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Tema: La poesía española y la Revolución francesa

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    La poesía española y la Revolución francesa

    (I)
    A quien no esté familiarizado con la historia literaria y política del siglo XVIII, ha de parecerle que un suceso tan extraordinario como la Revolución de 1789, tendría que haber repercutido estruendosamente en nuestra literatura determinando un copioso caudal de inspiraciones, adversas ó favorables al gran trastorno.
    Nada, sin embargo, más lejos de la realidad; repasando la producción del fin de aquel siglo, siguiendo paso a paso sus poetas y sus colecciones, asombra la escasez de referencias y comentarios líricos relacionados con aquel formidable suceso que, en todos países suscitó réplicas y contrarréplicas fogosas y continuas. Cuando aparecen en España esas referencias suele ser por vía incidental y en forma tangente y rápida, como si el escritor quisiera escapar de su asunto y librarse de una pesadilla.
    Ni para el elogio ni para la condenación se encuentra eco; y cuando lo hacen alguna vez, es por excepción individual, (como en el caso del girondino Marchena), las obras de esta clase duermen en la Biblioteca Nacional de París, casi ignoradas de sus contemporáneos.

    Debe aclararse que un estudio se ha hecho ya, en forma muy difícilmente superable, tanto en el Bosquejo historico- critico del marqués de Valmar como en los Heterodoxos de Menéndez y Pelayo. Se tratará aquí de recoger las alusiones formales y directas sobre los sucesos de la Revolución francesa, de sus personajes y sus episodios; de reunir esos documentos literarios, aclarándolos con un poco de luz histórica e induciendo por ellos algo del espíritu y estado de conciencia de los españoles frente a aquella espantosa tragedia que los motivó.

    ¿Causas de aquel silencio? A primera vista, lo más fácil seria atribuirlo exclusivamente al sistema de prohibición puesto en práctica por el Gobierno español, desde el primer instante de la Revolución francesa. El tópico de la consabida intolerancia, de la sombra del Santo Oficio, podrían sacar de apuros con una explicación fácil, si se prescindiera del fondo de las cosas y no se buscara más que orígenes materiales a los fenómenos de la vida social.
    Claro es que el conde de Floridablanca se propuso acordonar herméticamente la Península y evitar que las novedades francesas se propagasen a España. Es conocida la prisa que se dio en cerrar el simulacro de Cortes del Reino, que se habían reunido para jurar al príncipe de Asturias, después de la muerte de Carlos III, temeroso de que pudieran seguir la ruta de los Estados Generales, reunidos también entonces, y apoderarse como ellos de la soberanía del país. Es conocida la inquietud que produjeron ciertos chispazos y tumultos que de una manera simultánea con los signos premonitorios de la conmoción francesa, (asalto de tahonas, incendio de la fábrica de Réveillon) fueron consecuencia de una gran carestía de los víveres y se señalaron en Barcelona, el mismo año de 1789.

    Desde mediados de aquel 1789 hasta la guerra con la Primera República Francesa son continuas las reales cédulas, las circulares, los edictos prohibiendo la introducción de diarios franceses, folletos, estampas, libros o impresos de todo género y hasta la de abanicos, baratijas, telas u otras mercaderías que contuvieran dibujos o emblemas alusivos a los sucesos de París. Prohibióse, también, la circulación de noticias por medio de manuscritos o cartas y hasta la conversación de viva voz llegó a ser reprimida y vigilada.
    Pero esto, a pesar de tener efectos muy marcados sobre la ignorancia de la muchedumbre, no podía tenerlos sobre la selección de los escritores y gente de letras, tanto por la imposibilidad material de ponerle puertas al campo, como porque, de hecho, estaban enteradas de todo. Los opúsculos, los ejemplares de la nueva constitución francesa, los folletos de Necker y Sieyés, circulaban bajo capa, cuando no venían en las mismas carteras de los correos de gabinete. Si hemos de creer a un corresponsal en Barcelona del viejo Moniteur de la Revolución a pesar de la vigilancia y del cordón de tropas en la frontera no faltaba quien hiciese quince leguas de marcha para recoger en el escondrijo convenido el paquete de diarios de la última semana; y aun parece que se logró adiestrar cierto número de perros para este original y peligroso contrabando.

