Tiranas banderas



Una institución anuncia en su fachada que lleva tantos años «luchando contra la pobreza». Sin duda querrá decir que ha socorrido a los pobres, o incluso que ha actuado sobre las causas de la pobreza para aliviarla o prevenirla. Con un poco de poesía —si la repetición pedestre de frases hechas conserva tal dignidad— a esto se le puede llamar una lucha, sea, aunque no es menos cierto que, amparado por la misma licencia, yo también puedo «luchar contra la pobreza» firmando una petición o clamando en una tertulia sin jamás en la vida haber levantado un dedo por un pobre. Todo quedaría en una inocente cursilería, si la cosa no fuera más allá.





En la presentación madrileña del libro Iglesia y política: cambiar de paradigma que tuvo lugar hace varios meses, don Manuel de Santa Cruz se lamentaba de la reciente —o quizá no tanto— querencia del lenguaje pontificio a imitar el discurso político en su tan manida práctica de emplear términos que cada cual puede interpretar como mejor le parezca, oyendo lo que quiere oír y amoldando el mensaje a sus propias preferencias. El mensaje renuncia a comunicar para alcanzar mayores cuotas de consenso maquillado.

Es verdad que las definiciones objetivas, que nos permiten a los hombres que vivimos bajo un mismo cielo entendernos cuando llamamos al pan, pan y al vino, vino, no viven su mejor momento. No es ninguna novedad. Todo empezó cuando, en aras de una elucubración un tanto juguetona, se dejó de dar por hecho algo tan elemental como que el mundo que compartimos existe: «pienso, luego existo». Lo único seguro es el sujeto. Rousseau completa a Descartes: las sociedades, ergo, sólo existen por un pacto entre sujetos. Es inconcebible que una realidad objetiva, que quizá existe pero yo existo más, me obligue a pensar en cierto felino antipático cuando usted habla de su gato; para mí, si quiero, un gato es una liebre y viceversa. El hombre es el rey de su Creación, imperante en su propia subjetividad y libre de pensar libremente.


«Y ¿qué es pensar libremente? No hay cosa menos libre que el proceso normal del pensamiento: arranca del obligado buen uso de las facultades mentales, sigue el curso cerrado de la lógica y tiene el fin forzoso de la verdad. [...] No hay libertad posible en el curso normal del pensamiento. La única libertad es la del error.»
—Luis Hernando de Larramendi, Cristiandad, Tradición, Realeza.


El mundo moderno ha repudiado la objetividad, la unidad en el significado. (En esto revela su individualismo, porque sólo con esta unidad es posible el entendimiento mutuo y el a-cuerdo, la aproximación de los corazones, el sentir y pensar común: la sociedad). Pero yo iré un paso más allá. Este mismo mundo moderno ha encontrado un sustituto a su medida: la unidad en la connotación. Es un hecho constatable: hay ciertos términos, y no precisamente los más sencillos, que, sin necesidad de ser comprendidos a través de definiciones, provocan una misma reacción en buena parte de la gente. No lo hacen mediante un significado ni un razonamiento, sino a través de una serie de asociaciones eufónicas que la gente parece compartir. Son palabras-bandera que sazonan la comunicación, palabras que capturan —con precisión desconcertante— una amalgama de imágenes y sentimientos. Si alguien publicitara una nueva marca de patatas fritas democráticas, o de patatas fritas humanas, ¿pensaría usted en una república de tubérculos antropomorfos, como cabría esperar del sentido de las palabras? O, quizá, antes de pararse a pensar en la absurdidad de esta combinación, su mente ya le haya evocado un vago abanico de asociaciones: patatas cultivadas en países pobres, agricultores suficientemente remunerados, precios asequibles, beneficios destinados a la investigación médica, mil etcéteras.


Huelga decir que estas asociaciones no son inocentes. Cuando el significado de las palabras ya no obedece a la razón, obedece a la fuerza. Esta nueva comunicación eufónica se forja con la repetición, que es de todo menos espontánea en una sociedad estragada por lo que podríamos bautizar la paraclitación de los medios de masas. Éstos ya no sólo ejercen su influencia sobre los individuos que consumen personalmente su información o des-información, sino que se constituyen en una tercera persona en la comunicación entre los propios individuos, invisible pero presente en la más cotidiana conversación entre dos personas: «porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo xviii, 20). Se insertan como un intermediario que se impone como referencia cultural y conceptual imprescindible, un monopolista de la palabra que crea un Babel entre los hombres que no hablen su esperanto, un paráclito que insufla su ciencia al oído de cada interlocutor, caricatura del Espíritu Santo que toma la forma del pajarraco de Twitter o del gorrión-Chávez que dialoga con Nicolás Maduro. Allí donde no existe el medio para alcanzarlo, no se busque a-cuerdo, no se busque sociedad de hombres libres. No hay otra posible que la que dicte el pajarito bolivariano.


«Nadie se conoce».




