La historiografía castellana sobre la incorporación de Gipuzkoa a Castilla - Lourdes Soria Sesé
1- Introducción
Un, al parecer, inevitable apasionamiento ha caracterizado tradicionalmente el estudio de los acontecimientos que en una fecha tan lejana como el otoño del año 1199 vinieron a confluir en la historia de lo que entonces eran el Reino de Navarra, el Reino de Castilla y un territorio todavía sin definir políticamente, al que muy pronto se le conocerá con el nombre de provincia de Gipuzkoa. Fueron acontecimientos que trascendieron el momento histórico para proyectarse a lo largo de los siglos, pues para la futura Gipuzkoa, como para Alava, significaron, frente a su oscilante dependencia hasta entonces de uno u otro reino, su definitivo establecimiento en el seno de Castilla, con sus implicaciones económicas, políticas, jurídicas y culturales.
Indudablemente, lo que fué decisivo para Gipuzkoa y Alava, y de considerable importancia para Navarra, no tuvo la misma incidencia en el caso de Castilla. De ahí que el tratamiento que al suceso dan los historiadores castellanos sea, por lo general, somero, inmerso en las complejas relaciones entre los reinos de la época y, particularmente, en la ajetreada vida política y militar de Alfonso VIII.
En realidad, para la historiografía castellana, como, por otra parte, para la navarra, la cuestión se plantea básicamente como un problema de legitimidad en la adquisición de los dos territorios vascos. Legitimidad del monarca de Castilla respecto al rey de Navarra, quedando en una oscura e irrelevante posición la actitud y el comportamiento de los entonces directos responsables de las tierras adquiridas, que sólo van a interesar cuando se trate de refutar, ardorosamente, determinados posicionamientos de la historiografía guipuzcoana, también defendidos con pasión, o de llegar a un mejor conocimiento de su identidad socio-política.
Las propias oscilaciones y tendencias de la historiografía castellana, junto con el propósito de sortear el riesgo partidista, aconsejan llevar a cabo su estudio de manera secuencial, desde las crónicas coetáneas hasta los actuales enfoques. El objetivo ha sido precisamente establecer el ritmo de esas secuencias y el carácter de cada una, lo que las diferencia en el tratamiento de ese denominador común a todas ellas que fueron los sucesos ocurridos en el otoño de 1199. Se persigue pues captar la distinta forma en la que se hizo historia acerca de un mismo acontecimiento puntual a lo largo de los siglos.
Sin perder de vista que historiar, es decir, reconstruir el tiempo pasado para poder entender el presente y actuar desde él con conocimiento de causa, nunca fué ni es enteramente inocente. Ahora bien, el que la reconstrucción que del pasado se hace esté condicionada, además de por sus intereses personales, por el contexto cultural e ideológico en el que se mueve el historiador, en nuestro caso los historiadores castellanos, no hay que entenderlo en un sentido absoluto de ausencia de objetividad por su parte, sino en el relativo del necesario conocimiento por la nuestra de las circunstancias que les afectan, al objeto de someter a crítica sus textos. Aunque, para tranquilidad del lector, de lo que aquí se va a tratar es de descubrir tendencias generales en la creación histórica, no de recoger características, opiniones y obras de un listado de autores más o menos extenso.
2- Los cronistas medievales: los coetáneos y sus sucesores
Seis crónicas medievales hacen referencia expresa a los acontecimientos que nos ocupan. Tres de ellas prácticamente coetáneas, pues fueron redactadas una generación después de que transcurrieran los hechos, y las otras tres van apareciendo a lo largo de los siglos medievales posteriores.
Las tres crónicas coetáneas son la del arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada: De rebus Hispaniae, la llamada Crónica Latina de los Reyes de Castilla, cuyo autor, anónimo, fué contemporáneo a Ximénez de Rada, y la Crónica de los reyes godos, de Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón y condes de Barcelona. También del siglo XIII, pero más tardía, es la anónima Crónica de once reyes. Muy posteriores a los hechos, son dos crónicas de la primera mitad del siglo XV que merece la pena recoger, pese a su distanciamiento en el tiempo, debido a la relevancia de sus autores, ambos navarros, que estaban immejorablemente situados para conocer las interioridades del reino y, por tanto, la consideración que en él se había venido teniendo acerca de la pérdida de territorios vascos bajo Sancho el Fuerte. Uno de ellos es Fray García de Eugui, obispo de la diócesis de Bayona, confesor de Carlos II de Navarra1, que escribió a comienzos del siglo XV sus Canónicas de los fechos de España; y el otro el príncipe Carlos de Viana, cuya Crónica de los Reyes de Navarra data de 1454.
Veamos primero lo que estas crónicas literalmente nos dicen para saber lo que permiten deducir.
A) La literalidad de las crónicas
En su De rebus Hispaniae, Ximénez de Rada, navarro de familia y de nacimiento, después de referir las desavenencias entre aquél de quien era fiel servidor, su señor Alfonso VIII de Castilla, y Sancho el Fuerte de Navarra, así como la entrada del rey castellano en Alava, sitiando Vitoria, para vengar los agravios del monarca navarro, añade:
“Entretanto, cansados los de Vitoria con los asaltos y trabajos del sitio, y extenuados con la falta de víveres, se vieron precisados a entregarse. Pero el venerable García, obispo de Pamplona, agradable por el deseo que tenía de su libertad, reconocida la opresión del hambre, pasó apresuradamente a hablar al rey Sancho en tierra de moros con uno de los sitiados, y declarándole la verdad de las cosas, obtuvo licencia para que se entregase Vitoria al rey de Castilla. Y así volviendo en el tiempo aplazado con aquel caballero que habían enviado los sitiados de Vitoria, les manifestó la orden del rey Sancho para que se entregase la ciudad al rey de Castilla. Con que ganó (“obtinuit” en la versión original en latín) el noble rey Alonso a Vitoria, Ibida, Alava y Guipúzcoa con sus castillos y fortalezas, a excepción de Treviño, que después le fué dado en trueque de Inzur. También dió a Miranda en semejante trueque por Portella; y adquirió (“adquisivit” en la versión original en latín) a San Sebastián, Fuenterrabía, Beloaga, Zegui-tagui, Aicorroz, Aslucea, Arzorocia, Vitoria la Vieja, Marañón, Ausa, Atavit, Irurita y San Vicente”2.
La Crónica Latina de los Reyes de Castilla se expresa en parecidos términos a la de Ximénez de Rada, aunque de forma más puntual y exacta por lo que hace al pasaje que nos interesa, el relacionado con Gipuzkoa:
“Interim vero rex Castelle obsedit Victoriam, et dum duraret obsedio castra omnia circum adiacentia acquisivit3, scilicet Trivinnio, Arganzon, Sancta Cruz, Alchorroza4, Victoriam Veterem, Eslucia, terram que dicitur Ipuzcaia, Sanctum Sebastianum insuper5, Mara-non, Sanctum Vincentium et quedam alia. Tandem redita est ei Victoria, et sic habuit totam Alavam, et terras circum adiacentes, et sic cum victoria reversus est Castellam”6.
