Alzad y tranquilizaos —dijo el abad pasmándole tal ruego en boca de quien lo usaba. Habéis cometido toda suerte de tropelías. Vuestras maldades son muchas, pero las supera la misericordia de Dios.
—¡Oh, padre; si El quisiera perdonarme el crimen que cometí, sin dar a mi rival tiempo para la defensa...! Desde entonces no duermo ni sosiego. No me place el amor, ni la caza, ni la guerra. Lúgubres son mis noches. Cercano a mi lecho oigo el pavoroso gemido que en la noche de ánimas aseguran mis vasallos oír junto a la cruz de término.
Y lo que es peor, el roce de alas que me abatió cuando atravesé el cuerpo de mi victima y que semeja abrasarme con su último aliento.
El abad condujo al conde a la celda de los huespedes. Después fue a postrarse ante el Altísimo, rogándole quisiera inducirle por el camino del arrepentimiento y del amor.
EL ÁNGEL DE LA MUERTE
—No os alarméis, señor —dijo el lego al temible conde, después que le hubo servido la cena—. Oiréis pasos en los claustros. Será la comunidad. Todas las noches baja a rezar maitines. Hoy rezarán por los muertos. También vos podríais bajar a orar por el muerto que yo ayudé a sepultar y por vuestros antepasados. Descansan bajo grandes losas en el templo.
Aunque indignado el conde se reprimió y bajó. Habían cesado los cantos y un monje, tras una profunda reverencia, apagó los cirios del altar, dejando el templo sumido en tinieblas. Como si ello fuera una señal, entonó el coro el salmo de difuntos uniéndosele un escalofriante ruido.
El señor de Tarrat, abstraído y solitario en el fondo de la nave, sobrecogióse de espanto al ver, que según avanzaban los salmos penitenciales, una súbita y fosforescente luz refulgía en cada uno de los allí reunidos. Aterrado, quiso huir, pero volvió a caer abatido por el quemante roce de unas alas, mientras en ordenada procesión iban pasando gran número de esqueletos. Eran monjes seguidos por damas y caballeros, cuyos semblantes le estremecieron; sobre todo el que cerraba el cortejo. Era el doncel que él mató, con sus cuencas vacías, fulminándole. Deprimido y sin aliento vio que se arrodillaban ante el altar, cubiertos unos con hábitos y otros con férreas armaduras. Las damas, con severos
atuendos, seguían con apagado acento el salmo del Rey Profeta. Cuando cesaron las desfallecidas voces el monje que apagó los cirios volvió a encenderlos sin, al parecer, darse cuenta del raro conjunto de fieles, que llenaba el templo. Después besó el suelo y se retiró.
Apenas hubo salido, todos los asistentes desnudaron sus espaldas,disciplinándose, a tiempo que decían: “la penitencia salva a los pueblos. La penitencia, es la mejor arma para alcanzar el perdón—. Después entonaron un canto de una armonía jamás escuchada y según iban cantando, aumentaba' una súbita refulgencia hasta que todos, con aspecto bellísimo, se incorporaron puesta la mirada en lo alto. También alzó los ojos el conde y esta vez vio embelesado cómo descendía un ángel de una belleza insospechada, cuyas alas rozaron al caballero, causándole un remordimiento insoportable, que le anegó en lágrimas, con vivos deseos de sacrificarse.
En esta disposición vio como el ángel tomaba amorosamente las almas de todos los reunidos, ascendiéndolas sobre sus alas cual cuerpos luminosos, sin que la bóveda fuera obstáculo para elevarlas al Cielo.
Sólo quedó en el templo su víctima por lo que. despavorido, prometió expiar su crimen y sufragar para el alma del que tan alevosamente privó de la vida.
Lo iba a repetir cuando apareció de nuevo el ángel que acogiendo al que también había merecido la clemencia divina, dijo al atemorizado señor:
—Conde de Tarrat, cumple tu promesa y confía en la.misericordia del Señor.
Tan solo entonces comprendió que el ángel de la Buena Muerte, mensajero de las almas, velaba por él y su desvaneció.
Al amanecer, el sacristán halló al conde tendido sobre el pavimento del templo, y creyéndolo muerto, dio aviso al abad que le hizo trasladar a su aposento.
Vuelto en sí, refirió cuánto viera la noche anterior, no admitiendo fuera producto de su febril imaginación. Terco en su propósito, tomó el hábito cistercíense. Repartió entre los pobres sus inmensas riquezas y por su abnegada conducta obtuvo el privilegio de poder ir a rezar y a meditar Junto a la cruz deTérmino.
Desde allí divisaba su castillo, testigo de sus proezas y veía el transcurrir de sus campesinos. Ninguno hubiera reconocido, en aquel monje, que ocultaba sü rostro bajo el capuchón al famoso conde de Tarrat, vencedor en numerosas batallas y en el difícil empeño da humillar su calamitosa soberbia y nefasta vanidad.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores