Entre Escila y Caribdis

Juan Manuel de Prada


En un rincón poco lustroso de Messina, pegada al ábside de la iglesia Santissima Annunziata dei Catalani, en la que se entremezclan las influencias árabes y normandas, románicas y bizantinas, se yergue una estatua en honor de don Juan de Austria. De Messina zarpó la flota que se mediría contra el turco en la batalla de Lepanto, la más alta ocasión que vieron los siglos, en palabras de Cervantes; pero sospecho que para algunos messineses el recuerdo de Lepanto, como tantos otros acontecimientos de su agitada y a menudo tortuosa historia, resulta más bien ingrato, pues la estatua de don Juan ha sido cambiada hasta tres veces de ubicación. Lo mismo les ha ocurrido a las estatuas de los últimos borbones que gobernaron el Reino de las Dos Sicialias, antes de la unificación italiana: agrias discusiones en el consistorio municipal las han ido relegando a parajes cada vez más apartados; y nunca faltan los alguaciles iconoclastas que proponen su arrumbamiento en los desvanes de algún museo de las afueras. No en vano los sicilianos llevan mucha sangre española en las venas; y en esta manía de acarrear estatuas y maquillar caprichosamente su historia se delantan, en verdad son españolísimos.
El Ayuntamiento de Messina, donde los alguaciles iconoclastas discuten acaloradamente, es una imponente construcción de época fascista, al igual que su Palacio de Justicia, su estación de ferrocarril o su Instituto de Previsión Social. En realidad, casi toda la arquitectura civil más distintiva de Messina es mussoliniana; y aunque los esforzados alguaciles han tratado de oscurecer su origen, el viajero atento sigue descubriendo en los frisos y relieves de las fachadas multitud de fascios que sobreviven al furor iconoclasta. Tal vez por poco tiempo, pues los messineses están convencidos de que su ciudad padecerá pronto un terremoto, según es costumbre en estas tierras una vez cada siglo, aproximadamente. El último terremoto que desbarató la ciudad en 1908 dejó barrios enteros reducidos a escombros; y el arquitecto encargado de la recostrucción, un masonazo llamado Borzi, aprovechó la oportunidad para trazar nuevas calles sobre los lugares donde hasta entonces se habían erigido decenas de iglesias, cuyos altares fueron arrumbados en los desvanes de algún museo de las afueras. No fue ésta, sin embargo, la última agresión que las iglesias católicas sufrieron en Messina: en 1943, cuando las últimas guarniciones alemanas ya habían abandonado la isla, los aviones de los "liberadores" se dedicaron misteriosamente a hacer puntería sobre su catedral, que hoy es un templo sin carácter, sólo redimido de su fealdad interior por la imagen de la Madonna della Lettera, protectora de la ciudad.
En el estrecho de Messina, entre Escila y Caribdis, el sagaz Ulises y sus compañeros afrontaron uno de los episodios más peliagudos de su Odisea. Y, justo donde el barco de Ulises estuvo a pique de zozobrar, en la punta más extrema del puerto de Messina, sobre una inscripción que reza "Vos et ipsam civitatem benedicimus", se alza una enorme estatua de la Virgen. La presencia tutelar de la Virgen, acogiendo bajo su manto a la ciudad italiana con mayor tradición masónica después de Turín, resume la agitada y tortuosa historia de Messina, que es una cifra de la historia del mundo: pues todas las dominaciones, guerras y terremotos que en el mundo han sido no son sino vislumbres embrollados de otro combate sempiterno cuyo final ya ha sido escrito: "Non prevalebunt". Y ese final no podrán borrarlo ni siquiera los alguaciles iconoclastas, aunque se pongan como la niña del exorcista.

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