La llamada Crónica de los reyes godos, de Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón y condes de Barcelona, hablando de las conquistas de Alfonso VIII en tierras de dominio del rey de Navarra, dice:
“Et el rey de Castiella et el su bon amigo el rey D. Pedro rey de Aragón entraron por Navarra, Runconia et Aivar. Et estas fincaron en Aragón. Et ganaron en Zuram et Miranda, et fueron de Castiella. Et después otra vez el rey de Castiella comenzó guerrear Ibida et Alava, et cercó Vitoria, et D. Sancho rey de Navarra non podiendo sofrir la guerra fuyóse para moros. Et el rey de Castiella tomó Alava, Vitoria, et tomó toda tierra de Puzcoa, fueras ende Trebeño, que fué después dada en concambio por Iguren, et dieron Miranda en cambio por Portella”7.
La, más tardía (1270-1289), Crónica de once reyes, recoge, sintetizándolas, las versiones anteriores, en particular la de Ximénez de Rada:
“Cuenta la estoria, que después desto que se alzó el rey de Navarra que non queríe conocer señorío al rey D. Alfonso de Castilla, nin el debdo que le avie de fazer. El rey D. Alfonso fué sobre él, é ganó veinte e cinco logares entre villas e castiellos que eran muy buenos, é despues de esto vieno a su mesura conosciendo que errara; é tornol ende catorce castiellos , é retovo para sí los once, que fueron éstos, Fuenterrabía, San Sebastián, é la villa de Vitoria la nueva, e Campezo, é Santa Cruz, é toda Alava, é Lipuzca”8.
García de Eugui, en sus Canónicas de los fechos de España9, trata de las guerras entre Alfonso VIII y Sancho el Fuerte, relatando el cerco de Vitoria y su rendición, y añade:
“...Et entonces prisó el rey D. Alfonso Ipuzcoa con sus castillos et sus fortalezas sinon Trivino, que después lo ovo por cambio de Yncaire, et Miranda por Portiella: e la hora ganó Sant Sebastián, et Fontarrabía, et Cogitay, et Asende, e Agayba, e Irruata e Sant Vicent”10.
En su Crónica de los Reyes de Navarra11, Carlos, Principe de Viana, se centra en una de las cuestiones más espinosas de la guerra, el viaje de Sancho el Fuerte a Sevilla para solicitar la ayuda del califa almohade, situando en este momento la mayor ofensiva de Alfonso VIII:
“...el dicho rey de Castilla corrió toda la tierra de Alava é Guipúzcoa é Navarra; é como el poder de la gente suya, e caballería, fuese con el dicho rey de Navarra; e como quiera que Vitoria tubieron sitiada cerca de un año; e otras villas e castillos, e ficieron todo su esfuerzo de se defender; pero finalment, más non lo podiendo facer, hobiéronse de render por fuerza, e ansí tomaron la tierra de Alava é la de Guipúzcoa injustament”12.
B) Consideraciones respecto al conjunto de crónicas
Evidentemente, salvo García de Eugui y Carlos de Viana, los demás cronistas están al servicio de los reyes castellanos y el tono habitual que emplean es elogioso para éstos, lo que en principio pudiera hacer sospechosas de parcialidad sus narraciones si no fuera por la sencillez con la que relatan los acontecimientos que nos interesan. En efecto, la parquedad es la tónica general de todas las crónicas vistas. Salvo el caso, comprensible, del Príncipe de Viana, los restantes autores no entran en juicios de valor ni siquiera en precisiones acerca de la forma en la que se produjo la incorporación de Gipuzkoa.
Por otra parte, tampoco parece justificado poner en duda el conocimiento que de los hechos tenían los primeros cronistas. El navarro Ximénez de Rada vivió en los años en que tuvieron lugar, aunque escribiera cuarenta años más tarde, y le preocupaban especialmente por afectar a su país de origen. Aún más fiable es la Crónica Latina de los Reyes de Castilla, algo anterior en fecha, pues se terminó de escribir en 1236, y en el mismo texto consta que se estaba redactando ya antes de 1230. Constituye una de las fuentes más puras y copiosas de Castilla para esta época13. La Crónica de once reyes, en general, recoge muchas veces aportaciones de juglares y tradición oral para rellenar datos de algunos reinados, cosa que no hace en el de Alfonso VIII, para el que considera insustituíble a Ximénez de Rada.
Respecto a los cronistas navarros tardíos, García de Eugui, a quien en general gustaba adornar sus relatos históricos con fábulas maravillosas y extravagantes14, por lo que nos interesa se limita a una escueta relación de los hechos. El texto del Príncipe de Viana es el único que hace extensiva a los demás territorios adquiridos por Alfonso VIII la resistencia ofrecida por Vitoria y la consiguiente rendición por las armas a Castilla, lo que, si bien puede responder a la verdad, también cabe considerarlo una versión más honrosa de la pérdida de los territorios vascos por parte de los monarcas navarros que la de su adhesión voluntaria al rey castellano15.
Para todos ellos, castellanos y navarros, la incorporación de Gipuzkoa es parte menor de un todo, un simple episodio de la guerra entre Castilla y Navarra inmerso en cuestiones de mucha mayor relevancia. Así los previos acuerdos de alianza y reparto del territorio navarro con Aragón, de los que derivaban los enfrentamientos anteriores, unos y otros reforzados en su justificación por esa desesperada búsqueda de apoyo que el excomulgado Sancho el Fuerte persigue en tierras musulmanas, dejando el reino, por decisión papal ya desde antes en entredicho y por tanto a disposición de cualquier príncipe conquistador cristiano, abandonado a su suerte16. De ahí y, al parecer, de la negativa del navarro a reconocer al rey castellano como señor, procede al menos parte del problema de fondo que subyace en las crónicas: la necesaria legitimación de Alfonso VIII para hacerse con los territorios vascos.
Otra cuestión central es el mismo desarrollo de los acontecimientos: la incursión en tierras navarras que da pié, debido a la defensa que de la plaza se efectúa, al sitio de Vitoria, durante el cual tiene lugar propiamente la incorporación de las restantes fortalezas y castillos existentes, concluyendo el suceso con las circunstancias de la rendición de la villa, previa autorización de su señor navarro, y con las paces posteriores en las que se acuerdan cambios y trueques de plazas.
De la cuidadosa enumeración de lugares, nos interesa particularmente el hecho de que se diferencien en el actual territorio guipuzcoano distintas entidades: por una parte, plazas fortificadas, como Aitzorroz, San Sebastián, que tenía su propio tenente, y Fuenterrabía, ubicadas estas dos últimas en zona perteneciente al realengo de Navarra, y por otra la tierra de Gipuzkoa, indistintamente llamada también Ipuzcaia, Puzcoa, Lipuzca o Ipuzcoa, originariamente integrada en la “tenencia” de Alava. Es decir, aunque todos estos términos son de dominio del rey navarro, sobre los que éste ejercita acciones de gobierno y de jurisdicción, su naturaleza jurídica no es la misma. En un caso, la zona de realengo, se trata de territorios propiedad de la corona, independientemente de que ésta haya podido ceder parcelas de los mismos, mientras que en el otro son tierras libres, de propiedad comunal o nobiliar en origen. Tal vez por eso, cuando Alfonso VIII, arrepentido, determina en su testamento que se le devuelvan al rey de Navarra ciertos territorios injustamente retenidos por el monarca castellano, se está refiriendo a la zona atribuída al realengo navarro, que, según Arocena17, iría desde San Martín de Arano18, límite de la demarcación de San Sebastián, hasta Fuenterrabía.