    Hubo, además, un momento en que cedió la presión ejercida hasta entonces. Fue por enero de 1793, cuando la ejecución de Luis XVI vino a hacer inevitable la guerra. Para entonces se necesitaba contar con una atmósfera social propicia a tales designios y remover los fondos de lealtad monárquica y fervor religioso a que obedecían. Y, así, más que de la consignas de arriba o de las sugerencias del poder, el espíritu que se formó y los sentimientos que se exteriorizaron, fueron obra viva y producto automático del alma española.

    A este período pertenecen casi todas las manifestaciones poéticas que podremos registrar, evidenciándose que las únicas que ensalzan la Revolución, tanto en su espíritu como en sus actos, fueron escritas lejos de España. Aquí, los mismos hombres amantes de la novedad, del progreso y de la reforma, no ocultaron nunca su repugnancia por los excesos revolucionarios y aun evitaron cuanto pudieron el tener que recordarlos, como si fuera cosa nefanda y aborrecible. Tal es el caso representativo de Moratín que, habiendo presenciado en París las escenas más horrendas del inmenso drama, sepultólas en el olvido y les negó su pluma, que, inmediatamente después de escapar a tales horrores, escribía las Notas sueltas sobre Inglaterra y el interesante y nutrido Viaje de Italia.

    Por otra parte, la calidad de esas muestras líricas es escasa; no hay ninguna obra importante ni a la altura del asunto. La grandeza y la sublimidad estaban fuera de la tabla de valores literarios al final del siglo XVIII. Sus aspectos más valiosos hay que buscarlas en el campo de lo agradable y lindo, en la corrección negativa, en la ausencia de defectos.
    Ni alto sentido histórico, ni elevación moral, fueron concedidas a aquella generación de miniaturistas y esmaltadores de tabaqueras. El entusiasmo poético y de profecía, no aparecerán más que con la siguiente generación: con De Maistre y Chateaubriand. Ni para lo divino ni para lo satánico surgió una inspiración que estuviese al nivel del hecho y se identificase con aquella insólita realidad. Ni supieron blasfemar artísticamente, ni artísticamente consignar el espanto de aquel nuevo Apocalipsis. Todo fue inepto y mezquino, literariamente hablando, a un lado y otro de los Pirineos; todo por debajo de la elocuencia de los tribunos y aún de ciertos panfletarios, como Camilo Desmoulins. Y sólo se levantan mirando á la inmortalidad, como obeliscos, la Oda de Chénier a la infeliz Carlota y sus Yambos de impecable pureza.

    De los poetas que en los albores de la Revolución estaban en el apogeo de su nombradía o empezaban a declinar por efecto de sus años y dolencias, acude en primer término a la memoria el fabulista Don Tomás de Iriarte, espíritu francamente incrédulo, dado a la burla religiosa yabrigando siempre mal encubierta ojeriza contra los frailes, a costa de los cuales compuso no pocos epigramas, viniendo a inaugurar la serie, pública ó clandestina, en que figuraron después los atribuidos a la condesa del Montijo:

    llorando duelos
    con su vida ermitaña,
    poseen todo el reino de los cielos
    y dos terceras partes del de España.

