Para responder a esta pregunta creo que viene bien recordar lo que decía el filósofo Francisco Canals Vidal en dos artículos publicados en El Pensamiento Navarro el 25 de Mayo y 8 de Julio de 1971 titulados "Carlismo y Tradicionalismo".
Los subrayados y comentarios entre corchetes son míos.
“Lo que nos interesa es plantearnos la pregunta de plena vigencia para el presente y el futuro de España, por llena de sentido para la comprensión de su historia política, de la definición ‘tradicionalista’ del hecho social y político del carlismo y de la concreción ‘carlista’ del tradicionalismo español. Procuremos enfrentarnos a la cuestión con decisiva vuelta a las cosas mismas y evitando el enzarzarnos en palabrerías deformadoras.
Todo el mundo ve que merecen ser calificados como eminentes pensadores tradicionalistas hombres como el Donoso Cortés en su segunda época. Contemporáneamente ejercen influencia universal escritores tradicionalistas franceses, belgas e incluso norteamericanos. Esto no supone en modo alguno que fuese posible hoy en Francia o en los Estados Unidos de América una acción política de intención y contenido semejante al realizado en España por el pueblo carlista. Ni tampoco que pudiese Donoso Cortés realizar algo parecido en la España isabelina o en la Francia donde hizo explosión su genial Ensayo.
Con el término tradicionalista se significa un sistema de pensamiento sociológico y político. Incluso se puede significar con este término no sólo una doctrina sobre lo político, sino también una actitud práctica ante la vida política. Con las salvedades que deben hacerse siempre sobre los términos que concluyen con el sufijo ‘ismo’ –nadie comprendería que en la liturgia de la misa se sustituyese el credo, profesión de fe cristiana y católica, por un acto de adhesión a los principios cristianistas y catolicistas– puede aceptarse que el término tiene su propia virtualidad. Personalmente me afirmo como tradicionalista y entiendo caracterizar así una doctrina y una actitud.
Por esto mismo un pensamiento tradicionalista sería incompleto, mutilado en el más estricto sentido de este término, si no alcanzase a decisiones fundadas en juicios concretos sobre la vida histórica y actual de la sociedad. En España un tradicionalista que se definiese temática e intencionadamente como no carlista sería comparable a un irlandés que a fines del siglo XVII se hubiese definido como amante de su patria y católico romano pero orangista [Es el caso de Donoso Cortés, que se definía cristino e isabelino; Menéndez Pelayo, que se definía alfonsino; Eugenio Vegas Latapie, que se definía alfonsino y juanista; o de Blas Piñar, que se definía y se sigue definiendo franquista]. Esta actitud evidentemente le hubiese permitido la conservación de sus propiedades y cargos; pero es obvio que no hubiese sido conducente para la perseverancia de su nación en la fe católica y en su autenticidad irlandesa. Un ‘carlista’ que se profesase ‘no tradicionalista’ sería por su parte comparable a un ‘jacobita’ protestante [Fue el caso de los seguidores de Carlos Hugo y de los actuales seguidores de su hijo Carlos Javier] . Los jacobitas protestantes, en ninguno de los países que vendrían a formar el Reino Unido, tuvieron eficacia de ninguna clase.
Hemos querido aludir a estos ejemplos históricos para hacer intuible en lo concreto y singular lo que queremos decir, y sobre lo que convendrá reiteradamente volver: un tradicionalismo español sin carlismo se mueve en el orden de una consideración de la esencia sin la existencia, por el afán de huir de lo concreto y singular.
Pertenece así un ‘tradicionalismo’ al orden del saber especulativo -práctico, y no al de la vida política. Pero lo activo y eficiente no es la esencia ni el saber de la esencia sino el ser de las cosas, lo que olvida el racionalismo político. Aunque tal vez este tradicionalismo de principios y de esencias es precisamente, en el plano concreto y político, no ya un racionalismo, sino una desfiguración y traición enervadora.
‘Tradicionalismo’ de suyo significa la esencia y contenido del hecho carlista. ‘Carlismo’ menciona la lucha española por la tradición en su concreción histórica y social. Un carlismo no tradicional es, por lo mismo, un hecho sin sentido. Un tradicionalismo español indiferente al carlismo, es un sentido sin hecho. Un sistema de conceptos sin la fuerza y la eficiencia de lo que es” .
En el segundo artículo Canals Vidal hace referencia a la nefasta influencia que tuvieron algunos tradicionalistas no legitimistas que se pasaron a las filas legitimistas llevando consigo las tácticas políticas que habían aprendido de los tradicionalistas europeos (lo que comunmente se llama lucha legal o electoral), tácticas buenas para la difusión del ideario tradicionalista pero que eran completamente inoperantes y estériles en lo que se refería al objetivo principal: la reconquista del poder político efectivo por parte del Rey legítimo, que siempre se había intentado principalmente por la vía militar (bien mediante la guerra si se podía reclutar un Ejército, o bien por la vía de una acción rápida con la colaboración de un General, como fueron los intentos fallidos de 1860 con el General Ortega y de 1936 con el General Sanjurjo).