En suma, seguimos ante una cuestión de legitimidad que se ventila entre Navarra y Castilla. Las distintas tierras que conformarán la futura provincia de Gipuzkoa no son más que entidades separadas en un contexto de diversas adquisiciones, y nada permite inferir la existencia de un trato preferencial o simplemente distinto de los territorios guipuzcoanos respecto a los demás. Los historiadores posteriores retendrán esta ausencia de mención explícita de pacto, y tratarán de deducir la forma en la que se produjo la incorporación a partir de lo único que tenemos: la interpretación de los términos verbales empleados por los cronistas al narrar el suceso.
El problema reside en que del “obtuvo”, “adquirió”, “tomó”, “ganó”, “prisó” y “tomó” se van a extraer, según los autores, dos conclusiones hasta cierto punto contradictorias, ya que, con arreglo a distintos diccionarios de autoridades, esos verbos se pueden entender, aún con matices diferenciales, de dos maneras: por fuerza o por voluntad, indistintamente19. Así, para unos serán términos indicativos de conquista militar, con violencia, alevosía y amaño, y otros los interpretarán como indicativos de facilidad en la ganancia, es decir, bien libre entrega negociada a Castilla bien reconocimiento de Alfonso VIII más o menos obligado por las circunstancias y en beneficio propio por parte de los diversos “tenentes” y notables.
3- Del siglo XVI al XVIII: siguiendo a Garibay
Desde el siglo XVI al XVIII, prácticamente sin desacuerdos de talla, domina en el panorama historiográfico la interpretación que de los sucesos hace en 1571 un gran cronista del reino de Castilla, el guipuzcoano Esteban de Garibay.
A) La versión de Garibay
Garibay, que asegura escribir conforme a la crónica del arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, nos suministra dos narraciones distintas, aunque substancialmente coincidentes, acerca de la incorporación de Gipuzkoa. Primero, narrando las peripecias de la guerra en el contexto de la historia de los reyes castellanos, sobre cómo Alfonso VIII, con su poderoso ejército, entraba por Alava y tenía sitiada a Vitoria, dice:
“...viendo la provincia de Guipúzcoa tan inmediato al monarca castellano, deseando tornar a la unión pasada de la corona de Castilla, trató sus negocios y formas de asiento con el rey D. Alonso, al qual pidiendo que en persona entrase en ella, lo hizo así, dexando en la continuación del cerco de Vitoria a D. Diego López de Haro con el exército. Concluídos los negocios, Guipúzcoa se encomendó al rey D. Alonso poniendo en su poder las fortalezas que a la sazón había en ella, conque el rey volvió contento a continuar el cerco de Vitoria”20.
Y, más adelante, a propósito de la historia de los reyes de Navarra, relata los sucesos de forma más extensa y precisa, indicando las causas que empujaron a Gipuzkoa a entregarse al rey de Castilla:
“Continuando el rey D. Alonso el asedio de Vitoria, la provincia de Guipúzcoa deseando por muchos respectos volver a la unión de la corona de Castilla, por desafueros que según por tradición antigua se conserva entre las gentes hasta hoy día, habían los años pasados recibido de los reyes de Navarra, en cuya unión había andado en los setenta y siete años pasados, siguiendo en lo próspero y adverso a los reyes de Navarra, embió a tratar con el rey don Alonso sus intentos y le significaron que si personalmente fuese a concertar y convenir la unión suya, se apartaría de Navarra.
Este negocio siendo muy deseado por el rey de Castilla, luego entró en Guipúzcoa en persona, dexando en su lugar en la continuación del cerco de Vitoria a don Diego López de Haro, y asentaron sus cosas y convenios encomendándose a la protección suya. Para cuyo efecto le entregaron la tierra, especialmente las villas de Sanct Sebastián y Fuenterrabía, y la fortaleza y castillo de Veloaga, que es en el valle de Oyarzun, que son en la frontera de Francia. En cuya tierra con ésto hacía el rey D. Alonso libre entrada para los pretensos que le podía resultar, especialmente en el Ducado de Guiena patrimonio de Inglaterra...De esta forma el Rey de Castilla obtuvo la provincia de Guipúzcoa sin ningún rigor de armas, y en algunas memorias de tal manera se refiere esto, que dicen haber entrado el rey don Alonso en esta tierra con sólos veinte de a caballo de su servicio”21.
La idea de la existencia de un pacto, que se trasluce en los dos textos, procede de un razonamiento a posteriori, propio o recogido de alguna tradición oral, pues Garibay no aduce documento alguno en que tal cosa conste. Hay que tener en cuenta que la posibilidad de la existencia de un pacto era fundamental con arreglo al pensamiento jurídico de la época, pues el derecho de conquista implicaba que el territorio conquistado pasaba al realengo, es decir, al patrimonio del monarca que, por tanto, podía disponer de él con entera libertad. Esta facilidad de disposición podía tener algunas consecuencias funestas para aquellos términos que hasta entonces, por su condición de originariamente libres o por privilegios regios, hubieran disfrutado de situaciones limitativas de la actuación del príncipe. En particular, era factible su conversión en señoríos, mediante su cesión a un señor, y, por citar sólo las menos favorables, cabía gravarles con nuevos tributos hasta entonces allí no impuestos, o no enteramente, y también proceder a reclutamientos militares en zonas antes exentas.
De ahí que se insistiera en que un territorio no había sido nunca conquistado por ajenos, sino que siempre había pertenecido a sus naturales, que por lo mismo no eran pecheros, habitantes de tierra realenga, no propia, sino hidalgos conquistadores de la tierra en que vivían, libres, exentos de pechas.
Garibay escribe a finales del XVI, y es perfectamente conocedor del esfuerzo que desde mediados del XIV, por lo menos, habían venido realizando sus paisanos por conseguir el reconocimiento de una hidalguía que, simultáneamente a la exención tributaria que lleva aparejada, aquí se pretende universal22. Son las villas las que en ese período explotan el mecanismo hidalguía mas exención, y a la inversa, obteniendo a nivel local primero la confirmación por parte del poder regio de privilegios fiscales para algunos de sus pobladores, los de manifiesto origen noble, para hacerlos después extensivos a la comunidad vecinal en su conjunto. La asunción a nivel provincial, para la generalidad de los guipuzcoanos, de lo conseguido particularmente en el plano municipal, constituirá el imprescindible paso previo a la definitiva formulación jurídica de esa universalidad, proclamada y sancionada por el monarca en las primeras décadas del siglo XVI.
Para entender el largo protagonismo de la preocupación por la honorabilidad en la historia de la provincia, hay que tener en cuenta que la suprema justificación de la nobleza guipuzcoana reposaba enteramente sobre el argumento de la no existencia de pecheros entre los naturales de la tierra, debido a su incontaminada ascendencia. Lo que menos importaba, al hilo del Quinientos, era la falsedad histórica del argumento, pues a la postre todo dependía del punto de partida en el que uno se situara. Echando la vista atrás, resultaba innegable, por lo documentada, la realidad de los pecheros en las villas y pueblos de Gipuzkoa, pero tan cierto y demostrable era el reconocimiento por parte del rey de su práctica inexistencia desde finales del siglo XIV.
