Constitucionalismo realista
Apuntes para un Discurso del Mayor C. H. Douglas a la Asociación de Investigación Constitucional en el Hotel Brown, Mayfair, 8 de Mayo de 1947.
Constitucionalismo realista
Por C. H. Douglas
Señor Presidente, Señores y Caballeros,
La mayoría de ustedes recordará el proverbio, –se dice que originado en China–, de que cuando alguien es golpeado por un rayo, resulta superfluo consultar el Libro de Fechas con el fin de asegurarse del significado exacto del Presagio.
Pero existen calamidades no menos trágicas, si bien aparentemente menos repentinas, respecto de las cuales nos lisonjeamos de que la mitigación, o incluso la salvación, es posible, siempre y cuando tomemos conciencia de ellas; y aunque los acontecimientos del pasado medio siglo, durante el cual los asuntos del Imperio Británico han sido deplorablemente mal administrados, e insidiosa y abiertamente atacados, parecen arrojar alguna duda sobre aquella esperanza, yo mismo la sigo sosteniendo y, sin duda, también ustedes, o de lo contrario no deberíamos habernos encontrado aquí, hoy, en tiempos que bien pueden ser descritos como críticos.
La justificación, –si es que hay alguna–, que yo debería presentar por mi temeridad en dirigirme a una audiencia de tan amplias y distinguidas cualificaciones, tanto en el campo de la Política como del Derecho, proviene de mi preocupación con lo que parece ser un punto de vista que ha sido descuidado: la realidad objetiva. Pienso que no nos hemos dado cuenta de la extensión con que el Idealismo Absoluto (por usar su nombre técnico) ha tintado el pensamiento sobre esta materia; es decir, que nada existe fuera de la mente del observador y que, por ejemplo, el Gobierno totalitario únicamente necesita de la propaganda masiva para simplemente ser igual de bueno y mucho más fácil que cualquier otra variedad de Gobierno. Dicho de manera muy resumida: mi principal tesis es que esto no es cierto; que las reglas del Universo trascienden el pensamiento humano y no pueden, –en el sentido ordinario de las palabras–, ser alteradas; y que por tanto deben ser reconocidas y obedecidas. En este sentido, el Constitucionalismo constituye una extensión del muy completo asunto al que llamamos Crédito Social.
Antes de pasar al aspecto más constructivo de mi tema, parece deseable echar un vistazo a la naturaleza, la realidad o, dicho de otra manera, brevemente, la validez de la sanción que pretendemos aceptar como dominante en nuestros asuntos políticos: una mayoría electoral en favor de un Programa de Partido, unida a un plantel de Administradores.
Es imposible tratar de manera íntegra durante el transcurso de un breve discurso una materia en la se han introducido tantas complicaciones, pero será suficiente para mi propósito actual enfatizar la directa e íntima conexión entre un mandato mayoritario, –ya sea verdadero o ficticio–, y la guerra, ya sea civil o extranjera. Un mandato constituye un mecanismo de reclutamiento, y su moralidad no es mayor ni menor que la de la guerra de cualquier tipo. Vox populi no solamente no es vox Dei, sino que tales psicólogos empíricos como Gustave le Bon han demostrado, más allá de toda duda razonable, que en sí misma es mucho más probable que sea vox diaboli.
Quizás la declaración más relevante procedente de una fuente importante que se haya hecho en los últimos veinte años sea la que proviene de esa peculiar organización conocida como P.E.P., en 1938: “Solamente en medio de la guerra, o bajo la amenaza de guerra, podrá el Gobierno Británico embarcarse en una Planificación a gran escala.” Eso significa, por supuesto, que un mandato obtenido a partir de una mayoría política puede, –más especialmente en tiempos de guerra–, ser manipulado con vistas a propósitos que, si bien no son entendidos por el electorado, serán pasivamente aceptados en caso de que puedan ser presentados con palabras cuya forma resulte adecuada para estimular las emociones.
Junto con sus hermanos de sangre, los New Dealers, los Planificadores consiguieron su guerra, y sabemos lo que nos está ocurriendo a nosotros y al Imperio Británico, y quién se está llevando el bote.
Los sostenedores de un mandato centralizado, con independencia de cómo se haya obtenido, siempre recurren a guerras de algún tipo, en caso de que se encuentren en peligro de perder su poder centralizado, ya que la centralización es la esencia de la guerra.
