(I)
A quien no esté familiarizado con la historia literaria y política del siglo XVIII, ha de parecerle que un suceso tan extraordinario como la Revolución de 1789, tendría que haber repercutido estruendosamente en nuestra literatura determinando un copioso caudal de inspiraciones, adversas ó favorables al gran trastorno.
Nada, sin embargo, más lejos de la realidad; repasando la producción del fin de aquel siglo, siguiendo paso a paso sus poetas y sus colecciones, asombra la escasez de referencias y comentarios líricos relacionados con aquel formidable suceso que, en todos países suscitó réplicas y contrarréplicas fogosas y continuas. Cuando aparecen en España esas referencias suele ser por vía incidental y en forma tangente y rápida, como si el escritor quisiera escapar de su asunto y librarse de una pesadilla.
Ni para el elogio ni para la condenación se encuentra eco; y cuando lo hacen alguna vez, es por excepción individual, (como en el caso del girondino Marchena), las obras de esta clase duermen en la Biblioteca Nacional de París, casi ignoradas de sus contemporáneos.
Debe aclararse que un estudio se ha hecho ya, en forma muy difícilmente superable, tanto en el Bosquejo historico- critico del marqués de Valmar como en los Heterodoxos de Menéndez y Pelayo. Se tratará aquí de recoger las alusiones formales y directas sobre los sucesos de la Revolución francesa, de sus personajes y sus episodios; de reunir esos documentos literarios, aclarándolos con un poco de luz histórica e induciendo por ellos algo del espíritu y estado de conciencia de los españoles frente a aquella espantosa tragedia que los motivó.
¿Causas de aquel silencio? A primera vista, lo más fácil seria atribuirlo exclusivamente al sistema de prohibición puesto en práctica por el Gobierno español, desde el primer instante de la Revolución francesa. El tópico de la consabida intolerancia, de la sombra del Santo Oficio, podrían sacar de apuros con una explicación fácil, si se prescindiera del fondo de las cosas y no se buscara más que orígenes materiales a los fenómenos de la vida social.
Claro es que el conde de Floridablanca se propuso acordonar herméticamente la Península y evitar que las novedades francesas se propagasen a España. Es conocida la prisa que se dio en cerrar el simulacro de Cortes del Reino, que se habían reunido para jurar al príncipe de Asturias, después de la muerte de Carlos III, temeroso de que pudieran seguir la ruta de los Estados Generales, reunidos también entonces, y apoderarse como ellos de la soberanía del país. Es conocida la inquietud que produjeron ciertos chispazos y tumultos que de una manera simultánea con los signos premonitorios de la conmoción francesa, (asalto de tahonas, incendio de la fábrica de Réveillon) fueron consecuencia de una gran carestía de los víveres y se señalaron en Barcelona, el mismo año de 1789.
Desde mediados de aquel 1789 hasta la guerra con la Primera República Francesa son continuas las reales cédulas, las circulares, los edictos prohibiendo la introducción de diarios franceses, folletos, estampas, libros o impresos de todo género y hasta la de abanicos, baratijas, telas u otras mercaderías que contuvieran dibujos o emblemas alusivos a los sucesos de París. Prohibióse, también, la circulación de noticias por medio de manuscritos o cartas y hasta la conversación de viva voz llegó a ser reprimida y vigilada.
Pero esto, a pesar de tener efectos muy marcados sobre la ignorancia de la muchedumbre, no podía tenerlos sobre la selección de los escritores y gente de letras, tanto por la imposibilidad material de ponerle puertas al campo, como porque, de hecho, estaban enteradas de todo. Los opúsculos, los ejemplares de la nueva constitución francesa, los folletos de Necker y Sieyés, circulaban bajo capa, cuando no venían en las mismas carteras de los correos de gabinete. Si hemos de creer a un corresponsal en Barcelona del viejo Moniteur de la Revolución a pesar de la vigilancia y del cordón de tropas en la frontera no faltaba quien hiciese quince leguas de marcha para recoger en el escondrijo convenido el paquete de diarios de la última semana; y aun parece que se logró adiestrar cierto número de perros para este original y peligroso contrabando.
Hubo, además, un momento en que cedió la presión ejercida hasta entonces. Fue por enero de 1793, cuando la ejecución de Luis XVI vino a hacer inevitable la guerra. Para entonces se necesitaba contar con una atmósfera social propicia a tales designios y remover los fondos de lealtad monárquica y fervor religioso a que obedecían. Y, así, más que de la consignas de arriba o de las sugerencias del poder, el espíritu que se formó y los sentimientos que se exteriorizaron, fueron obra viva y producto automático del alma española.