Y es con objeto de preservar la envidiable situación creada a partir de ese reconocimiento, por lo que se elabora toda la reglamentación provincial sobre la hidalguía de los guipuzcoanos. Se trata pues de una normativa reveladora de un tenaz empeño pro-nobiliar colocado ahora a la defensiva, ante el temor de que las nuevas circunstancias operantes en el siglo XVI alteren el frágil equilibrio conseguido cien años antes.
Bajo este punto de vista se entiende perfectamente la interpretación que Garibay, aparentemente un tanto desconocedor de la inexistencia de unidad política en el territorio de la futura Gipuzkoa durante el alto medievo pero coherente con el pensamiento y las preocupaciones de su época, hace de los sucesos de 1200. Una interpretación que posiblemente era la que había venido sosteniéndose en medios provinciales, pues es la única que encaja con la defensa de una hidalguía universal guipuzcoana.
B) Los historiadores posteriores
En términos generales, los historiadores castellanos posteriores aceptan y siguen la versión ofrecida por un Garibay en absoluto sospechoso de parcialidad localista, puesto que su manera de ver las cosas coincide con el tratamiento que desde la corona se dió a Gipuzkoa durante el Antiguo Régimen. A mayor abundamiento, en fecha tan tardía como 1752 una real cédula de Fernando VI, que fué regularmente confirmada hasta 1814, sigue recogiendo exactamente la interpretación dada por el guipuzcoano:
“Me hizo presente el Consejo en consulta de 6 de junio de este año las circunstancias que ocurren en la citada provincia, que tanto han mirado siempre los señores reyes, mis gloriosos progenitores, para no permitir novedad alguna turbativa del pacífico estado y buen gobierno que ha tenido con sus fueros, privilegios, usos y costumbres; pues las hechas o intentadas en varios tiempos las reformaron luego que reclamó de ellas la provincia, dexándola en su entera exención y libertad; con que siendo de libre dominio se entregó voluntariamente al señor D. Alonso VIII, llamado el de las Navas, el año de 1200, baxo los antiguos fueros, usos y costumbres con que vivió desde su población, y en que continuó hasta que ella misma pidió al señor rey D. Enrique II se reduxesen a leyes escritas, de que se formó el volúmen que tiene de sus fueros impresos con pública autoridad y real aprobación”23.
Vamos a fijarnos en dos de esos autores seguidores de Garibay, suficientemente ilustrativos de los demás: Juan de Mariana y Alonso Núñez de Castro.
En su Historia general de España, texto profusamente utilizado para aprender y enseñar la historia propia por parte de generaciones de alumnos y profesores, reflejo y motor de creación de un estado de opinión, el jesuíta Juan de Mariana (1536-1623) cuenta así el suceso que nos interesa:
“El rey don Alonso...no aflojaba...el cuidado de la guerra que pensaba hacer a los navarros, ni cesaba de amonestar al rey de Aragón que juntase con él las fuerzas y las armas...
...La verdad es que pasado el rey don Sancho en Africa, los reyes de Castilla y de Aragón se metieron por Navarra como por tierra sin dueño y sin valedor...puso también cerco sobre Victoria, cabeza de Alava; y porque se defendían los ciudadanos valientemente y el cerco se dilataba, dejando en su lugar a don Diego de Haro para apretallos, el rey se partió a Guipúzcoa, una de las tres provincias de Vizcaya, la cual, irritada por los agravios de los navarros, estaba aparejada a entregársele, como lo hicieron luego, ca rindieron al rey todas las fuerzas de la provincia; lo que también al fin hizo Victoria, perdida la esperanza de poderse defender, y por su autoridad todas las demás villas de Alava.
Sólamente sacaron por condición que no les pudiese el rey dar leyes ni poner gobernadores, excepto en Victoria sólamente y Treviño, lugares y plazas en que se permitía que el rey pusiese quien los gobernase”24.
En cuanto a Alonso Núñez de Castro, en su libro Crónicas de los Señores Reyes de Castilla, don Sancho el Deseado, don Alonso el Octavo y don Enrique el Primero, impreso en Madrid, en 1665, va aún más allá que el propio Garibay, a quien tacha de haber hablado de la incorporación de Gipuzkoa sin suficiente conocimiento de causa25. Núñez de Castro admite, y recoge, extractándolo ampliamente en su crónica de Alfonso VIII, la existencia y autenticidad de un documento que contendría el supuesto pacto de anexión de Gipuzkoa a Castilla. Documento cuyo original, dice, se hallaría en el Archivo de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, y que Fray Luis de la Vega publicó en su historia de la vida de San Jerónimo. Más tarde se comprobó que en ese archivo ni en su inventario aparecía tal documento26.
Parece que lo que da por bueno Núñez de Castro no es sino la escritura falsificada por A. de Lupián Zapata y presentada como auténtica a las Juntas Generales de Cestona de abril de 1664, a fin de cobrar los cuatro mil ducados que la Provincia había prometido a quien encontrase prueba documental del supuesto pacto de anexión.
La realidad es que ya desde mucho antes la búsqueda de tal prueba estaba siendo promovida de forma recurrente por las instituciones guipuzcoanas, insuficientemente seguras ante el cambio de los tiempos de la conservación de sus privilegios y particularidades sobre la única base de la creencia tradicional, unánime y universal de los guipuzcoanos, generación trás generación, de que tal convenio existió, tal y como así había venido siendo repetidas veces proclamado por ellos institucionalmente sin contradicción de los monarcas. El único fruto concreto que dió la búsqueda fué la citada escritura, cuya autenticidad fué rechazada por las mismas Juntas a las que se presentó, posiblemente debido a los burdos errores geográficos e históricos en ella contenidos.
4- Los historiadores del siglo XIX
Desde los mismos principios del siglo XIX, el prácticamente unánime seguimiento a la tesis de Garibay que había venido haciendo la historiografía castellana se escinde en dos corrientes: por una parte los que continúan sosteniendo la interpretación del guipuzcoano y, por otra, los innovadores, que reniegan de ella y proponen una explicación diferente de la forma en la que se produjo la definitiva incorporación de Gipuzkoa a Castilla.
A) Las nuevas corrientes
Las nuevas corrientes son hijas de la época, pues se inscriben por una parte en la vigorosa renovación metodológica introducida en el oficio de historiar, y por otra en un contexto político que se pretende superador del antiguo régimen. El nuevo método histórico, con la relevancia que otorga a los documentos coetáneos a los sucesos que, una vez pasados por el tamiz de la erudición y de la crítica, se constituyen como únicos referentes de verdad, deja en un segundo plano los relatos históricos únicamente sustentados por el prestigio o autoridad del autor. Tampoco el contexto político, dominado, en su vertiente revolucionaria, por presupuestos teóricos constitucionales y necesidades prácticas hacendísticas, es propicio al mantenimiento de creencias tradicionales que actúan como cimientos de situaciones heredadas.