    Así decía, ya en 1774, en su Epístola a Don José Cadalso y una y otra vez insiste en sus irreverencias de la más pura cepa volteriana, no sólo contra las órdenes religiosas y sobre puntos de disciplina sino en lo que afecta a los dogmas fundamentales, jugando al equivoco con expresiones tales como la Invenciónde la Cruz o pasando revista a los conocimientos teológicos
    y escolásticos de su época en la larga macarrónea que tituló Metríficatio invectivalis contra studia modernarum. A Iriarte pertenece, según las autoridades más doctas, la primera muestra poética de franca impiedad en lengua castellana. Semejante primacía cronológica queda vinculada al siguiente romancillo que, muchos años después de compuesto, reproducían con fruición los periódicos más exaltados de la primera época constitucional:

    Tuvo Simón una barca
    no más que de pescador
    y no más que como barca
    a sus hijos la dejó.
    Mas ellos tanto pescaron
    e hicieron tanto doblón,
    que ya tuvieron a menos
    no mandar buque mayor.
    La barca pasó a jabeque
    luego a fragata pasó;
    de aqui a navio de guerra
    y asustó con su cañón.
    Mas ya roto el viejo casco
    de tormentas que sufrió,
    se va pudriendo en el puerto
    ¡lo que va de ayer a hoy!
    Mil veces la han carenado
    y, al cabo, será mejor
    desecharla y contentarnos
    con la barca de Simón.

    Su odio contra la Iglesia no consiguió comunicarle aliento mayor que el que solía distinguirle en otros temas ni le sacó de su proverbial prosaísmo, lindante a veces con la ramplonería, como es de ver en muchos fragmentos de su poema sobre La Música, que llegan a emular las más famosas y pedestres vulgaridades de don Gregorio de Salas.
    Claro es que con estos precedentes propios y de familia (su hermano don Domingo, diplomático en la embajada de París, fue hechura del conde de Aranda y sería, andando el tiempo, el negociador de la paz de Basilea con el Directorio), que figurara en el bando de los galo-idólatras y que tuviera que entender algunas veces con la Inquisición, algo despierta en los últimos años del reinado de Carlos III, a contar desde el proceso de Olavide.

    Entonces fue cuando, con motivo del articulo de M. Masson de Morvillers sobre España en la nueva Enciclopedia metódica, se abrió la gran controversia secular que, bajo distintos enunciados, ha venido prosiguiendo hasta ahora, entre rancios y novadores, entre patriotas y afrancesados, entre europeistas y nacionalistas puros.
    El puesto de Iriarte estuvo, naturalmente, al lado de los impugnadores de la tradición y cultura indígenas y contra sus defensores de la legión suscitada en el extranjero por el abate Denina y capitaneada de Pirineos adentro por el irascible Forner. La enfermedad iba minando la existencia del fabulista canario y cuando llegó la Revolución a su punto culminante, hallábase él en su retiro de Sanlúcar buscando mejoría. Ninguna alusión ofrecen sus últimos escritos al acontecimiento extraordinario que, en 1789, tenía en suspenso al mundo. Sus entretenimientos literarios de esa época, son todos de sátira ó vindicación personal contra sus detractores, o galanterías rimadas en obsequio de algún magnate o dama de su predilección. Así, por ejemplo, la despedida dedicada a la segunda mujer del conde de Aranda, jovencita de quince años que éste había desposado en plena ancianidad con asombro de las cortes de Madrid y de Versalles, donde ejerció de embajador hasta los preludios del movimiento revolucionario. Se trata de unas endechas que fueron presentadas a la condesa en nombre de una «tertulia de españoles de París», sintiendo su partida:

    Lánguida y consternada
    la colonia española,
    faltándole tú sola
    desierta yace aunque se ve poblada.
    ........
    Pero cuando a tu ingenio
    y a tu semblante grato,
    cuando a ese noble trato,
    belleza juvenil y afable genio
    la fortuna debia
    de que, en estrecha alianza,
    la urbana confianza
    reinase con la placida alegría.
    ¿quien el llanto refrena
    o quien de sus pesares
    no culpa al Manzanares
    que asi robo su mejor ninfa al Sena?
    . . . . . . .