Un militar, o un jurista —o cualquier combinación de éstos que al lector se le pueda representar— pone en tela de juicio la Constitución de 1978, ya sea su articulado o las circunstancias históricas de su gestación. No ha «defendido» la Constitución. No importa que desempeñe su trabajo lealmente, aplicando cada día la norma que ha criticado. No ha «defendido» la Constitución. No importa siquiera que una cátedra de Derecho Constitucional ampare sus observaciones. No importa que buena parte de las autoridades de este país cuestione a diario, no ya partes de la Constitución, sino la misma existencia de la España que la sustenta y precede. No importa que otros militares que sí la han «defendido» de palabra hayan recibido el descrédito y la ignominia de manos de las más altas autoridades políticas.


«¡Que conservéis el poder de exiliar a vuestros defensores, hasta que, tarde o temprano, vuestra ignorancia —que no ve hasta que no toca—, sin hacer excepción de vosotros mismos —que seguís siendo vuestros propios enemigos—, os entregue como abyectos cautivos a alguna nación que os conquistó sin golpes!»
—Shakespeare, Coriolano.



No ha «defendido» la Constitución. Tampoco importa que la reforma total contemplada por la propia Constitución (artículo 168) acoja en potencia cualquier crítica que pueda hacerse, de tal forma que los que no admiten la crítica son realmente quienes no «defienden» la Constitución, negando la virtualidad del artículo que prevé esta posibilidad... son más constitucionalistas que la Constitución. No importa, finalmente, que las constituciones se digan manifestaciones de la voluntad soberana que las hizo y que puede, sin respetar las reglas impuestas por su criatura, deshacerlas. El que critica la Constitución es traidor; el que la derroca es «poder constituyente». Que se lo pregunten a Víctor Yanukóvich.

Obsérvese la contradicción. La libertad de expresión permite definir las cosas como se quiera, sin que la racionalidad suponga un límite a la voluntad: así, pronunciar un discurso es «luchar» contra la pobreza, valorar una norma jurídica, como lo es la Constitución, es no «defenderla». Y el jurista o el militar —o cualquier combinación de éstos que al lector se le pueda representar— que con sólo desempeñar su trabajo ya está defendiendo —de obra, de verdad— el ordenamiento jurídico e indirectamente, mal que le pueda pesar, las normas particulares que lo integran en un momento dado, comparte patíbulo con el espía y el golpista. Porque lo contrario de «defender» ya no es atacar, es criticar: ¡fíjese si la cursilería acaba siendo inocente o no! La libertad de expresión cercena la libertad de expresión. «Una libertad ciega, es decir, no racional, no es libertad», sentencia Julio Alvear (1). Las palabras, despojadas de racionalidad y convertidas en banderas, comienzan a ejercer su tiranía.


«—Se le acusa de inocencia, es decir, de atentar contra la justicia al ser capaz y culpable de todos los crímenes en vez de serlo de uno solo, apto a castigarse con una pena precisa de nuestra jurisdicción. [...]
—Me declaro culpable de ambos cargos: confieso estar cercado por la amenaza de las faltas que no he cometido.»
—Jean Cocteau en El testamento de Orfeo.






Un profesor universitario, explicando la Unión Europea a alumnos extranjeros, lamenta el crecimiento electoral de ciertos partidos xenófobos como «un paso atrás para la democracia». Los alumnos escuchan esta naturalísima explicación sin levantar una ceja. A nadie parece ocurrírsele que unos resultados electorales, sean los que sean, son por definición el producto de la democracia.

—Se equivoca, Firmus. En una democracia se puede elegir lo que se quiera, sólo que hay algunas cosas que no se pueden elegir porque no son democráticas.
—¿Por qué no son democráticas?
—Porque si ganan, se acaba la democracia, y ya no te dejan elegir.
—¿Y acaso usted me está dejando?


Pero no, unos resultados, está a la vista, son más democráticos que otros, porque la democracia no se define como un sistema neutral de elección, es más, ni siquiera se define: es una palabra-bandera, una construcción ideológica que se va delimitando y adaptando a golpe de propaganda. La elección, es cierto, ocupa una parcela en esa construcción. Pero una muy pequeña.

¿Cómo es posible que esto sea así, si el primer postulado de la democracia es que todo está sometido a la voluntad del pueblo soberano, del «poder constituyente»?


Es posible precisamente por eso, porque todo está sometido a la voluntad, y lo que ocurre con la libertad de expresión ocurre con la libertad en general. La gran libertad anega la pequeña, la concreta, la mía y la de usted. La libertad ab-soluta (sin límites), la libertad soberana, la mayúscula, que es la vértebra de la democracia, es una libertad desaforada, desprovista de racionalidad. Esto le permite, primero, «avanzar» en la construcción de su conglomerado ideológico sin que los límites de la naturaleza o de la razón le pongan freno —recuérdese: pienso, luego existo—, ya que la libertad ha de ser absoluta. Esto, incidentalmente, explica que buena parte de esta construcción ideológica sea utópica e irrealizable, porque por muchas «generaciones» de derechos que se apilen en las declaraciones y en las constituciones, las leyes de la naturaleza y la razón imponen, impasibles, sus diques... y todo lo que se haga ignorándolos, ya puede el sujeto airear sus credenciales de voluntad y libertad, es aire. Pues bien, si el haberse emancipado de la razón permite a esta construcción ideológica crecer desbocadamente, crecer con tanta desmesura que ya no quede sitio para la libertad concreta y auténtica, también tiene por consecuencia impedir que los hombres resistan su avance, porque ¿acaso es posible detener la libertad en nombre de la libertad? En otras palabras: ¿se puede votar el fin de la democracia?

