Son legión los que, practicando entusiásticamente el deporte nacional de opinar de todo sin saber demasiado de nada, bajo la bandera de que la lengua es algo vivo, piensan que todo se puede decir y que apenas hay cuatro cosas que están mal y esas palabras, construcciones y frases, a fuerza de ser dichas, adquieren carta de identidad.
Son los que creen que, como es gratis, se puede hablar de cualquier manera. Inconscientes del daño que causan a su propia cultura, aplauden fervorosamente y acogen sin el menor espíritu crítico cual*quier palabra novedosa o construcción de moda.
¿Acaso es enriquecer la lengua añadir elementos inútiles? Llenar de trastos una habitación no es precisamente decorada sino entorpecerla o sobrecargada incómodamente.
Cualquier estudiante que obtenga el Graduado Escolar sabe que hay dos tipos de neologismos (nuevas palabras que incorpora una lengua): los necesarios y los innecesarios. Bienvenidos los primeros, pero evitemos “en la medida de lo posible” los segundos.
Los de la manga ancha o manganchistas (he aquí un neologismo innecesario) adoptarán sin dudar cualquier nueva palabra, cualquier construcción nueva sin pararse a pensar que la misma idea pueden llegar a expresarla en un castellano normal, en la mayoría de los casos.
Esas nuevas aportaciones a la lengua, en muchas ocasiones son tan efímeras que no la enriquecen sino que acaban produciendo el efecto contrario. Un buen ejemplo es el de cualquier planta ornamental. No es menoscabada dirigir su crecimiento cortando en un lugar, dejando crecer en otro, enderezando aquí, torciendo allá. Es bueno quitar las hojas muertas que ya cumplieron su función y que ahora son inútiles. Pero, a la vez, hay que dejar que sea ella la que crezca naturalmente echando sus propios renuevos. Puede tolerar algún injerto, uno, dos, pero no más. A base de injertos puede acabar siendo una planta distinta o, lo que es peor, morir.
Tenemos una responsabilidad con respecto a la lengua. Es uno de los reflejos de nuestra herencia: cultural; parte del acervo que deberemos dejar detrás de nosotros.
Sencillamente, no todo vale.
De los cinco siglos anteriores, gracias a Dios o por desgracia, sólo nos ha quedado lo que escribieron unos pocos, en comparación con los millones de hablantes de los que no ha quedado huella. Hoy, que la cultura, por fin es un bien común, todo el mundo escribe, cualquiera traduce un libro, cientos de personas escriben en medios de comunicación. Las televisiones y radios llegan a millones de hablantes y ponen de moda maneras y modos de decir. Pueden hacer mucho bien, pero también mucho daño. Se corre el riesgo de que la lengua escrita caiga en manos de irresponsables poco formados que se olviden de poner el filtro necesario entre lo que se puede decir pero no se puede escribir; entre lo que se dice y lo que se escribe. La falta de estilo nunca ha sido un estilo, como la falta de clase, de tono humano, nunca ha sido una nueva forma de demostrar categoría. Ambas cosas son pérdidas.
Pero “vox populi, vox Dei”, que dice el aforismo. La norma debe ir después del uso. No conviene, por otra parte, menospreciar las vacilaciones del idioma vivo. Gracias a ellas, miles de palabras son como son y no como “deberían haber sido” si todas y cada una de ellas hubieran evolucionado de la misma manera [1]. El estudio de la gramática histórica y de la etimología sabe que la actual riqueza del castellano y de cualquier lengua proviene de la vulgarización de las respectivas lenguas madres. Hay que buscar el verdadero equilibrio entre lo que hemos dado en llamar 'manganchismo' y el purismo a ultranza. Hay que distinguir en el habla lo que es pérdida y empobrecimiento, de lo que es evolución, ganancia. Me parece un buen ejemplo de esta evolución la conocida expresión actual destornillarse de risa cuando en puridad debiera decirse 'desternillarse', perder las ternillas, no los tornillos; lo que ocurre es que ya casi nadie sabe qué cosa sean las ternillas, mientras que los tornillos son tan habituales.
[1] Un ejemplo, si 'taurus' dio 'toro'; 'maurus', 'moro'; etc., ¿por qué decimos 'Pablo' y no 'Polo' si viene de 'Paulus'? En puridad o con criterios estadísticos así debiera haber sido.
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