    Mas si del patrio suelo,
    señora, el blando clima
    su robustez anima,
    no pide la colonia otro consuelo,

    Gocen los matritenses
    nuestra perdida gloria,
    con tal que en tu memoria
    Vivan los españoles parisienses.

    Iriarte murió a últimos de 1791, sin alcanzar a ver los hechos culminantes que se iniciaban entonces; y asi su silencio no debe causar extrañeza porque nadie había levantado la voz todavía sobre tales materias cuando el autor de El asno erudito dejó de existir.

    Más significativo es el caso de Meléndez Valdés, en cuya vasta producción no es posible hallar ni un verso alusivo a las convulsiones de la nación vecina, no obstante haber venido éstas en el tiempo que corresponde a su segunda manera o estilo, esto es, a su producción filosófica y de asuntos morales y serios a que Jovellanos le inclinó, con mejor intención ética que buen instinto literario.
    Batilo no podía ser más que el poeta erótico de su época, el cantor de Galatea y de La paloma de Filis. Sus inspiraciones sobre La beneficencia, sobre El fanatismo o la Prosperidad aparente de los malos, no pueden ya interesar, ni en el sentido histórico, ni en sentido permanente, a un lector de nuestros días. Son declamaciones lacrimosas de los años de la «sensibilidad » puesta en moda por Juan Jacobo.
    La musa anacreóntica del poeta magistrado fue siempre incompatible con las meditaciones profundas y graves del verdadero pensador. El carácter de Meléndez Valdés, femenil y sin consistencia, le llevó a todas las fluctuaciones y no se distinguió nunca ni por la firmeza de su criterio ni, mucho menos, por la de su voluntad, flaca y tornadiza como ella sola. De esta manera es posible hallar entre sus poesías, anhelos de renovación dentro del sentido enciclopedista, más extremado y adulaciones al bando de los “persas” en la reacción de 1814, ditirambos a Godoy y a su enemigo irreconciliable Fernando VII, versos gratulatorios para el intruso y gritos de alarma excitando a los españoles a defender su independencia.

    Lo cierto es que los sucesos de Francia en su primer periodo, no merecieron ningún comentario de su pluma, ningún acento de su lira, como no los merecieron tampoco a Moratín, no obstante haber presenciado en Burdeos y después en París, la iniciación del Terror, el 10 de agosto, la caída de la monarquía, la conducción del rey al Temple. Ni en prosa ni en verso, fuera del lacónico diario personal que llevaba hacía tiempo, volvió la memoria a tales recuerdos y escenas; y aun es posible que al hablar de ellos confidencialmente, en los últimos años de su vida, con su amigo y compañero de emigración Silvela, los tergiversara o los tuviera muy
    borrosos y trastornados, puesto que este último en la biografía de Moratín, ofrece pormenores tan inexactos como haber visto pasear la cabeza de la pobre Lamballe por las calles de París. El hecho no había ocurrido hasta el día 3 de septiembre y Moratín se hallaba en Londres, desde el 21de agosto, habiendo huido de los horrores de la capital francesa.

    (continúa)
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    (II)

    JOVELLANOS
    Jovellanos contestó a la Epístolade Moratin con otra suya, también en verso libre, dentro del tono sentencioso, de las Sátiras a Arnesto y de las meditaciones sobre las ruinas del Paular o de su prisión de Mallorca.
    Si no llegaba Jovellanos a filósofo puro; si no entraba en la región de los grandes poetas, su elocuencia se inspiraba en el género propio de los reformadores y moralistas: la sátira, la flagelación de las costumbres; la reacción de un temperamento elevado contra la decadencia de su tiempo, y que nadie acertó a sentir mejor, en prosa y en verso, como escritor y patriota.
    Sus cuadros satíricos han pasado a la posteridad al modo de los Caprichos de Goya, y nadie que mire tal época puede dejar de tenerlos presentes.