El punto sobre el cual estoy tratando de llamar la atención es que el Constitucionalismo debe tomar el asunto de la guerra en relación con una política estable como consideración fundamental suya. Debe ser el maestro y no el sirviente. La guerra es la última sanción terrenal, y no hay Ley alguna que no tenga una sanción. Una Constitución que no pueda hacer la guerra no es más que un marco para un remedo de parlamento; pero ninguna Constitución debería admitir la guerra por razones inconstitucionales. Por favor, no supongan que yo estoy aprobando la guerra. Es la guerra involuntaria el factor que una Constitución realista debería ser capaz de abordar, antes de ponerse a abordar cualquier otra cosa. Ninguna nación, como tal, desea la guerra; pero una nación que se mete involuntariamente en una guerra, no solamente padece la guerra sino que casi siempre la pierde. Solamente tenemos que recordar la historia de los Gobiernos de Baldwin, con su subordinación de la política de defensa a las conveniencias electorales, para ver que para 1936 ya habíamos perdido la paz y la iniciativa.
Volviendo a lo que ha venido a conocerse como clima de opinión con respecto al asunto del Constitucionalismo en general, existen dos factores en el fondo que deberían traerse para una mayor atención general. El primero de éstos consiste en un legado de la Revolución Francesa, y de los intelectuales del siglo diecinueve criados en sus falacias, y del darwinismo especializado que parecía confirmarlo: a saber, que, sin dejar claro qué se entiende por progreso, el progreso es inevitable y automático. Resulta bastante curioso que esta idea parece llevar consigo algo propio de la naturaleza de un Estatuto de Limitaciones cósmico: la historia es episódica, el pasado es pasado, la tradición no importa, todo es de importancia transitoria. Mañana es otro día, y eres libre de comenzar a hacer todos los mismos monótonos errores, otra vez, pero no re-entronizar los principios que condujeron a tus éxitos del pasado.
El segundo factor es contemporáneo, y el pensamiento político superficial establece que la equidad política y la igualdad política son la misma cosa (un sutil ejemplo de la falacia conocida como petitio principii: “petición de principio”). Como generalización, no existe tal cosa llamada igualdad política. La política, en la acepción ordinaria del término, está sometida a una forma especial de la Ley de la Moneda de Gresham: “El dinero malo expulsa al bueno.” Este factor es altamente importante, como espero sugerirles a ustedes, en conexión con el asunto vital de la Common Law o la Ley “Natural”.
Ninguna de estas ideas es autóctona de estas islas; se trata de importaciones procedentes del Continente y del Oriente Próximo, pero no es improbable que jueguen una parte considerable en la producción del estado mental, al que el Sr. W. L. Burn se refiere en su escrito XIX Century, del “Conservadurismo Contemporáneo”: “El pensamiento político ha decaído tan bajo en este país que no es apto para la tarea de escribir una nueva Constitución.” Como espero sugerirles a ustedes, el concepto de escribir una nueva Constitución para este país es inherentemente erróneo, si alguien considera esa idea; nosotros hicimos crecer una Constitución, y nuestro trabajo consiste en liberarla de las malas hierbas que la están asfixiando, y en restaurar su poder y su efectividad.
Existen muchos indicios de que, por alguna más bien oscura razón, el pueblo británico es el objeto de un ataque no simplemente de naturaleza militar y económica, sino dirigida incluso más contra su cultura, la cual ha de ser descompuesta y borrada mediante su cruce con valores inferiores, así como también mediante la propaganda subversiva. La asistente del Profesor Karl Pearson, la Señora Elderton, en “La fuerza relativa de la Naturaleza y la Crianza”, declara que “La herencia es cuatro veces más potente que el entorno.” Es un hecho establecido que el nivel general de la inteligencia en este país está declinando, y es más bajo en aquellos estratos de la sociedad que producen familias numerosas, que tienen probablemente la más grande mezcla con los valores extranjeros, y que tienen un poder de voto predominante bajo las actuales condiciones. Sin embargo, las afirmaciones sobre la herencia nunca fueron tan ridiculizadas, ya sea bajo el pretexto de “racismo” o privilegio de clase, y tenemos al Profesor Laski como autoridad por el hecho de declarar que la supremacía del Parlamento (por el cual se refiere a la Cámara de los Comunes elegida por una mayoría de inteligencias declinantes) constituye el corazón de la Constitución Británica. El Profesor Laski une a sus opiniones sobre la Constitución Británica declaraciones acerca de que el cristianismo ha fracasado y de que Rusia constituye la esperanza del mundo, y pienso que deberíamos estarle agradecido porque sus declaraciones confirman lo que en un sentido más práctico creo ser cierto: que la crisis por la que estamos atravesando constituye una guerra contra el cristianismo práctico, que tiene una verdadera conexión con el Constitucionalismo. Una Constitución es, o bien un organismo, o bien una organización. Toda organización consiste en lo que solía llamarse magia, y una buena parte de ella consiste en magia negra: la manipulación de fuerzas metafísicas para propósitos materialistas cuestionables. Todos sabemos lo que ocurre si se ponen cables de cobre en una relación incorrecta con una poderosa corriente eléctrica, y existe una amplia evidencia que muestra que nuestra ignorancia o desdén de cualquier cosa a excepción del materialismo está causando un “cortocircuito” espiritual. La verdadera Constitución Británica –no la del Profesor Laski– consiste en un organismo. La Constitución Rusa –atribuida a la Sociedad Fabiana y al Sr. Sydney Webb– consiste en una organización.
