Discurso en la cena de Cristo Rey: la justicia social

Presentación

Rvdo. Padre, amigos todos: Volvemos a reunirnos, como tantos años, para recordar el principio de los principios que inspira al tradicionalismo político. Ese principio, encumbrado por la Quas primas de Pío XI, coincide, como todo lo práctico, con el fin que debe perseguir toda sociedad: el reinado efectivo de Jesucristo sobre nuestra Patria, cosa que hoy defiende sin atenuaciones, casi en solitario, la Comunión Tradicionalista. No se puede decir que hayan mejorado las cosas desde el año pasado. Desde mi más tierna infancia he oído decir, hoy vuelve a decirse, de forma cada vez más justificada ¡cómo están las cosas! ¡esto es el acabose! ¡a dónde vamos a ir a parar! Los jóvenes se ven condenados a una vida mísera, al paso que se gestan inmensas fortunas a la sombra de la llamada crisis. Los eclesiásticos, siempre unos pasos por detrás de la realidad, todavía quieren granjearse las simpatías de unos y otros y, ahora, hallando valores cristianos en cualquier clase de amancebamiento o sodomía, parecen dispuestos a dilapidar la institución familiar, único aspecto de la moral social en que se mantenían firmes. Por su parte, la estúpida pretensión norteamericana de universalizar su modo de vida ofrece frutos cada vez más amargos y peligrosos. No sólo entre los países musulmanes que, por reacción, reduplican su fuerza, sino también para quienes han asimilado el sistema y ven cómo, por ello mismo, se desmorona nuestra sociedad. Lejos de nosotros la alegría de quien piensa que cuanto peor, mejor. Todo el desastre promovido por la Revolución debería haberse atajado tiempo ha. Pero no hay que negar que los últimos acontecimientos parecen haber despertado la conciencia de muchos que ya dejan de confiar en parches para darse cuenta de la necesidad de cambiar radicalmente de paradigma, de dar un vuelco completo en las bases del sistema; vuelco que sólo arribará a un fin cuando se una con el principio. Y allí, en la meta, los que desanden, o deconstruyan, el montaje de la sociedad civil y eclesiástica moderna, hallarán a la Comunión Tradicionalista, dispuesta a reconducirles a los fundamentos de la verdadera convivencia cristiana. No creamos, sin embargo, que del cáliz pueden dejarse las heces; no abandonemos una resistencia que quizás está vislumbrando el término de su calvario. En estos días pasados, se me han acercado en la Facultad alumnos y personas que se interesaban por el carlismo, cosa hasta ahora completamente inusual en los ambientes académicos. Tomemos eso como presagio y redoblemos nuestro ímpetu, recordando el futuro reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy nos hablarán, primero, don Ignacio Hernández, historiador especializado en el carlismo, gran colaborador en la sombra de nuestra página carlismo.es. Y, después, Don José Ramón García Gallardo, caballero oficial de la Orden de la Legitimidad Proscrita y Consiliario Nacional de Juventudes Tradicionalistas.