    No era Jovellanos un espíritu cerrado a la novedad y a la reforma. Nadie como él quiso reformar los cimientos de la transformación de España, en lo político, en lo pedagógico, en a la economía y el derecho.
    Pero la bacanal de sangre en que vino a convertirse la Revolución francesa, con su repetición de viejas intolerancias y fanatismos en los principios nuevos, no tardaron en sublevarle con tanta fuerza como los del régimen antiguo.
    Y así Jovellanos, el dramaturgo de El delincuente honrado, el admirador de Montesquieu, el fundador del Instituto gijonés y oráculo de las Sociedades Económicas, no vaciló, desde el primer momento, en expresar el horror y repulsión que los estragos de París le producían. Así respondía a los tímidos acentos de Moratin:

    ¡Oh venturoso! Oh una y mil veces
    feliz Inarco, a quien la suerte un dia
    dio que los anchos términos de Europa
    lograses visitar! ¡Feliz quien supo
    por tan distintos pueblos y regiones
    libre vagar, sus leyes y costumbres
    con firme y fiel balanza comparando;
    que viste al fin la vacilante cuna
    de la francesa libertad, mecida por
    el terror...

    Cuánto, cuánto
    cambió de Bruto y de Richelieu la patria!
    Oh qué mudanza! Oh qué lección! Bien dices,
    la experiencia te instruye. Sí; del hombre
    he aquí el más digno y provechoso estudio:
    ya ornada ver la gran naturaleza
    por los esfuerzos de la industria humana
    varia, fecunda, gloriosa y llena
    de amor, de unión, de movimiento y vida;
    o ya violadas sus eternas leyes
    por la loca ambición, con rabia insana,
    guerra, furor, desolación y muerte:
    tal es el hombre. Ya le ves al cielo
    por la virtud alzado, y de él bajando,
    traer el pecho de piedad henchido
    y fiel y humano y oficioso darse
    todo al amor y fraternal concordia.

    Mas ya le ves que del Averno oscuro
    sale blandiendo la enemiga antorcha
    y acá y allá, frenético bramando
    quema, mata, y asuela cuanto topa.
    Ni amarle puedes ni odiarle; puedes
    tan sólo ver con lastima su hado,
    hado cruel, que a enemistad y fraude
    y susto y guerra eterna le conduce!

    Jovellanos mantuvo frente a la Revolución un criterio firme, tanto en prosa como en verso, en sus escritos públicos y en sus cartas privadas, dirigiérase a gentes rancias o a jovenzuelos afrancesados. Odiaba la rebelión. Consideraba un crimen sacrificar las generaciones actuales a las futuras. Creía que cada pueblo tiene marcado su límite en la marcha del progreso y que excederlo equivalía a retroceder.

    Era enemigo, de las abstracciones y de los sistemas a priori, entronizados por el radicalismo jacobino, opinando que cada nación tiene su fórmula propia de desenvolvimiento histórico; y entendió el nuevo ejemplo francés, no como un modelo, sino como un escarmiento terrible en cabeza ajena.

    Las voces de condenación surgieron en la poesía castellana a raíz de la muerte de Luis XVI. Hasta entonces había reinado absoluto silencio. Las alusiones que, por azar, parecen aplicables a la Revolución francesa, habían sido hasta entonces muy veladas por la generalización, sin nombres ni rasgos locales. Se había convenido en no hablar del asunto ni para bien ni para mal. Pero el fallo de la Convención y la triste jornada del 21 de enero de 1793, levantaron automáticamente todas las prohibiciones y, aunque en forma desmayada, las letras españolas se sumaron a la indignación del mundo entero.

