La rampa

JUAN MANUEL DE PRADA





EN este empeño por ver a la Infanta bajando la rampa de los juzgados uno sólo descubre aquella inquina del populacho que se congregaba, allá por los años del Terror, en la plaza de la Revolución (hoy llamada sarcásticamente de la Concordia), para ver como guillotinaban a los nobles; y que, cuando se despistaba, gritaba despechado:
–¡Otra vez! ¡Queremos verlo otra vez! ¡Que lo repitan!
Escribía Víctor Hugo que el populacho es un ser «sumido en un estado de ignorancia primaria, de inmadurez moral e intelectual, del que se puede decir, como del niño: esa edad impía». Hace Víctor Hugo esta reflexión en aquel pasaje de Nuestra Señora de París en el que Quasimodo es flagelado y expuesto públicamente, para que la chusma lo apedree de esputos, injurias y abucheos. El mismo papel que la picota desempeñaba en la novela de Víctor Hugo lo desempeña hogaño la célebre rampa, hasta la cual el populacho ya ni siquiera tiene que desplazarse, porque la televisión se la lleva a casa (y le permite ver las bajadas cuantas veces desee). Así, sentadito en su butaca de cretona, el populacho de nuestro tiempo puede echar de comer al niño impío que le anida en las entrañas, sin necesidad de gargajear hasta quedarse sin saliva ni de aullar hasta quedarse afónico; porque vivimos en una época muy civilizada en que las bajas pasiones se refugian en la intimidad del hogar, a diferencia de aquellas épocas bárbaras que las congregaba ante una picota o una guillotina. Por supuesto, nuestra civilizada época disfrazará el rencoroso regocijo que le produce ver a la hija de un rey bajando por la rampa diciendo que la justicia es «igual para todos». Pero, debajo de este disfraz de retórica igualitaria, se esconde la malicia del jorobado Fontova, mucho más cabrón que Quasimodo: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Fontova. / Y me pongo a preguntar: / ¿Querrá verse sin joroba / o me querrá jorobar?».
La célebre rampa resucita otro asunto clásico del resentimiento patrio, cual es el de la diferencia social entre quienes van por la calle en coche y quienes van andando. De esta diferencia los hidalgos pobretones de nuestra picaresca hacían un mundo; y no les importaba tener el mayorazgo roído por las ratas, las tripas descomulgadas y los herreruelos calvos si podían pasearse en coche por la calle, estirando el pescuezo para que todos los vieran y rabiara el populacho sin coche. Desde entonces, el sueño de todo gobernante deseoso de aquietar el resentimiento ha sido gobernar una España donde hubiese un coche por cada casa; pero, una vez logrado ese sueño democrático, descubrimos que el populacho no se conforma con tener coche, sino que además quiere ver a la hija del rey bajando a pie una rampa, para poder increparla.
Uno tiene la impresión de que la monarquía, en España y fuera de España, se muere, como aquel rey Rodrigo del romance, «por do más pecado había»; esto es, por la obsesión democrática, fuente de su gran desdicha. Hubo un día funesto en que las monarquías pensaron que, allanándose plebeyamente, echando a barato su sangre (¡por romanticismo!) y dedicándose a oficios y afanes que antaño estaban vedados a la gente de alcurnia se harían perdonar del populacho rencoroso, olvidando que pretender contentar a quienes no desean ser contentados es locura; y olvidando también que el pueblo leal que los había elegido deseaba verlos encumbrados, no mezclados con la plebe y acatarrados por el microbio de lo que los moralistas de antaño llamaban «solicitud terrena». En esa célebre rampa de los juzgados de Palma se certifica el fracaso de esta obsesión que un día funesto enfermó a las monarquías.






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