José Miguel Gambra
Discurso de don Ignacio Hernández

En el año 1925, el Papa Pío XI enviaba su encíclica Quas primas, por la cual, como es sabido, promulgaba la fiesta de Cristo Rey para el último domingo del mes de octubre. En ella, el Pontífice planteaba cómo toda cuestión humana debía someterse a los principios cristianos. Así, la economía no se escapaba de tales directrices. El empresario y el empleado, el obrero y el profesional, el campesino y el funcionario, todos deben actuar de acuerdo a estos principios. Un excelente dique contra el poder del dinero fue la Monarquía. Pero no cualquiera, sino la católica, fuerte, capaz
de hacer frente a los intereses materiales que bajo capas de bien común esconden el egoísmo. No es que la República favorezca la caída del gobierno en la plutocracia, pero sí tiene una tendencia. En el Antiguo Régimen, las repúblicas, incluso las aristocráticas como la de Venecia, terminaban absorbidas por los intereses económicos de las grandes familias. E igual pasó con la usurpación del trono en Inglaterra por Guillermo de Orange y luego por los Hanover. El Parlamento, compuesto por la City y por los nuevos ricos de la revolución protestante que siguió al cisma anglicano, se apropió del gobierno. La monarquía constitucional deja el camino libre a la plutocracia. Fijémonos, en contraste, con nuestra monarquía, cuyos titulares conocieron los problemas económicos de sus súbditos. Carlos V que llegó a recorrer horizontes sin calzado por los sacrificios de la guerra. Carlos VI obligado a ocupar estancias muy por debajo de su rango. Ese Carlos VII que incluyó en el Acta de Loredán la doctrina social, como recordó Don Sixto Enrique en su Manifiesto de Irache. Y Jaime III que asistía con su traje de pana y carnet de sindicado a las reuniones sindicales, fruto de su curiosidad obrera. Allí vio cómo el mayor peligro para las organizaciones sociales era su politización, que hacía que no funcionaran de acuerdo a los intereses profesionales del obrero, sino del partido. El liberalismo, cuando se apoderó del gobierno en España, decía querer resolver los problemas del Antiguo Régimen. Creó en cambio problemas de gravedad mucho mayor, que todavía hoy arrastramos. Y todo indica que seguirán agravándose. En la España de 1833 apenas había desheredados. La inmensa mayoría de los españoles tenía acceso a la propiedad, ya fuera mediante la propiedad privada o la comunal. De tal manera, la depauperación del campesinado no existía por motivo del reparto de las tierras. Pero el propósito de crear una burguesía que funcionara como sostén de la monarquía usurpadora, amén de la avaricia y del sectarismo, llevaron a Mendizábal y a Madoz a arrasar con las propiedades comunales, así como con los bienes de las corporaciones y con los eclesiásticos. En las Españas de Ultramar tuvo el liberalismo el mismo efecto. Corsi Otálora recordaba en su libro ¡Viva el Rei! cómo la independencia de Hispanoamérica significó también la entrega del poder a una burguesía mediatizada por los intereses anglosajones. Así, los negros, carentes de monarca y, por tanto, de justicia, pedían su retorno y la caída de la nueva oligarquía al grito de ¡Muera el blanco! El primer ataque condenó a la Iglesia, antes independiente en materia económica, a arrodillarse ante el poder civil. Por si fuera poco, la economía dependiente de la Iglesia desapareció y multitud de monasterios y obras de arte desaparecieron o se dispersaron. Si queremos disfrutar de muchas obras españolas, tenemos que marchar a América. Por no hablar de la enseñanza y de las obras sociales; el generalizado analfabetismo del siglo XIX y comienzos del XX, por ejemplo, es fruto de la Desamortización. El segundo ataque provocó la pobreza en el campesinado español. Perdidos los bienes municipales, sus fuente de ingresos disminuyeron. El campesino se transformó en jornalero, sujeto a las leyes de la oferta y la demanda, y las más de las veces a la explotación. Consciente de esta situación, Luis Chaves Arias, carlista, fundador del Correo de Zamora, alentó a crear las cajas rurales que alejarían el fantasma de la usura del campo español; fomentó también las cooperativas de consumo. El liberalismo preparó a la sociedad para implantar el caciquismo y crear el proletariado, masa sin amparo, una parte del cual pronto se acogería a los cantos de sirena de socialistas y comunistas. En aquel momento empezaron a surgir los sindicatos, para llenar el