Se puede votar el fin de una constitución. La Constitución española de 1978 puede suprimirse con su propia reforma, desde el «poder constituido»; otros países no contemplan esta posibilidad de reforma total, pero ese objeto político no identificado (mitad violento, mitad asambleario; nadie sabe de antemano bajo qué forma se le espera, porque su existencia no se verifica hasta que triunfa) que es el «poder constituyente», puede, según sus ilustres e ilustrados teóricos, en todo momento y en cualquier país, abolir todo lo positivo, constitución, leyes y derechos, para volver a un «estado de naturaleza» y proceder, una vez renovada contractualmente la convivencia, a reconstruir desde cero. Lo que no puede, evidentemente, es abolirse a sí mismo, porque esto no es, aunque el lenguaje nos permita expresarlo de esa manera, un poder algo, sino un no poder; es dejar de ser omnipotente. Y esto no se puede elegir, a pesar de la omnipotencia o precisamente a causa de ella. Puede ser que al «poder constituyente» de un día se le ocurra decretar que ésta es la última revolución, que sí, de verdad, y que ya todos vamos a vivir tranquilos y ser justos y benéficos; puede escribir una constitución que decrete solemnemente que el «poder constituyente» ya no existe o que nunca existió, y que la nueva legalidad va a perdurar, intacta, hasta el fin de los tiempos... nada de eso impedirá al «poder constituyente» de mañana cambiar de opinión, tirar la constitución a la basura con la tinta aún fresca y del pasado hacer tabla rasa.

Es decir, la democracia «formal», la elección, no puede acabar con la democracia «material», la ideología. Aunque ésta última se diga neutra de contenido y sólo consista en la libertad de elegirlo todo. Que no es, por tanto, todo, y que acaba siendo casi nada. Esta serpiente que se muerde la cola es la contradicción que sirve de pista de despegue para la tiranía.



Porque es, efectivamente, una contradicción. El habla corriente llama contradicción a lo que sólo es su apariencia, a las manifestaciones de la riqueza y complejidad propias de las cosas divinas y humanas. Pero una contradicción es, en realidad, un sinsentido, algo que no puede ser. Y la democracia está construida sobre una. Es la propia del pensamiento relativista o escéptico, que al decir «todo es relativo» está enunciando una proposición de lo más objetiva.

«Toda forma de escepticismo es auto-contradictoria, en último análisis. Todas vienen a decir que es verdad que no hay verdad, o que podemos conocer que no podemos conocer, o que podemos estar seguros de que no podemos estar seguros, o que es una verdad universal que no hay verdades universales, o que puedes ser muy dogmático sobre el hecho de que no puedes ser dogmático, o que es un absoluto que no hay absolutos, o que es una verdad objetiva que no hay verdades objetivas.»
—Peter J. Kreeft, Ronald K. Tacelli, Handbook of Catholic Apologetics.

Quien tuviera la osadía de sostener que hay cosas que no son relativas, que hay cosas que no están sujetas a elección —como cabalmente debería hacer cualquiera que reconozca la objetividad de la realidad, que distinga los gatos y las liebres— se encontrará con que su particular heterodoxia es la única que no tiene cabida en la permisividad acordada a las demás, y recibirá un castigo justificado por el sofisma de Robespierre: el que delinque contra la ley se coloca fuera de la ley, y por tanto no disfruta de las garantías que ésta extiende a todos salvo a él. Guerra sin cuartel al intolerante, en nombre de la tolerancia.


Por eso, cuando los periódicos claman diariamente por «más» democracia, cuando se quiere timbrar los cuarteles con un «todo por la democracia», no sólo se está incurriendo en un disparate (ya que no se puede pedir más de algo que no es cuantificable porque no tiene en sí contenido; ya se dijo que morir por la democracia es como morir por el sistema métrico decimal), sino que se está avanzando una bandera. Los pocos la enarbolarán con alguna agenda inconfesable; los muchos, por buenismo, para corear a los que parecen legión o para halagar voluntades y fabricar consensos. Pero todos defienden, quizá inconscientemente, un mismo campo: la arbitrariedad. Porque allí donde todo es relativo, donde la razón no puede discernir ni los hombres entenderse, se impone la fuerza que sea —relativamente— mayor. Un sistema que se funda en esta contradicción no es sistema. Es anarquía. Y cuando no lo es, es fuerza bruta.




—F&R

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(1) Julio Alvear, La ideología de los derechos humanos y la doctrina social de la Iglesia: un compromiso imposible, en Verbo (nº 513-514) condensando epigramáticamente la idea de León XIII en Libertas praestantissimum, núm. 3.

Firmus et Rusticus