    Como es sabido, Carlos IV trató, hasta el fin, de salvar a su regio pariente, bien por medios diplomáticos, bien por secretas gestiones. No quedaba en París más representación oficial de España, después de la retirada de los embajadores, que el cónsul, caballero de Ocáriz, quien insistió a última hora, cerca de la Convención para ofrecer los oficios de nuestro país, mediando con las potencias coaligadas, a cambio de obtener la extradición de Luis XVI.
    El monarca español abrió á Ocáriz un crédito ilimitado para sobornar, si fuera preciso, a los miembros de la asamblea que debían votar en el proceso; y se asegura que el ex-capuchino Chabot, llegó a sacar al bien intencionado cónsul más de un millón de francos, inaugurando de esta suerte las famosas venalidades que le llevaron más tarde á la guillotina, con la caterva de Danton y sus amigos.

    Después de la ejecución del monarca vino la guerra, preparada de antemano en la sombra por una y otra potencia, no obstante la expectación en que vivieron durante el año 92. Concentráronse los ejércitos sobre la frontera, reuniéronse las escuadras, cuyos buques debían, junto a los ingleses, ocupar Tolón.
    Vargas Ponce era uno de los marinos que los tripulaban; y Jovellanos escribe y le dedica con este motivo una oda, indigna de su nombradía literaria y de la solemnidad del momento...:

    Dejas ¡oh Poncio! la ociosa Mantua
    y de sus musas separado, corres
    a dó las torre» de Cípión descuellan
    sobre las ondas;
    sobra las ondas, que la grande armada
    mecen humildes del monarca hispano
    a cuya mano, tímido Neptuno
    cedió el tridente.

    Tiembla a su vista, pálida, y se esconde
    despavorida, la feroz Quimera
    que la bandera tricolor impía
    sigue proterva.
    Caerá rendida, y con horrible estruendo
    en el profundo báratro lanzada
    será aherrojada por las negras furias
    de sus cavernas.

    ¡Guay de ti, loca nación, que al cielo
    con tan horrendo escándalo afligiste
    cuando tendiste la sangrienta mano
    contra el Ungido!
    Firmó su santa cólera el decreto
    que la venganza confió a la España
    y ya su saña corre el golfo, armada
    de rayo y trueno
    Lidiará Poncio de la roja insignia
    se diere al viento por la empresa santa,
    dó la almiranta desparciere en torno
    ruina y espanto...

    ¿Para qué seguir? Nunca se habrá visto menos apropiada al asunto la oda sáfica, ni las arcaicas interjecciones retóricas, por el estilo del ¡guay!, lejos de elevar el tono y la nobleza de la obra, la interrumpían con afectación.

    FORNER
    Vayamos a otro escritor y magistrado: Don Juan Pablo Forner, fiscal del crimen de la Audiencia de Sevilla.
    Forner fue el enemigo más irreconciliable, no sólo de la Revolución francesa, sino de todo el espíritu galicista en general, erigiéndose en campeón de la autonomía intelectual de España y en jefe de la escuela apologética de su antigua cultura que vinieron a despertar el famoso libelo del marqués de Langle y el famoso artículo de Masson de Morvilliers en la Enciclopedia metódica.

    No estaba dotado Forner de las condidiciones del verdadero poeta. Carecía de fuego y de imaginación; su vehemencia no era lírica, sino acritud y encono. Era un polemista y un dialéctico endiablado, un genio irascible, pronto a la réplica, y al combate, temible en la refutación.
    Pero esto, que dañaba sus versos, haciéndolos casi siempre duros y sin armonía, llegaba a encender su prosa con elocuencia, con la indignación y el sarcasmo.
    Su producción tumultuosa, resulta espejo de la antigua índole castellana: raza de improvisadores con súbitos aciertos y caídas, con relámpagos fulgurando sobre tinieblas, casi nunca correcta, sostenida y ordenada.
    En sus obras y controversias pasó revista a todos los problemas de su tiempo: literatura, de historia, derecho o de menudencia gramatical , y esos rasgos principales resplandecen en la Oración apologética y en sus Exequias de la lengua castellana.