Seguramente por todo ello, se le niega a Garibay un valor de verdad que se les reconoce a los cronistas contemporáneos o próximos al año 1200. Abellá es uno de los primeros historiadores que emprende este camino, seguido muy de cerca por quien lo lleva a término, el famoso Llorente.
La preocupación por los fundamentos documentales es la primera razón que según Abellá justifica el cuestionarse la orientación historiográfica dominante:
“Todos nuestros historiadores, apoyados en lo que dice Garibay, han creído que la entrega de Guipúzcoa a D. Alonso VIII fué voluntaria; y aún añaden algunos que este rey en una escritura...prometió guardar a los guipuzcoanos los fueros, libertades y exenciones que gozaban desde tiempo inmemorial. No es mi ánimo oponerme a los privilegios que goza Guipúzcoa, a los quales se ha hecho muy acreedora por su constante lealtad y distinguidos servicios en obsequio de los soberanos a que ha estado sujeta; pero el amor de la verdad y las estrechas leyes de la historia nos obligan a referir los sucesos, según constan en los antiguos escritores, copiando sus mismas palabras, para que el crítico juicioso forme la opinión que tengan por más segura y apoyada”27.
Trás recoger los textos de esos escritores, Abellá, en sus conclusiones, irrumpe en contradicción entre sus criterios como historiador, los que acabamos de citar, y la postura que, no obstante, le aconseja la prudencia y, tal vez, la ecuanimidad, adoptando una especie de vía media. Aunque en principio no se inclina por alguna de las posibles formas de incorporación, acaba haciéndolo en favor de la más próxima no ya a Garibay sino a la versión hasta entonces oficialmente aceptada:
“En vista de tan repetidos testimonios de los escritores que trataron del modo con que D. Alonso VIII adquirió la provincia de Guipúzcoa, no nos atrevemos a determinar si fué por conquista, como dan a entender los autores citados, o si, lo que parece más regular, conociendo el riesgo próximo que la amenazaba, procuró evitar prudentemente el rigor de las armas, entregándose voluntariamente al rey de Castilla. Esto se ha creído siempre por nuestros historiadores, y así se dice en una real cédula de Fernando VI, su fecha en Buen Retiro a 8 de octubre del año de 1752, que se halla impresa en el suplemento de los fueros de Guipúzcoa...”28.
Llorente, por el contrario, es coherente desde el principio hasta el final de su argumentación, de la postura inicial a las conclusiones. Su objetivo es hacer ver la equivocación de Garibay y de los que le siguen, por haberse dejado llevar de las opiniones recibidas sin examinar la materia en sus fuentes originales, que Llorente recoge de Abellá. La forma de la incorporación es pues la que esas fuentes indican, que Llorente entiende como “un derecho riguroso de conquista con la fuerza de las armas y tratados posteriores entre los monarcas”29.
Carece por tanto de sentido el hablar de pacto alguno, que ni en la documentación de la época tiene fundamento ni la naturaleza política de la Gipuzkoa de 1200 lo posibilitaba. A mi juicio, toda la fuerza de la postura de Llorente reside en este último argumento. Si, en efecto, el pacto, verbal o escrito, eso es lo de menos desde el punto de vista del mero razonamiento, hubiera existido, surgen de inmediato dos preguntas claves, que Llorente acertadamente planteará: ¿quién pactó? y ¿qué se pactó?. Las respuestas que él proporciona, discutibles respecto al entero proceso explicativo, son en su esencia de difícil refutación.
Efectivamente, ¿quién pudo pactar entonces con el rey de Castilla?
Diferencia Llorente entre dos tipos de situaciones a las que se ajustaban los territorios guipuzcoanos, por un lado los pueblos fortificados y por otra los abiertos. Los primeros, dice, pertenecían al realengo, y el rey otorgaba ese señorío en “honor”, el cual “señorío honorario” sólo duraba tanto cuanto el gobierno a voluntad del soberano. Sus habitadores eran vasallos del rey. Por el contrario, los pueblos abiertos no estaban en el real patrimonio de la corona sino que eran de behetría, lo que significaba que sus moradores, siendo tan vasallos del rey como los de poblaciones fortificadas, además lo eran de aquel a quien ellos querían elegir como señor. Ni estos ni aquellos eran libres e independientes, luego los guipuzcoanos altomedievales no componían un cuerpo de nación soberana, de manera que ni dieron ni pudieron dar a Alfonso VIII la soberanía de la provincia de Gipuzkoa, porque no la tenían30.
Aunque muy influído por las teorías soberanistas del momento, y excesivamente condicionado en su argumentación por la creencia, de raigambre muy posterior a la época de los sucesos, en una actuación todopoderosa y exclusiva del príncipe, Llorente sin embargo abre una seria brecha en la tesis de Garibay al poner de relieve una indiscutible verdad histórica: la inexistencia en 1199 de una Gipuzkoa configurada como entidad política. Luego la primera cuestión a resolver, previa a entrar en consideraciones sobre lo que cabía o no pactar, es la de cual era esa configuración y quienes ostentaban la legitimidad política o tenían capacidad necesaria para poder pactar en las distintas partes del futuro todo. A Llorente, que persigue otros objetivos, como la cuestión no le preocupa la deja sin resolver enteramente, cosa que sólo harán los historiadores actuales, pero ya en un contexto y con unas inquietudes diferentes.
De lo que sí se ocupa extensamente Llorente es de la segunda cuestión: ¿qué pudieron pactar esos guipuzcoanos altomedievales que no eran soberanos de sí mismos ni de su patria?
Según la tradición proveniente de Garibay, se pactó el mantenimiento de los fueros, el respeto del monarca al derecho e instituciones político-jurídicas que regían en los distintos territorios existentes en el año 1200. Ahora bien, dice Llorente, y dice bien, Gipuzkoa no tuvo fuero escrito hasta el último cuarto del siglo XIV:
“Los Guipuzcoanos mismos conocen y confiesan la inexistencia de tales fueros provinciales, pues en el discurso preliminar de la recopilación de leyes y fueros de Guipúzcoa, hecha en 1696, dixeron expresamente que no habían estado reunidos en una forma de gobierno provincial hasta don Alfonso XI, que comenzó a reinar en 1312, ni tenido leyes y fueros por escrito hasta 1375”31.
De manera que no hubo fueros provinciales ni cuerpo político de provincia que los pudiese adquirir y tener hasta más de un siglo después de la definitiva incorporación a Castilla.
Lo que no obsta para que existiesen usos y costumbres, un derecho consuetudinario de transmisión oral que Llorente reconoce (“cada pueblo se gobernaba por usos y costumbres”) pero al que su mentalidad legalista no concede valor suficiente para ser objeto de pacto. Pacto por el que, en este hipotético caso, el monarca hubiera podido comprometerse a respetar no un texto concreto sino un fuero formal. Sin embargo, esta solución es demasiado simplista, pues ese derecho consuetudinario no era único ni general, sino propio de cada territorio, en razón de la diversidad de entidades territoriales, y particular de cada grupo social según la pluralidad de condiciones jurídicas de las personas32. Lo que nos lleva de nuevo a la primera cuestión no resuelta de quiénes eran los sujetos que estaban en disposición de poder llegar a acuerdos con Alfonso VIII.