A este período pertenecen casi todas las manifestaciones poéticas que podremos registrar, evidenciándose que las únicas que ensalzan la Revolución, tanto en su espíritu como en sus actos, fueron escritas lejos de España. Aquí, los mismos hombres amantes de la novedad, del progreso y de la reforma, no ocultaron nunca su repugnancia por los excesos revolucionarios y aun evitaron cuanto pudieron el tener que recordarlos, como si fuera cosa nefanda y aborrecible. Tal es el caso representativo de Moratín que, habiendo presenciado en París las escenas más horrendas del inmenso drama, sepultólas en el olvido y les negó su pluma, que, inmediatamente después de escapar a tales horrores, escribía las Notas sueltas sobre Inglaterra y el interesante y nutrido Viaje de Italia.
Por otra parte, la calidad de esas muestras líricas es escasa; no hay ninguna obra importante ni a la altura del asunto. La grandeza y la sublimidad estaban fuera de la tabla de valores literarios al final del siglo XVIII. Sus aspectos más valiosos hay que buscarlas en el campo de lo agradable y lindo, en la corrección negativa, en la ausencia de defectos.
Ni alto sentido histórico, ni elevación moral, fueron concedidas a aquella generación de miniaturistas y esmaltadores de tabaqueras. El entusiasmo poético y de profecía, no aparecerán más que con la siguiente generación: con De Maistre y Chateaubriand. Ni para lo divino ni para lo satánico surgió una inspiración que estuviese al nivel del hecho y se identificase con aquella insólita realidad. Ni supieron blasfemar artísticamente, ni artísticamente consignar el espanto de aquel nuevo Apocalipsis. Todo fue inepto y mezquino, literariamente hablando, a un lado y otro de los Pirineos; todo por debajo de la elocuencia de los tribunos y aún de ciertos panfletarios, como Camilo Desmoulins. Y sólo se levantan mirando á la inmortalidad, como obeliscos, la Oda de Chénier a la infeliz Carlota y sus Yambos de impecable pureza.
De los poetas que en los albores de la Revolución estaban en el apogeo de su nombradía o empezaban a declinar por efecto de sus años y dolencias, acude en primer término a la memoria el fabulista Don Tomás de Iriarte, espíritu francamente incrédulo, dado a la burla religiosa yabrigando siempre mal encubierta ojeriza contra los frailes, a costa de los cuales compuso no pocos epigramas, viniendo a inaugurar la serie, pública ó clandestina, en que figuraron después los atribuidos a la condesa del Montijo:
llorando duelos
con su vida ermitaña,
poseen todo el reino de los cielos
y dos terceras partes del de España.
Así decía, ya en 1774, en su Epístola a Don José Cadalso y una y otra vez insiste en sus irreverencias de la más pura cepa volteriana, no sólo contra las órdenes religiosas y sobre puntos de disciplina sino en lo que afecta a los dogmas fundamentales, jugando al equivoco con expresiones tales como la Invenciónde la Cruz o pasando revista a los conocimientos teológicos
y escolásticos de su época en la larga macarrónea que tituló Metríficatio invectivalis contra studia modernarum. A Iriarte pertenece, según las autoridades más doctas, la primera muestra poética de franca impiedad en lengua castellana. Semejante primacía cronológica queda vinculada al siguiente romancillo que, muchos años después de compuesto, reproducían con fruición los periódicos más exaltados de la primera época constitucional:
Tuvo Simón una barca
no más que de pescador
y no más que como barca
a sus hijos la dejó.
Mas ellos tanto pescaron
e hicieron tanto doblón,
que ya tuvieron a menos
no mandar buque mayor.
La barca pasó a jabeque
luego a fragata pasó;
de aqui a navio de guerra
y asustó con su cañón.
Mas ya roto el viejo casco
de tormentas que sufrió,
se va pudriendo en el puerto
¡lo que va de ayer a hoy!
Mil veces la han carenado
y, al cabo, será mejor
desecharla y contentarnos
con la barca de Simón.
Su odio contra la Iglesia no consiguió comunicarle aliento mayor que el que solía distinguirle en otros temas ni le sacó de su proverbial prosaísmo, lindante a veces con la ramplonería, como es de ver en muchos fragmentos de su poema sobre La Música, que llegan a emular las más famosas y pedestres vulgaridades de don Gregorio de Salas.
Claro es que con estos precedentes propios y de familia (su hermano don Domingo, diplomático en la embajada de París, fue hechura del conde de Aranda y sería, andando el tiempo, el negociador de la paz de Basilea con el Directorio), que figurara en el bando de los galo-idólatras y que tuviera que entender algunas veces con la Inquisición, algo despierta en los últimos años del reinado de Carlos III, a contar desde el proceso de Olavide.
Entonces fue cuando, con motivo del articulo de M. Masson de Morvillers sobre España en la nueva Enciclopedia metódica, se abrió la gran controversia secular que, bajo distintos enunciados, ha venido prosiguiendo hasta ahora, entre rancios y novadores, entre patriotas y afrancesados, entre europeistas y nacionalistas puros.
