Estoy seguro de que no es esa su intención, pero estos argumentos han servido hasta ahora para tranquilizar la conciencia de quienes prefieren no arriesgarse y, en el caso de los eclesiásticos, para justificar su luciferina tolerancia.
Uno tiene ya cierta memoria sobre esta clase de asuntos. Cuando aún había suficientes militantes de verdad, ardían los cines, o los gases lacrimógenos llenaban las salas, o no se podía acceder a ellas. Los responsables de los espectáculos blasfemos recibían sustos y sopapos. Los medios del sistema vociferaban, pero no aumentaba la asistencia. Al contrario.
Y el honor de Dios aún se hacía respetar un poco.
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