A modo de conclusión y resumen de lo por él dicho, dejemos hablar al propio Llorente:
“Conquistada por Alfonso VIII, año mil y doscientos, no volvió a salir de la corona de Castilla. No hay instrumento alguno en que conste que la provincia se entregase voluntariamente baxo de pactos. Ni la historia nos ofrece motivos de presumirlo contra lo que resulta de los escritores coetáneos, que refieren su adquisición como efecto de la fuerza de las armas. Los pueblos de que ahora consta la provincia no formaban entonces un cuerpo político: cada uno se gobernaba por sí mismo con dependencia del rey y sus leyes. El nombre de Guipúzcoa sólo pertenecía en propiedad al territorio que hoy es del obispado de Pamplona.
En estas circunstancias, ¿cómo había de haber pactos entre el rey y la provincia que no existía? ¿cómo sus fueros provinciales han de tener origen de contrato relativo a la supuesta entrega voluntaria?33
No caben pactos ni personas entre quienes celebrarse al tiempo de la conquista de don Alonso VIII. Todos son privilegios, concesiones, gracias y mercedes que los soberanos de Castilla quisieron hacer con atención a la esterilidad del país, a la necesidad de fomentar sus moradores, para que no decayera su población, y a los muchos, grandes y relevante méritos que contraxeron los Guipuzcoanos en todos tiempos a favor de la monarquía, los cuales siempre fueron apreciables y dignos de remuneración, pero con especialidad en cuantas épocas hemos tenido guerra con Francia”34.
Puesto en el aprieto de explicar el contenido de un pacto, de naturaleza verbal, en el que cree, el a mi juicio mejor cronista de la historia guipuzcoana, Gorosabel, reconoce que no es fácil dar una respuesta categórica, sólida y fundada en datos seguros y firmes sobre cuáles eran los fueros, usos, costumbres y exenciones de Gipuzkoa en ese momento. A título de presunción, considera que podían ser los mismos que tenía inmediatamente antes de la anexión, continuados en lo substancial hasta esos años finales del siglo XIX en que él escribe35. Es decir, lo dispuesto en ordenanzas acerca del gobierno provincial desde 1375, exenciones fiscales, militares y aduaneras, obtenidas en distintos momentos históricos, y la primera instancia en lo judicial de los alcaldes de las villas, según consta en los fueros municipales que las crean, de los que el único anterior a 1200 es el de San Sebastián.
La tesis de la conquista por la fuerza de las armas, enérgicamente defendida por Llorente como acabamos de ver, no hace en definitiva sino retomar la sostenida por el Príncipe de Viana y otros cronistas navarros, al margen de los argumentos, razonamientos y objetivos perseguidos en ambos casos. Fué también la defendida por ciertos historiadores vascos de finales del XIX y comienzos del XX, como Labayru y Ortueta. Basándose en la exhumación del testamento de Alfonso VIII por el Padre Fita, entendieron que en la claúsula de devolución por contrito arrepentimiento de algunos territorios injustamente detentados, se incluía el de Gipuzkoa, lo que pensaron era una expresa confirmación de que había sido conquistada por fuerza militar o por innoble amaño36.
B) La tradición de Garibay
A título de simple muestra, puesto que ya se ha tratado suficientemente del contenido y justificación de la tesis de Garibay, cabe recoger la versión dada por un muy conocido y difundido, incluso bastante más allá de su época, historiador, Modesto Lafuente, que en el último cuarto del siglo XIX relata así los sucesos de 1200 en su Historia general de España37:
“...el de Castilla reincorporó a su corona Guipúzcoa, “que por muchos respectos lo deseaba, dice un historiador (se refiere a Garibay, a quien cita en nota), por desafueros que aquellas gentes habían los años pasados recibido de los reyes de Navarra, en cuya unión había andado los setenta y siete años pasados “...A la rendición de Vitoria siguió la de todo lo de Alava y Guipúzcoa, y quedaron estas provincias incorporadas a la corona de Castilla, jurando el rey guardar sus leyes y fueros a todos sus moradores (cita en nota a Ximénez de Rada y a Moret)”.
Evidentemente, no hay aquí visos, ni posiblemente pretensión, de investigación, sino mera recogida de aportaciones anteriores en una historia que se quiere general. Pero es significativo que setenta años después de la reacción anti-Garibay protagonizada en nombre de la ciencia histórica por la Academia de la Historia y por Llorente, se siga concediendo mayor crédito a aquél que a estos. Bien es verdad que los tiempos habían cambiado y, cedidos los entusiasmos revolucionarios de los primeros momentos constitucionales, tendentes a la consecución y justificación histórica de la igualdad y la uniformidad entre los españoles, vía supresión de particularidades consideradas como privilegios, se había pasado políticamente a una situación mucho más conservadora a propósito de las tradiciones culturales, institucionales y jurídicas de los antiguos territorios hispánicos. Buena muestra de ello es esa alusión explícita al juramento regio de respetar los fueros, que para nada aparecía en aquél a quien se cita, Ximénez de Rada, ni tampoco en Garibay, que ignora semejante fórmula jurídica.
5- La historiografía actual
En general, los historiadores actuales manifiestan una menor preocupación por la forma en la que se produjo la incorporación de Gipuzkoa y un interés mucho mayor por las razones que, desde los territorios incorporados, la posibilitaron.
A) Sobre la forma de la incorporación
Prácticamente existe unanimidad en considerar que no se produjo conquista militar, pues ni las fuentes hablan de ella ni parece fuera posible en un espacio de tiempo tan corto, entre el mes de agosto de 1199 y el de enero de 1200. No obstante, algunos historiadores aceptan, sin matizaciones, la idea del pacto, mientras que otros reducen su importancia.
Así, un especialista en el reinado de Alfonso VIII, Julio González, que admite operaciones militares durante el transcurso de la campaña, afirma que en el caso de la incorporación de Gipuzkoa sólo cabe hablar de pacto. A ello le induce el término “acquisivit” de la Crónica Latina de los Reyes de Castilla, la sencillez de la ganancia, el silencio sobre posibles hechos de armas, y también la situación posterior. Todo ello no parece indicar otra cosa que una entrega pactada, máxime teniendo en cuenta que los guipuzcoanos, como los alaveses, sabían las escasas fortificaciones o villas de consideración que tenían para oponer a un ejército como el que asediaba Vitoria38.
Más cercano a la historia de la provincia, mejor conocedor y cultivador de ella, Gonzalo Martínez Díez prefiere hablar de negociaciones que de pactos, pues las crónicas no dicen nada acerca de pactos escritos ni mucho menos de un acuerdo político cuasiconstitucional con una colectividad que como tal no tenía todavía ninguna existencia público-jurídica, ni contaba con los presupuestos estructurales básicos para presentarse como tal colectividad en una negociación39. Tanto el “obtinuit” de Ximénez de Rada como el “acquisivit” de la Crónica Latina parecen indicar cierta facilidad en la sumisión, lo que podría haberse traducido en negociaciones de interés para ambas partes.