Quiero decirles a ustedes que esta obsesión con el puro materialismo –una forma especial de monoteísmo– puede ser identificada tanto con la idea de la Constitución Británica del Profesor Laski, –como una mon-arquía, una soberanía unitaria, el empuje hacia el monopolio industrial y financiero–, así como con la propaganda del Estado Mundial. Resulta tentador hacer una digresión en este punto acerca de la frustración económica que nos confronta en un tiempo en que el aparente dominio del hombre sobre la naturaleza ha alcanzado el punto más alto en la historia moderna; pero para mantener mi tema dentro de sus límites, me gustaría simplemente enfatizar que el Constitucionalismo y la economía están, o deberían estar, solamente relacionados del mismo modo como el carbón debajo de la caldera se relaciona con la política de la fábrica que es impulsada por el carbón. Cuando el carbón se convierte en el asunto predominante, en lugar de ser un simple lance con respecto a la política de la fábrica y a lo que la fábrica hace, entonces hay algo que va mal además de la falta de carbón.
Cualquiera que pueda ser el caso en el presente momento, en los siglos de grandeza y prosperidad asociados a nuestra historia estas islas nunca fueron una mon-arquía. En una u otra forma, la soberanía en las Islas Británicas durante los últimos dos mil años ha sido trinitaria.
Ya sea que observemos este trinitarismo bajo los nombres de Rey, Loores y Comunes, o como Política, Sanciones y Administración, la Trinidad-en-la-Unidad ha existido, y nuestro éxito nacional ha sido más grande cuando nos hemos aproximado a ese equilibrio (nunca perfecto).
El actual Gobierno de este país es, por supuesto, puramente mon-árquico y monoteístico y, como consecuencia natural, el “Common” Law o la Ley “Natural” han perdido tanto su significado como sus sanciones, ya que la Cámara de los Comunes, con su Gabinete que constituye el punto unitario de la Soberanía, se ha convertido en un mero sello de goma que se dedica a estamparlo en las órdenes de trabajos administrativos que se enmascaran bajo el nombre de Leyes –una función para la que nunca fue diseñada y para la que está grotescamente impreparada. No resulta falto de interés ni de relación con este aspecto del problema el que uno de los más competentes comentadores de la obra “Orígenes de la Revolución Americana”, John C. Miller, observe que: “Al rechazar la ley natural, los ingleses también negaban la afirmación del colono de que habían medidas y límites a la autoridad del Parlamento. La autoridad del Parlamento era, en la opinión de aquéllos, ilimitada: la supremacía del Parlamento vino a significar para los ingleses una autoridad incontrolada e incontrolable. En efecto, el derecho divino de los reyes había sido sucedido por el derecho divino del Parlamento (…). Fue el rechazo de los americanos a inclinarse ante esta nueva divinidad lo que precipitó la Revolución Americana.”
Hablando, por supuesto no como abogado, sino como estudiante de historia y organización, es mi opinión que la restauración de la supremacía de la Common Law, la eliminación de las invasiones habidas sobre ella, y el establecimiento del principio de que la legislación de la Cámara de los Comunes que choque con ella constituye ultra vires, son de una urgente necesidad. La localización de la soberanía en la Common Law no está en el electorado, ya que la Common Law no derivaba a partir del electorado y, en realidad, precedía a todo electorado entendido en el sentido moderno. Principalmente, derivaba de la Iglesia Medieval, quizás no directamente, sino a partir del clima de opinión que la Iglesia diseminaba.