    Quien de tal modo había combatido el espíritu francés, o sea la revolución en estado latente, ¿cómo no había de levantarse airado así que conoció la ejecución de Luis XVI?:

    Al corte infame de la cruel cuchilla
    cae la cabeza que a las leyes santas
    órgano fue supremo, y veces tantas
    las dio a la tierra en prepotente silla.

    La de Occidente augusta maravilla
    ludibrio yace de rebeldes plantas
    estremece el ejemplo altas gargantas
    y un tanto el ceño del poder se humilla.

    Pueblo que la adoró, sin llanto ahora
    yerta la mira derramando en hilos
    desde mano soez sangre inocente.

    Asi el que sirve al que le manda adora
    contra el débil señor vibra los filos;
    si este los viera, sirve reverente.

    Lejos está el soneto de ser una maravilla, ni cabía esperarla de Forner. Los conceptos retorcidos, llenos de cacofonías, no corresponden a un momento tal de la historia humana.

    En otro poema, Forner considera como don de la Providencia la tiranía que se ha adueñado de los franceses, tanto por lo que tiene de expiación, como por lo que aviva la conciencia de los hombres este contraste entre el orden moral perturbado aquí bajo y el orden eterno de la justicia divina.
    La versificación de este otro soneto—que formaba parte de una diatriba contra Brissot y Robespierre,— excede muy poco al anterior en claridad y elegancia:

    Gracias eternas a tu justa mano
    dirijo humilde, Providencia santa,
    cuando la tierra contra mi levanta
    tiránico opresor, brazo inhumano.

    Asi de tu gobierno soberano
    el orden luce en diferencia tanta
    que a la tiniebla que al mortal espanta,
    el rayo de tu luz sigue cercano.

    Mansión de vicios la malvada tierra
    triunfa con ellos en región más pura
    coronas tú los animos sagrados.

    Haz ¡oh poder! a las virtudes guerra,
    que sociedad tan bárbara e impura
    no es para que los justos sean premiados.

    Se advierte en tales versos una intención recóndita de imitar a Argensola. Pero el último cuarteto, sobre todo, es tan pobre que la sombra de emoción se desvanece sin dejar rastro. Tras un tenue acierto no tardan los tropiezos de la versificación defectuosa, para destruirlo todo.

    Véase, otro ejemplo, el poema titulado El año 1793, cuyo primer cuarteto se remonta no poco, digno de un poeta de veras por su vuelo rápido y de agradable resonancia, pero se viene a tierra en seguida:

    Cruje feroz el carro furibundo
    del implacable Marte, y desquiciada
    la tierra, en sangre y en sudor bañada,
    puebla de horror los ámbitos del mundo.

    Impia la Parca con aspecto inmundo,
    no en los campos de Marte fatigada,
    destroza en prado y monte, encarnizada,
    greyes sin fin, con ímpetu iracundo.

    Cadáveres son hoy de hombres y brutos
    cosecha horrenda de la tierra, males
    con que esta edad su mérito señala.

    Niéganse al hombre hasta los rudos frutos;
    ¡Ay! según lo merecen los mortales
    así el cielo, Teodoro, les regala.

    Es evidente, pues, la esterilidad poética de Forner. Su talento era discursivo e ingenioso, de expositor y de controversista. Tanto en verso como en prosa no hace sino argumentar, exponer antitesis, impugnar tesis.
    Cuando conoció la persecución y la caída de los girondinos y de la muerte de Brissot, a quien profesaba odio atroz, la comentó en unas cuartetas satíricas, notando el contrasentido de quienes para fundar la libertad y restaurar la ley de amor entre los hombres, cayeron en la más infame tiranía:

    Una república luego
    diz que fundó su ansiedad
    por gozar de libertad,
    de igualdad y de sosiego.

    Su república bendita
    para premiarle el trabajo
    Se rebanó ¡zas! de un tajo
    la chola, y no está contrita.

    Ahora dime, Gil honrado,
    ¿no fue extraña habilidad
    el fundar la l¡bertad
    para morir degollado?
    Pious dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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