En definitiva, se viene a coincidir en que se trataría de una cesión voluntaria pero fuertemente condicionada por la debilidad de las fortalezas alavesas y guipuzcoanas, con excepción de Vitoria, y por el conocimiento que los que estaban obligados a su defensa tenían sobre la desesperada situación de su señor, el monarca navarro, ausente del reino, excomulgado y en entredicho sus tierras. Si bien en el caso alavés parece que la responsabilidad de las negociaciones recae en aquéllos que habían recibido del rey navarro en “honor” las distintas “tenencias” en las que se dividía el reino para su mejor gobierno, y a los que por tanto competía su defensa, sin embargo el caso guipuzcoano es menos claro.
Como dice Martínez Díez, en este territorio sólo conocemos dos tenencias, la de Aitzorrotz y la de San Sebastián, luego hay que pensar que, junto con esos dos “tenentes”, otras fuerzas vivas actuaron como determinantes del cambio de soberanía: los alcaides de las fortalezas, los notables del país y los representantes de los gascones que poblaban San Sebastián y Fuenterrabía. Con todos estos se mantendrían conversaciones y ellos son los que, en la angustiosa situación que atravesaban, acabaron por preferir la soberanía de Alfonso VIII de Castilla a la de Sancho VII de Navarra40.
B) Sobre los motivos guipuzcoanos
Si, según dicta el sentido común, el contexto histórico y la historiografía, la incorporación de Guipúzcos fué obra de las negociaciones entre el monarca y los cabecillas locales de la nobleza, los intereses personales de éstos debieron entrar fuertemente en juego a la hora de jurar fidelidad a Alfonso VIII.
Ladero Quesada dice en este sentido que la sencillez con que nobles navarros y vascongados pasaron a la fidelidad del monarca castellano se explica en el contexto de una organización nobiliar organizada en linajes, dueña de los instrumentos de fidelidad y relación vasalláticos, muy potente por sus propiedades, sus mesnadas, sus “prestimonios” y sus “tenencias” y oficios. Así se entiende que tenentes y notables fueran los dueños efectivos del país, actuando como intermediarios forzosos entre éste y el rey, y siendo capaces de buscar su promoción en el cambio de reino o, en algún caso, incluso en la aproximación a los almohades41.
La historiografía contemporánea se preocupa por descubrir las razones internas que llevaron a esa nobleza de la tierra guipuzcoana a cambiar de señor, cosa que parece se debió a su disconformidad con la actuación de los últimos monarcas navarros y también al atractivo de un reino de Castilla en plena expansión.
Respecto a lo primero, que ya Garibay apuntaba, durante las dos últimas décadas anteriores al 1200 tanto Sancho VII como el propio Sancho el Fuerte de Navarra habían ido introduciendo en su reino reformas tendentes a fortalecer el poder regio particularmente en aquellos territorios donde éste era más débil. Bajo esta perspectiva sitúa Fortún Pérez de Ciriza la nueva articulación de Alava, Gipuzkoa y el Duranguesado:
“Eran tierras que durante siglo y medio habían oscilado entre Castilla y Navarra y donde la autoridad del monarca no se proyectaba directamente, sino a través de una red nobiliaria que asumía la representación y el gobierno efectivo de estos territorios, además de detentar la práctica totalidad de los bienes raíces. El patrimonio de la Corona, el realengo, tenía escasa presencia en ellos, lo cual limitaba la capacidad de maniobra del soberano. Sancho el Sabio se propuso modernizar estos territorios e incrementar su control sobre ellos mediante la creación de una red urbana y la implantación del sistema de “tenencias”42.
A ese propósito respondió en 1180 la fundación de San Sebastián, a la que, al margen de objetivos políticos de control, se le adjudicaba la función económica esencial de servir de puerto para el comercio navarro. En el mismo sentido actuará Alfonso VIII, poblando la costa y protegiendo los nuevos establecimientos desde Deva hasta Fuenterrabía, dentro de una más amplia perspectiva de desarrollo comercial y marítimo que comprendía todo el litoral cantábrico, incluso con la posibilidad de extender su influencia hasta Gascuña, dote de Leonor de Aquitania, esposa del monarca.
Respecto a la reorganización del sistema de “tenencias”, dice Fortún Pérez de Ciriza que la macrotenencia de Alava fué desintegrada y sustituída por distritos más pequeños al objeto de permitir al monarca un control más eficaz del territorio. A partir de 1181, en que aparecen las tenencias de Vitoria, Treviño y otras, el antiguo gran distrito alavés queda reducido a una parte de la Llanada y Gipuzkoa, con sede en la fortaleza de Aizorroz. Al frente de estas tenencias el rey colocó a hombres fieles, en mucho casos, al menos en un primer momento, ajenos al territorio. Esta circunstancia, junto con la misma multiplicación de las tenencias y la introducción de núcleos urbanos, generó descontento entre la nobleza local, de manera que la reestructuración del espacio vascongado sentó las bases de su posterior inclinación a Castilla en 120043.
En suma, la disconformidad con las reformas navarras más recientes que, a la vez que fortalecían el poder real, lesionaban los intereses de quienes hasta entonces habían sido dueños efectivos del país, les indujo a cesar en la obediencia a su señor natural y ésto, en palabras de García de Cortázar: “fué la respuesta de los hidalgos, de los “milites alaveses”, frente a lo que estimaban un ataque de su monarca a sus tradicionales bases de poder”44.
La historiografía baraja un segundo motivo de la desafección, posiblemente tan fuerte como el del resentimiento, el de la ambición generada por las mayores perspectivas que ofrecía el reino de Castilla frente al de Navarra. La misma nobleza, y sobre todo los notables locales y los emprendedores gascones de las poblaciones costeras debieron sopesar, según Ladero Quesada, las ventajas de integrarse en un reino con mayores posibilidades tanto para el desarrollo de su poder como para la participación en empresas conquistadoras y colonizadoras. Hay que tener en cuenta que por aquellos años, las guerras contra el Islam, a pesar de fuertes contratiempos, demostraron que Castilla era el oponente principal de los almohades y que estaba ya en condiciones de acceder al alto valle del Guadalquivir45.
De nuevo las razones que jugaban en favor de Castilla nos llevan al que a mi modo de ver es el punto crucial de la cuestión: dichas razones las sopesaron y las encontraron favorables, a sus intereses evidentemente, aquéllos que tenían capacidad de decisión. Y al hilo de esos intereses se desarrollaron las negociaciones o las entregas. Entender que coincidían con los del conjunto de los habitantes del territorio es trasponer conceptos contemporáneos a épocas pretéritas que tenían los propios, distintos de los nuestros. Los tenentes, alcaides y otros cargos locales no eran en absoluto representantes de la población, tal y como se va a concebir modernamente, sino del príncipe, detentadores de un poder que sólo de éste deriva. Por eso, hablar de la incorporación como de un episodio histórico sin solución de continuidad con el devenir posterior carece de sentido. Los acontecimientos, todo lo determinantes que se quiera para las generaciones venideras, como éste que nos ocupa, suceden en su contexto, como la historia en el de los historiadores que la escriben. De manera que quizá lo único que podemos esperar no es tanto llegar a conocer la entera verdad, sino, por una parte, disipar algunas sombras, esclarecer lo realmente ocurrido a la luz del orden vigente en su momento, y, por otra, que es lo que aquí sencillamente he pretendido, comprender el cómo y el por qué de las diferentes versiones históricas.
