GABRIEL MIRÓ: LAS PALABRAS, GOCE Y FE

Mirad el aire; sólo os pido que miréis!...
(Gabriel Miró)

... El paisaje de Miró parece una experiencia personal; no es algo que ha visto sino algo que le ha pasado, le ha ocurrido, como una aventura, como un amor... (Pedro Salinas)

Gabriel Miró nació en 1879; en 1911 trabajaba de cronista oficial en la Diputación de Alicante, su ciudad natal; en Barcelona permanece hasta 1920, año en que se va a Madrid, como funcionario del Ministerio del Trabajo, y después del de Instrucción Pública; en él crea Maura para el novelista un negociado: el de “Concursos Nacionales de Literatura y Bellas Artes; Miró es un hombre cordial, querido por todos.

Gabriel Miró moría en 1930, a los 50 años, en la cumbre de la notoriedad como novelista.

Nosotros no conocimos personalmente a Gabriel Miró; pero su obra está entre las más entrañables lecturas de nuestros primeros ingresos en la cosa literaria; los de mi generación saben bien lo que para todos nosotros representó Gabriel Miró; han pasado los años, todo ha cambiado, nuestras predilecciones también; Miró está de hecho, estéticamente, en una lejanía; desde la posguerra nuestra.

Miró no ha entrado en los cálculos de las promociones literarias; pero ahí está su obra, y la memoria de quienes estimamos sus indiscutibles valores, más allá de modos y modas. Hablamos siempre de Gabriel Miró con una pequeña tristeza: su nombre está en el lejano horizonte de nuestras admiraciones y nuestros juveniles entusiasmos; todo eso que yo estoy queriendo decir se contiene luminosamente, en unas palabras de Salvador Espriu; yo le preguntaba (“Valores de ml tiempo”, LA VANGUARDIA, 11 mayo 1967): “Miró te impresionó? —Mucho. —Y ahora? —Ya no; y prefiero no leerlo porque lo he querido mucho.”

Así es … porque lo hemos querido mucho; por eso hablamos de Gabriel Miró, a estas alturas, con una pequeña tristeza.
Miró—en un intento ya de asedio a la dimensión de su personalidad literaria— comienza (en 1908 gana el premio establecido por “El Cuento SemanaI”) por los caminos naturalistas, en su vertiente más bien erótica; por esos años primeros del siglo XX resuenan todavía, y para mucho tiempo, los ecos del naturalismo francés; Miró es un muchacho tímido y callado, alumno del internado que los jesuitas tenían en Orihuela; Orihuela —cambiada en “Oleza” — será escenario importante de las futuras obras del gran novelista; estudiará leyes en Valencia y no pasará las oposiciones que prepara para ingresar en la judicatura.

Los comienzos (ya en 1900, “La mujer de Ojeda”; cuatro novelas cortas, etc.) no cuentan, no deben contar a efectos de una valoración del quehacer literario de Gabriel Miró, sino como primeros pasos de una ferviente vocación; pues, a partir de 1910, comienza la obra grande, por derroteros diversos y definitivos.

La etapa grande se inicia con “Las cerezas del cementerio” (1910). El Gabriel Miró que nosotros conocimos en las adolescencias universitarias, escribiendo falsos trozos, “a la maniére de…”, es éste, el de la etapa grande; y lo conocemos —ilustres presentadores— de la mano de Azorín, con las admiraciones de Pedro Salinas y Jorge Guillén; Miró, temporalmente, sería el joven, el menor, el benjamín —como suele decirse— de la generación del 98, pero que no sigue los austeros caminos del dolor de España que emprendían los nombres de la gloriosa promoción, sino que decanta hacia rumbos de preocupación estética, de pureza, al propio tiempo de barrocas riquezas expresivas, de poetización de la prosa narrativa, que casan con las predilecciones y las ideas de la posterior generación, la poética de 1927.

“Un grupo de fanáticos» —como escribe Francisco de Cossío— y su turbia maniobra, -de solapada maldad” —dice Dámaso Alonso—- impiden el acceso de Gabriel Miró a la Academia Española; le proponían —para ocupar la vacante de don Miguel Cortázar— Armando Palacio Valdés, Ricardo León y Azorín. Azorín escribe de Gabriel Miró: “A Miró debe considerársele separado de todos los grupos. La delicadeza exquisita de su vida, su desinterés, su apartamiento de toda querella literaria y su desdén para la vanagloria, hacen de Miró una figura excepcional".

Miró: sensibilidad; extraordinaria sensibilidad; goce en las palabras; fe en las palabras; Miró: el paisaje —paisaje de sus tierras de Levante—; estilo denso, suave, cálido, con el que el idioma alcanza cumbres antológicas; Miró (“El abuelo del Rey”, “Nuestro Padre San Daniel —novela de capellanes y devotos—»; su continuación: “El obispo leproso”; “Humo dormido”, “Años y leguas”, “Del vivir”, “Figuras de la Pasión del Señor”, “El libro de Sigüenza” —Sigüenza» es el propio Miró, algo así como el Mairena de Antonio Machado— etcétera): poesía en prosa; prosa en constante tensión creativa; vocabulario rico, extenso, inmenso; Miró sensual: “¡Oh, vida, vida, vida mía!”. Unido a la tierra, fundido con la tierra; el paisaje, el campo, como dice Salinas, como “una experiencia personal»; paisaje — árboles, pájaros, piedras, fuentes— pero con figuras, poblado de seres con sus pasiones; sus crueldades; Miró: mediterráneo absoluto; con el don de las palabras; Miró: poético recreador de la realidad. Unamuno dice: “Lástima que todo eso esté en prosa. Debería estar en verso. Aunque la prosa en que está escrito, numerosa y rica, llena de jugo campesino y de sabio dejo a ranciedad, vale por verso”.

¿Objeciones? ¿Falta de acción en sus novelas? ¿Estilo moroso, lento, minucioso, proustiano? Sí, por cierto, proustiano, sin pensar en influencias, con el cotejo de las épocas sobre la mesa; sin influencias, proustiano, en efecto; por otros caminos; con otro escenario; con otro: todo; pero —como Proust— con el recuerdo a cuestas —el “humo dormido” del recuerdo—: piensa Miró que en el recuerdo se logra una realidad más realidad que la del presente: ¿no parecen de Proust estas palabras de Gabriel Miró? … “porque hay episodios y zonas de nuestra vida que no se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la conciencia...” ¿No parecen de Proust estas palabras?

Lejano Gabriel Miró; olvidado Gabriel Miró; callado, doliente, sensual, apasionado; señor de las palabras; inmerso en el paisaje; una época; gran novelista en una transición; nombre lejano, personalísimo.

...Porque lo hemos querido mucho...

José CRUSET
(1971)