El puesto de Iriarte estuvo, naturalmente, al lado de los impugnadores de la tradición y cultura indígenas y contra sus defensores de la legión suscitada en el extranjero por el abate Denina y capitaneada de Pirineos adentro por el irascible Forner. La enfermedad iba minando la existencia del fabulista canario y cuando llegó la Revolución a su punto culminante, hallábase él en su retiro de Sanlúcar buscando mejoría. Ninguna alusión ofrecen sus últimos escritos al acontecimiento extraordinario que, en 1789, tenía en suspenso al mundo. Sus entretenimientos literarios de esa época, son todos de sátira ó vindicación personal contra sus detractores, o galanterías rimadas en obsequio de algún magnate o dama de su predilección. Así, por ejemplo, la despedida dedicada a la segunda mujer del conde de Aranda, jovencita de quince años que éste había desposado en plena ancianidad con asombro de las cortes de Madrid y de Versalles, donde ejerció de embajador hasta los preludios del movimiento revolucionario. Se trata de unas endechas que fueron presentadas a la condesa en nombre de una «tertulia de españoles de París», sintiendo su partida:
Lánguida y consternada
la colonia española,
faltándole tú sola
desierta yace aunque se ve poblada.
........
Pero cuando a tu ingenio
y a tu semblante grato,
cuando a ese noble trato,
belleza juvenil y afable genio
la fortuna debia
de que, en estrecha alianza,
la urbana confianza
reinase con la placida alegría.
¿quien el llanto refrena
o quien de sus pesares
no culpa al Manzanares
que asi robo su mejor ninfa al Sena?
. . . . . . .
Mas si del patrio suelo,
señora, el blando clima
su robustez anima,
no pide la colonia otro consuelo,
Gocen los matritenses
nuestra perdida gloria,
con tal que en tu memoria
Vivan los españoles parisienses.
Iriarte murió a últimos de 1791, sin alcanzar a ver los hechos culminantes que se iniciaban entonces; y asi su silencio no debe causar extrañeza porque nadie había levantado la voz todavía sobre tales materias cuando el autor de El asno erudito dejó de existir.
Más significativo es el caso de Meléndez Valdés, en cuya vasta producción no es posible hallar ni un verso alusivo a las convulsiones de la nación vecina, no obstante haber venido éstas en el tiempo que corresponde a su segunda manera o estilo, esto es, a su producción filosófica y de asuntos morales y serios a que Jovellanos le inclinó, con mejor intención ética que buen instinto literario.
Batilo no podía ser más que el poeta erótico de su época, el cantor de Galatea y de La paloma de Filis. Sus inspiraciones sobre La beneficencia, sobre El fanatismo o la Prosperidad aparente de los malos, no pueden ya interesar, ni en el sentido histórico, ni en sentido permanente, a un lector de nuestros días. Son declamaciones lacrimosas de los años de la «sensibilidad » puesta en moda por Juan Jacobo.
La musa anacreóntica del poeta magistrado fue siempre incompatible con las meditaciones profundas y graves del verdadero pensador. El carácter de Meléndez Valdés, femenil y sin consistencia, le llevó a todas las fluctuaciones y no se distinguió nunca ni por la firmeza de su criterio ni, mucho menos, por la de su voluntad, flaca y tornadiza como ella sola. De esta manera es posible hallar entre sus poesías, anhelos de renovación dentro del sentido enciclopedista, más extremado y adulaciones al bando de los “persas” en la reacción de 1814, ditirambos a Godoy y a su enemigo irreconciliable Fernando VII, versos gratulatorios para el intruso y gritos de alarma excitando a los españoles a defender su independencia.
Lo cierto es que los sucesos de Francia en su primer periodo, no merecieron ningún comentario de su pluma, ningún acento de su lira, como no los merecieron tampoco a Moratín, no obstante haber presenciado en Burdeos y después en París, la iniciación del Terror, el 10 de agosto, la caída de la monarquía, la conducción del rey al Temple. Ni en prosa ni en verso, fuera del lacónico diario personal que llevaba hacía tiempo, volvió la memoria a tales recuerdos y escenas; y aun es posible que al hablar de ellos confidencialmente, en los últimos años de su vida, con su amigo y compañero de emigración Silvela, los tergiversara o los tuviera muy
borrosos y trastornados, puesto que este último en la biografía de Moratín, ofrece pormenores tan inexactos como haber visto pasear la cabeza de la pobre Lamballe por las calles de París. El hecho no había ocurrido hasta el día 3 de septiembre y Moratín se hallaba en Londres, desde el 21de agosto, habiendo huido de los horrores de la capital francesa.
(continúa)
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