Tres sobresalientes cultivadores de la fábula existen en la nómina de la literatura española; la fábula, género antiquísimo si los hay —breve exposición de unos hechos para extraer de ellos una consecuencia moralizadora, una moraleja—, tiene sus más lejanas raíces en Oriente;
-acercándonos, aun en las puras lejanías, debemos consignar que el género, en Grecia, comienza a dibujarse en Hesiodo; lógicamente, por cuanto el autor de “Trabajos y días” representa la transición del mundo homérico —imaginación poética, gloriosos hechos— a la realidad, al hombre y sus problemas; al hombre de la calle, del campo, necesitado de enseñanzas, normas éticas y pautas; Hesiodo, pues: paso de la poesía épica a la poesía didáctica; de la imaginación a la inteligencia;
-en el ámbito de la poesía didáctica está la fábula, género que, en Grecia, se sustancia—en prosa— de manera universal y definitiva en Esopo, nombre todavía lejanísimo, por añadidura envuelto en leyenda; para alguno, en las dudas de su física existencia. Esopo o la difícil sobriedad, característica esencial de la fábula; Esopo o los impresionantes logros con la economía de los medios que el género suministra.
- después, el primer continuador: el latino Faedro; continuador importante, y conciso, como es debido; el medio, para siempre, los animales, personificados; el medio para poder fustigar con plena libertad a los hombres. Después (siempre Esopo presente): los apólogos, las fábulas, los “ejemplos” medievales; el infante don Juan Manuel; los arciprestes, el de Hita y el de Talavera; Raimundo Lulio («Libro de las bestias); “Roman de Renart”, etc... Hasta la importante figura de La Fontaine... (siglo XVII).
Nos detenemos, precisamente, en La Fontaine por cuanto el fabulista francés, mejor dicho, su clara imitación, produce los tres sobresalientes nombres de los fabulistas españoles; tres nombres totalmente siglo XVIII: Tomás de Iriarte y Félix María Samaniego; nombres unidos a las primeras letras de cualquier español, a las primeras mostraciones de nuestros infantiles talentos, en visitas, Navidades y cumpleaños; el tercero, también muy siglo XVIII, pese a sus inciertas cronologías, es Cristóbal de Beña y Velasco, con bellas fábulas, llenas de gracia, como “Las abejas y los zánganos” o “La piedra de amolar y el cuchillo”.
José Cruset
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