“ En lo profundo de la sociedad española, como elemento nuclear y vertebrador de su ‘historia’ actual y futura, vive el hecho carlista, con su fuerza popular, no populista; nacional, no nacionalista; macabaica, no farisaica; tradicional, no ‘tradicionalista-romántica’; contrarrevolucionaria, no ‘conservadora de la revolución liberal’. En la más patente y ostentosa superficie de la vida política española muestra su filistea vigencia la corriente que, a partir de la sofisticación dieciochesca de las ‘clases ilustradas’, de que habló Vicente Pou, llevó del latifundismo liberal de los desamortizadores al socialista latisueldismo […] de los burócratas y financieros de la segunda revolución industrial y del Desarrollo […]. La esencia de la guerra carlista fue la defensa de la tradición. Pero los defensores de la tradición frente al liberalismo, en Cádiz, o en el trienio 1820-1823, o cuando el liberalismo se constituyó en el factor políticamente activo de la causa de Isabel II, se dieron a sí mismos, o recibieron a modo de insulto por sus adversarios, diversos nombres: realistas, absolutistas, serviles, etc. No se dieron ni recibieron el nombre de tradicionalistas.
En los escritos políticos de Balmes no se halla ni una vez mencionado el ‘tradicionalismo político’ o el ‘partido tradicionalista’; y así el término no aparece nunca en los índices de la edición crítica de las obras del P. Ignacio Casanovas. En el estudio del mismo autor sobre la vida, el tiempo y la obra de Balmes, el ‘tradicionalismo’ significa únicamente la filosofía de la escuela apologética francesa, sin una sola alusión al término en sentido político.
El término tradicionalismo, usado para designar al carlismo, es tardío. No se generaliza hasta después de 1868, al aparecer la causa carlista por primera vez en forma de partido, con el nombre de ‘católico-monárquico’, con actuación parlamentaria, prensa política y Juntas orientadas a una acción electoral, por obra de dirigentes procedentes sin excepción de los sectores ‘católicos’ de la política isabelina [Son los famosos neocatólicos. Unos se integrarán perfectamente, como Aparisi y Guijarro, pero otros, como Ramón Nocedal, traerán sus propias ideas tomadas de la táctica política tradicionalista europea].
El carlismo no fue nunca un partido al estilo liberal-parlamentario. ‘Carlismo’ no puede nombrar pues la concreción en forma de partido del ‘tradicionalismo español’. Antes al contrario ‘tradicionalismo’ fue el término empleado al asumir la causa ‘carlista’ hombres de formación política parlamentaria y de ideología y actitud típicamente imitada del ultramontanismo político europeo. Algunas veces estos hombres propugnaron de nuevo la abstención electoral, como Cándido Nocedal en algún tiempo. Pero no hay que olvidar que toda la estructuración a modo de partido de la causa ‘tradicionalista’ se deriva fundamentalmente de estos hombres. Es un interesantísimo tema de estudio histórico el de estos orígenes isabelinos –románticos– del tradicionalismo español.
Que todo ello tendía a convertirlo en un sentido sin hecho lo prueba, no obstante, que fuera de los ambientes periodísticos, universitarios o profesionalmente políticos, nadie entiende seriamente por ‘tradicionalistas’ más que a los ‘requetés’. ¿Cree alguien que hubieran podido sustituirse, como fuerza eficiente en el curso de la historia española, los navarros de la Plaza del Castillo en julio de 1936, por escritores ‘balmesianos’ u oradores ‘tradicionalistas’ ?
Partido tradicionalista, ya no carlista, fue el surgido del manifiesto de Burgos, de Ramón Nocedal, expresivo, de lo que se llamó más comúnmente ‘integrismo’. Comunión tradicionalista fue el nombre resultante de la fusión integrista-carlista en los años inmediatos a la Cruzada [Aquí volvió a ocurrir lo mismo que hemos señalado antes con los neocatólicos. Unos se integraron perfectamente, como Fal Conde, pero otros llevarían consigo aquellas tácticas políticas tradicionalistas en las que sólo se quiere difundir la doctrina pero no se busca al mismo tiempo una auténtica y efectiva reconquista del poder, y que hoy en día podemos ver bien reflejadas en los dirigentes del autodenominado partido político CTC].
Suponer que el ‘tradicionalismo’, como ideología o doctrina, existió con anterioridad al ‘carlismo’, y que se concretó accidentalmente en éste, es a la vez una inversión de sentido y un desfase cronológico más que secular”.
Última edición por Martin Ant; 19/12/2012 a las 21:40
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