1 Continuó siéndolo de Carlos III, según J. YANGUAS Y MIRANDA: Diccionario de Antigüedades del Reino de Navarra, Pamplona, 1964 (reed. de la de 1840), Voz "Eugui".ç
2 Lib. VII, cap. XXII, pp. 172-173 de la ed. de Madrid de 1793 en su versión original en latín. La traducción al castellano es la dada por M. ABELLA en el Diccionario goegráfico-histórico de España por la Real Academia de la Historia, Madrid, 1802, T.I. Voz "Guipúzcoa", pág. 341.ç
3 Las cursivas son mías.ç
4 Aitzorrotz, que era la residencia de los últimos "tenentes" de Alava y Gipuzkoa.ç
5 Con límite en el urumea, la "Ipuzcaia" de la época se distinguía de San Sebastián, que en 1199 contaba con "tenente" propio, distinto del de Gipuzkoa.ç
6 Mantengo la versión original en latín por entenderla fácilmente comprensible a la luz de la traducción de la de Ximénez de Rada (Ref. G. MARTINEZ DIEZ, G.: Guipúzcoa en los albores de su historia (siglos X-XII), San Sebastián, 1975.ç
7 Ref. M. ABELLAiccionario... pp. 341-342.ç
8 Manuscrito 10210 de la Biblioteca Nacional (Ref. J. GONZALEZ: El reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, T.I, Madrid, 1960, p. 848. Primera crónica general. Estoria de España que mandó componer Alfonso el Sabio y se continuaba bajo Sancho Iv en 1289, ed. R. Menéndez Pidal, Madrid, 1906.ç
9 Forma parte de la titulada Crónica General de España, editada por G. Eyzaguirre Rouse, Santiago de Chile, 1908. La edición transcribe el códice conservado en la biblioteca del Escorial, que comprende dos crónicas distintas: por una parte las Canónicas de los fechos de España, y a continuación viene una breve historia genealógica de los reyes de Navarra, desde Eneco Arista hasta la muerte de Carlos el Malo en 1387.ç
10 Ref M. ABELLA: Diccionario... pág. 342.ç
11 Crónica de los Reyes de Navarra... corregida en vista de varios códices, e ilustrada con notas por D. José Yanguas y Miranda, Pamplona, 1843.ç
12 Ibid, p. 104.ç
13 J. GONZALEZ: El reino de Castilla..., T. 1, pág. 12.ç
14 Además, en su genealogía de los reyes de Navarra hay numerosas fechas erróneas (J. de JAURGAIN: "Bibliographie", RIEV (1909) III, 463).ç
15 En este mismo sentido, F. AROCENA: Guipúzcoa en la historia, Madrid, 1964, pág. 74.ç
16 Moret sitúa este viaje en 1198, alegando el testimonio gratuito del Príncipe de Viana, en el sentido de que Alfonso VIII aconsejó al navarro tal viaje para apoderarse de su reino. Moret, que considera increíble tal afirmación, saca a relucir otro motivo más emocionante y fantasioso: el del matrimonio de Sancho VII con la hija del califa, la cual se había enamorado de él (Ref. J. GONZALEZ: El reino de Castilla..., para quien el verdadero móvil del viaje hay que buscarlo en la necesidad de ayuda que tenía el navarro, más en lo militar que en lo económico, tal y como lo atestigua la Crónica Latina de Castilla: "implorando su auxilio y suplicando que se dignase socorrerle", T.I, pp.850-851).ç
17 F. AROCENA: Guipúzcoa..., pp. 76-78.ç
18 El "Araniello" citado en el testamento (Ibid. pág. 77)ç
19 Ibid., pág. 74.ç
20 E. de GARIBAY: Los XL libros del Compendio Historial de las Chrónicas y universal Historia de todos los Reynos de España, Amberes, 1571, Lib. XII. Cap. XXIX, fol. 728 (Ref. ABELLA: Diccionario...).ç
21Ibid., Lib. XXIV, cap. XVII, fol. 200.ç
22 Al respecto, L. SORIA: "El criterio de honorabilidad en la Guipúzcoa del Antiguo Régimen", en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País (1991) 109-132, en especial 112-114.ç
23 Se halla impresa en el Suplemento de los Fueros, Privilegios y Ordenanzas de esta Muy Noble y Muy Leal Provincia de Guipúzcoa, que como complemento a la Nueva Recopilación de los Fueros de Guipúzcoa de 1696, se imprimió en 1758. En él se incorporan privilegios no incluídos en el texto de 1696, reveladores el persistente intento de buscar en el pasado apoyo para los fueros. Durante lo que resta de siglo menudearan las sucesivas confirmaciones reales de la Nueva Recopilación y su Suplemento: en 1760, 1761, 1789 y 1791, hasta la sanción de Fernando VII en 1814.ç
24 Reed. Madrid, 1950, T. I. pp. 332-333.ç
25 En el Cap. LIII.ç
26 P. de GOROSABEL: Noticia de las cosas memorables de Guipúzcoa, T. I., reed de la de 1899, Bilbao, 1972, p. 577.ç
27 M. ABELLA: Diccionario geográfico-histórico de España por la Real Academia de la Historia, T. I., Madrid, 1802, pág. 340.ç
28 Ibid., pp. 342-343.ç
29 J.A. LLORENTE: Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas, T. 1 (Madrid, 1806) y T. II (Madrid, 1807), en reed. de Amigos del Libro Vasco, Bilbao, 1988, pág. 197.ç
30Ibid., pp. 213-215.ç
31Ibid., pp. 10-11.ç
32 La ordenanza provincial por la que se iguala la condición jurídica de los guipuzcoanos al afirmar que la condición nobiliar es propia de todos los naturales de Gipuzkoa o hidalguía universa, data de 1527, o sea, más de tres siglos posterior a los hechos que nos ocupan.ç
33Ibid., pp. 8-9ç
34 Ibid., pág. 22.ç
35 P. de GOROSABEL: Noticia..., pág. 580.ç
36 F. AROCENA: Guipúzcoa..., pág. 76.ç
37 T. I, Barcelona, 1877, pág. 366.ç
38 J. GONZALEZ: El reino de Castilla..., T. I, pág. 853.ç
39G. MARTINEZ DIEZ: Guipúzcoa..., pp. 152-153.ç
40 Ibid., pp. 153-14.ç
41 Historia de España de Menéndez Pidal, dirigida por J.M. Jover Zamora, T. IX, Madrid, 1998, M.A. LADERO QUESADA en lo correspondiente a Castilla y León, pág. 473.ç
42 Historia de España de Menéndez Pidal, L.J. FORTUN PEREZ DE CIRIZA en lo correspondiente a Navarra, pp. 639-640.ç
43 Ibid., pág. 640.ç
44 J.A. GARCIA DE CORTAZAR: "La sociedad alavesa medieval antes de la concesión del fuero de Vitoria", en Vitoria en la Edad Media, Vitoria, 1982, pág. 109.ç
45 M.A. LADERO QUESADA, en Historia de España de Menéndez Pidal, pág. 34.ç
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