vació dejado por los gremios. En principio o en apariencia, al menos, luchaban por la dignidad de los que habían sido convertidos en proletariado. Dignidad que habían perdido por culpa del capitalismo de la alta burguesía. Sindicatos que nunca debieron ser instrumentos al servicio al Estado ni del partido, sino defensores de los intereses profesionales. Por desgracia la trayectoria de los de izquierda los llevó enseguida a la situación de ahora, profesionalizados y burocratizados, que funcionan de forma descendente. Ni son autónomos ni representativos de los trabajadores. Conocedores de esta realidad, los carlistas Ramón Sales y Ginés Martínez crearon sindicatos libres en sus respectivas ciudades: Barcelona y Sevilla, que luego irían surgiendo en otros lugares. El segundo, diputado y operario en la Compañía de Ferrocarriles, no cabía en su asombro cuando consultando archivos y bibliotecas contempló como el Fuero de Badajoz combatía los trusts, los monopolios y la especulación de los intermediarios; cómo los Reyes Católicos consideraron delito el sabotaje; cómo se protegía la profesión de la mujer para no que no cayera en la pobreza la viuda o para conseguir su dote la soltera; o las medidas que había para evitar los posibles abusos del maestro contra al aprendiz. Allí estaban el Fuero Juzgo, el Código de las Siete Partidas, el Fuero de Teruel, las Leyes de Toro, el Ordenamiento de Montalvo, la Novísima Recopilación, las pragmáticas de Felipe II o las Leyes de Indias. No había en aquel entonces socialistas. Sí había espíritu de justicia en los legisladores. Y era visible la influencia de los teólogos de Alcalá, Salamanca o Valladolid. Muchos de ellos actuaron como tribunos del pueblo, como en el siglo XX sería el dominico padre Gafo, mártir a manos de los rojos, al igual que Ramón Sales. Inspirado en estos principios, el Carlismo fue puntero en la cuestión social. De tal manera, que el Primado Aguirre llegó a preocuparse de que el sindicalismo católico cayera entero en manos de los carlistas. Y era un problema, porque los carlistas no compadreaban con el poder oficial. Sentencias como «un capitalismo excesivo, que tiene su trípode en el anonimato, la Banca y la Bolsa, que por su origen puede proceder de especulaciones inmorales, y que por su empleo se dirija al vicio, a la inmoralidad, a la corrupción, al goce personal, con el desprecio a los necesitados, está en oposición con los fundamentos de la propiedad y con la solidaridad de los demás trabajos» no son de Pablo Iglesias, sino de Vázquez de Mella. En 1913, la Casa de la Tradición, en la calle Pizarro, retó a los anarquistas y socialistas a debatir sobre la cuestión social. El debate fue claro, la Comunión Tradicionalista tenía mejor respuesta a los problemas, destacando el verbo de López de Viviego, Mergelina o Hernando de Larramendi. Y es que el Carlismo, asentado en el sentido común, no contempla la economía como una ciencia exacta ni dogmática, sino como una ciencia pragmática sujeta a la moral. Sí tiene unas líneas básicas como son el corporativismo (bien entendido este término); la libre concurrencia, dentro de un orden y siempre que no perjudique el bien común; la economía sujeta a la moral y al derecho y como medio, nunca como fin; y la convivencia de la propiedad privada con la colectiva. Hoy en día, a pesar de nuestro reducido número, seguimos con un discurso realista que es capaz de tornar de nuevo aquellos tiempos donde la economía se adecuaba a los principios morales. Cuando el porvenir de España es tan negro, con las bajadas salariales, la pérdida de derechos laborales, el acuciante peso de la oligarquía y al mismo tiempo las terribles consecuencias de las costumbres morales reflejadas en la demografía; en la despoblación del campo debida a la concentración e industrialización de la agricultura, entre otros factores; cuando sufrimos bajo un régimen que ha integrado el paro como una realidad y un instrumento más en el panorama económico, el Carlismo se presenta como un Arca de Noé. Porque, al ser el único movimiento que se somete a los principios verdaderamente cristianos y reconoce la realeza actual y efectiva de Nuestro Señor Jesucristo, sólo de nuestra Causa cabe esperar que, en nuestra Patria renazca el vínculo de fraternidad que, como decía la encíclica Quas primas «alejará y suprimirá los frecuentes conflictos sociales y disminuirá sus asperezas».


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