El 21 de julio de 1512, Fernando el Católico comenzó la invasión de Navarra. Los soberanos despojados, Juan III de Albret y Catalina I de Foix (1483-1517), se retiraron al vizcondado de Béarn, del que eran señores como de los otros pequeños estados al norte de los Pirineos. Allí prepararon, con la ayuda de Luis XII y de Francisco I de Francia, una reconquista que fracasó por tres veces. Entre noviembre y diciembre de 1512 asediaron Pamplona, sin éxito, frente a las tropas del duque de Alba. En 1516, aprovechando la confusión a la muerte de Fernando el Católico, Juan de Albret envió un pequeño ejército que fue rechazado por la guarnición castellana. En 1521, con ocasión de la revuelta de las comunidades contra Carlos I, un ejército franco-navarro recuperó casi todo el reino durante unas semanas. Pero la reacción de la nobleza y de las ciudades de Castilla dio la victoria definitiva al Emperador en la batalla de Noáin-Esquíroz (30 junio 1521).

La conquista se produjo en un doble contexto. La rivalidad de beamonteses y agramonteses dividía a la nobleza desde mediados del siglo XV. Los beamonteses, encabezados por el conde de Lerín, apoyaron a Fernando el Católico, su protector. Los agramonteses derrotados -los Navarra, los Peralta-, o se exiliaron o fueron castigados y marginados. Pero fueron las guerras de Italia las que indujeron a la invasión. Muy probablemente, Fernando no soñara con la conquista, sino sólo con distraer al rey de Francia del frente italiano abriendo otro. La guerra de Navarrase prolongó durante la década de 1520. En 1522, el virrey conde de Miranda asaltó el castillo de Maya (valle de Baztán). Lo habían recuperado unos 200 caballeros agramonteses en nombre de Enrique II (1517-1555), hijo de los reyes despojados. Y en febrero de 1524, Carlos I rescató Fuenterrabía (Guipúzcoa) que un ejército francés y de agramonteses navarros había retenido durante dos años. Francisco I de Francia y Carlos V firmaron la Paz de Cambrai (1529) sobre la base de reconocerse mutuamente sus dominios.

Hacia 1527-1529, el Emperador -como Carlos IV de Navarra- retiró su guarnición de la villa de Saint-Jean-Pied-de-Port y abandonó la merindad Ultrapuertos. Enrique II de Albret pudo titularse, sobre esa base territorial, roi de Navarre. Deste entonces, y hasta 1789, hubo dos reyes "de Navarra" que usaron el emblema de las cadenas en sus monedas y escudos. La fractura se produjo de hecho, sin que ningún acuerdo diplomático que lo avalara. Probablemente, el Emperador consideró dos ventajas: primera, el repliegue facilitiba la defensa y rebajaba la tensión con el rey de Francia; segunda, compensaba mínimamente al despojado Enrique de Albret, lo convertía en roi de Navarre (1572-1910) -como sus sucesores Juana III (1555-1572) y Enrique III (1572-1910)- y mitigaba su reivindicación devolucionista.

Se trató de un reparto artificial y desequilibrado. Al sur de los Pirineos quedó la porción más extensa -unos 10.000 kilómetros cuadrados- y la más desarrollada social y económicamente. Pamplona y Tudela como principales ciudades, y un buen número de villas ricas en la Zona Media y Ribera, no tienen parangón al norte, donde dos pequeñas villas, Saint-Jean y Saint-Palais (San Pelayo) se disputaron la capitalidad. Los ocho grandes monasterios y los principales señoríos y casas de nobleza (conde de Lerín, marqués de Falces, marqués de Cortes) se quedaron al sur. La Navarra al norte de la cordillera (unos 1.300 kilómetros cuadrados) ocupaba un espacio pobre, tierra de emigrantes ya en la Baja Edad Media. Según la perspectiva y el momento, ambos espacios recibieron distintas denominaciones. Desde España, aquella era la "tierra de Ultrapuertos", o la antigua merindad de San Juan. También se llamó "tierra de vascos", quizás afirmando su identidad lingüística frente al vizcondado de Béarn del que dependió su Gobierno. Desde una perspectiva francoparlante, y atendiendo a la topografía, se impuso una Basse-Navarre (Baja Navarra) y una Haute-Navarre (Alta Navarra), la española.

Fernando el Católico consideró que la conquista de Navarra había sido justa porque el papa Julio II había excomulgado a sus reyes por cismáticos. Aunque era patente que se había procedido con honradez, en 1518 las Cortes de Castilla presionaron para retener la nueva conquista. Era un bastión defensivo contra Francia y no se podía devolver a un Albret, aliado de su enemigo, sin daño para sus otros Estados. Por ello Enrique II y Carlos V tantearon el matrimonio de sus herederos Juana y Felipe. Pero los reyes de Francia vetaron cualquier boda que aproximara a los Albret a la órbita de los Habsburgo. Finalmente, Juana III de Albret casó con un príncipe francés, Antonio de Borbón. Ella se adhirió sinceramente a la reforma de Calvino, en la que educó a su hijo. Desde 1562, en las guerras de religión en Francia, los reyes de Baja Navarra se alinearon con los hugonotes y acaudillaron ese movimiento religioso y político. La extinción de la dinastía de los Valois en 1589 colocó al roi de Navarrecomo el candidato mejor, a condición de abjurar del calvinismo: Enrique III de Navarra ciñó también la corona de Francia como Enrique IV.
Carlos I perdonó a todos los que se habían rebelado contra él, siempre que regresaran y le juraran fidelidad. Salvo unos pocos, todos los agramonteses lo hicieron, y recuperaron lo esencial de sus patrimonios y cargos. Se sospechaba de su fidelidad, pero sin motivos convincentes. Nunca hubo una rebelión o una conspiración legitimista seria, aunque con el ascenso de Felipe II al trono y la paz con Francia de 1559 se hizo más visible la añoranza de algunos. Cuando Juana III profesó el calvinismo en 1560, la alternativa legitimista se extinguió por completo. En el testamento de 1554, el Emperador encomendó a su heredero que examinara la legitimidad con que retenía Navarra. Felipe II no lo hizo y, a su vez, lo encargó a su hijo. Felipe III sí reunió, en 1598, una Junta de testamentarios, que ratificó lo que nadie dudaba: la retención de Navarra, aunque injusta, era legítima, porque de su devolución se seguirían males mayores (religiosos y políticos).

La ruptura de la antigua comunidad de sangre, economía, lengua y cultura entre los habitantes de ambas vertientes avanzó lentamente. Las nuevas aduanas no frenaron los flujos tradicionales: muchos navarros compraban ganado en Ultrapuertos, y muchos bajonavarros se abastecían de grano y vino en el sur. En el siglo XVI y primera mitad del XVII la emigración norte-sur se aceleró, como ocurrió también en Cataluña y en el valle del Ebro. Lo favoreció la integración de Castilla en 1515, porque los de Ultrapuertos -que seguían siendo formalmente navarros- la aprovecharon para pasar por delante de los demás franceses. Esto se admitió sin problemas mientras los rois de Navarre no abrazaron el calvinismo. El peligro de contagio religioso, y otras consideraciones más prosaicas, hicieron que las Cortes de Tudela de 1583 aprobaran una ley excluyéndoles: "Vascos sean habidos por extranjeros en oficios y beneficios". Los vascos reclamaron su condición de navarros en sentido memorial (1586). Y en 1621, Martín de Vizcay, en favor de los inmigrantes de Ultrapuertos, publicó un alegaro de su hidalguía y navarrismo (Derecho de naturaleza que los de San Juan de Pie del Puerto tienen en los reinos de la Corona de Castilla).

Las heridas cicatrizaron lentamente. Las élites dirigentes navarras apreciaron las ventajas de la incorporación a la monarquía española, la más rica y poderosa del momento. Protección, justicia y posibilidades de ascenso que compensaron la pérdida de una realeza propia. Por otra parte, la herejía de Juana III y de Enrique III anuló los residuos de fidelidad dinástica (debate que cesó definitivamente cuando Felipe V de Anjou, descendiente de los reyes despojados en 1512, llegó al trono español), que se convirtió en un argumento retórico que agramonteses y beamonteses utilizaban para ribalizar en lealtad ante el rey. Una ley de 1628 abolió el reparto banderizo de oficios y cargos. Navarra fue conquistada por su importancia como defensa de Castilla. Como puerta de España, sufrió los inconvenientes, y también las ventajas, de su condición de frontera. Hasta 1719, y desde 1789 en adelante, tuvo que hacer frente a toda amenaza militar, religiosa, política o ideológica que viniese de Europa.

La recesión económica, las guerras franco-españolas, las sospechas religiosas, todo contribuyó al distanciamento entre ambas comunidades. Los conflictos sobre pasos y aguas agravaron la tensión. En torno a los Alduides, en 1609-1614, hubo incidentes armados muy serios. Los reyes de España y de Francia acordaron nuevos mojones y normas de disfrute de aquellos montes fronterizos, pero no desaparecieron los problemas. Los bajonavarros de la segunda mitad del XVII miraban con envidia a los navarros, y no sólo por ser más ricos. Les impresionaba que el rey de España, como conquistador, respetara sus fueros mientras el de Francia, legítimo soberano, no lo hacía. Ésta es una consideración muy común también en el siglo XVIII. Con frecuencia piden información a Pamplona sobre cómo funcionaban las Cortes, convencidos de que sus instituciones no eran lo que debían. En 1789, en vísperas de la Revolución, el Tableau de la constitution du royaume de Navarre et de ses rapports avec la France, del bearnés Etienne Polverel, resulta ser el alegato de un edificio legal vaciado de vida.

La divergente trayectoria de ambas Navarras tras la ruptura tiene varias explicaciones. En la española fue más difícil introducir novedades, que hubieran generado resistencia y enflaquecido la lealtad tras la conquista. Enrique I pudo construir un edificio nuevo de Gobierno en aquellas tierras, sin papeles ni presiones legitimistas o de corporaciones poderosas. Baja Navarra se unió estrechamente a Béarn si bien Navarra no lo hizo a Castilla. Por otra parte, las monarquías de España y Francia eran constitucionalmente muy distintas. Pero Castilla era el núcleo rector y columna de la primera y el Béarn sólo un territorio menor y periférico en la segunda. Además, en la Castilla de 1600 ser vascongado de lengua sonaba a hidalguía; en Francia, ser vasco o bearnés no constituía ningún título. Los navarros se esforzaron en integrarse en la monarquía española pasando como castellanos, mientas que los bearneses hicieron lo posible para que no se les considerara franceses, hasta que se decretó la unión en 1620. La incorporación de Baja Navarra a la Corona de Francia la impuso Luis XIII, en un contexto de guerra religiosa: el Rey en persona, con un pequeño ejército, se acercó hasta Pau donde restableció el catolicismo y tomó medidas de reforma. En definitiva, se acentuó la dependencia de Baja Navarra del Béarn con la creación del Parlement de Navarre, que juzgaba en francés y tenía su sede en la capital del vizcondado, y se erosionaron irreversiblemente los fueros navarros.