Por supuesto, no hay nada muy novedoso en lo que estoy diciendo; mucho de ello está en la Carta Magna, la cual no es tan ampliamente leída como se debería, y no estoy seguro de que también no pueda encontrarse en un documento más antiguo, el Credo Atanasiano, –un documento político mucho más profundo de lo que comúnmente se piensa. Algunos de ustedes recordarán el interés que surgió hace 25 años, más especialmente en el Continente, por la “Comunidad Tripartita” del Dr. Rudolf Steiner. Por mi parte, el Dr. Steiner no me pareció que contribuyera en nada que resultara de mucha ayuda para la solución práctica del problema, al margen de reconocer su naturaleza, y sus seguidores parece que han tenido poco que añadir a lo que él dijera. Con algunas de sus conclusiones, si las he entendido correctamente, yo debería estar en desacuerdo. El principal punto que ha de ser observado consiste en que, para tener éxito, el Constitucionalismo debe ser orgánico; debe guardar una relación con la naturaleza del Universo. Esto es lo que yo entiendo de la frase “Venga a nosotros Tu Reino, así en la Tierra como en el Cielo”. Cuando Inglaterra tuvo una Constitución genuinamente trinitaria, con tres focos de soberanía interrelacionados e interactuantes, el Rey, los Loores Temporales y Espirituales, y los Comunes, estas ideas eran instintivas, y aquéllos fueron los días de la Alegre Inglaterra. A partir de las Revoluciones Whig de 1644 y 1688, y la fundación del Banco de Inglaterra en 1694 bajo patrocinios característicamente engañosos, la Constitución ha sido insidiosamente minada por Fuerzas Oscuras que conocían la fortaleza de aquélla, y el obstáculo que ella representaba contra la traición. Ahora solamente tenemos la mera cáscara de la Constitución, un Gobierno de una Sola Cámara dominada por Cárteles y Sindicatos (Mond-Turnerismo), basado en la soberanía unitaria, para la que el siguiente paso es el Estado totalitario materialista secular, la encarnación final del poder sin responsabilidad.
Para una audiencia de este carácter, no necesito entrar en una discusión acerca de los méritos u otros aspectos de la democracia, porque con independencia de cualquier otra cosa que pueda ser, Gran Bretaña no es, ni nunca ha sido, una democracia efectiva, y nunca lo ha sido menos como ahora. Sin embargo, careciendo de un golpe de Estado, no creo que la idea de democracia, que por supuesto es muy nebulosa, pueda ser abandonada abruptamente. Se ha hecho demasiada propaganda de ella, y significa muchas cosas para muchos hombres. Pero, ya sea mediante el fortalecimiento y elevación de la Common Law, y su depósito puesto al cuidado de una Segunda, efectiva, y no electiva, Cámara, o ya sea mediante algún otro método, deben establecerse límites claramente definidos al poder de la Cámara de los Comunes que sea elegida conforme al principio de la mayoría. Debería ser algo claro para cualquier individuo sin prejuicios el hecho de que la mayoría siempre está equivocada en sus razones para una situación dada, y no puede, por tanto, de ninguna manera tener razón en sus remedios, aunque una mayoría homogénea, nativa, a menudo tiene razón instintivamente en su juicio acerca de la naturaleza de la situación.
Pero, una vez admitido esto, el votante individual debe hacerse individualmente responsable, y no colectivamente sujeto a gravamen, por su voto. El alegre juego de votar por los beneficios de uno mismo a expensas de los de su vecino debe terminar, ya sea por los Miembros del Parlamento que doblan sus salarios como los primeros frutos de una victoria electoral, o ya sea por las autodenominadas Sociedades Cooperativas que adquieren inmensas propiedades con la ayuda del dinero creado del Banco de Inglaterra. Existe un método claro mediante el cual uno se puede acercar a este fin: la sustitución del voto secreto por la votación abierta, y la asignación de un impuesto, de acuerdo con la votación registrada, para un programa que incurra en una pérdida neta. Esto también implicaría un alto grado de libertad para disociarse de legislaciones de carácter funcional, con la consecuente disuasión respecto a la avalancha de autodenominadas Leyes que no son más que Órdenes de Trabajos.
Éste puede ser un momento conveniente para subrayar que el sistema económico, a diferencia del político, tenía un sistema de votación maravilloso, continuo y flexible, hasta que las mismas influencias que han pervertido la Constitución fueron también ejercidas contra aquélla. Por supuesto, me refiero al sistema de precios y dinero, que continuamente registraba la opinión del consumidor, –que es el lugar natural de la soberanía en el sistema económico–, en relación a los respectivos méritos de los artículos sometidos a su elección. Pero, por supuesto, todos los bien conocidos trapicheos de las Fuerzas subversivas han venido a entrar en juego: pactos para la fijación de precios, prácticas monopolísticas tanto en trabajo como en materiales, productos estandarizados, distribución a través de tiendas de una misma cadena, etc., de tal forma que la misma considerable cantidad de democracia económica que disfrutábamos hace cuarenta años ha desaparecido casi enteramente.
El consumidor ahora obtiene lo que el distribuidor considere oportuno dejarle tener; el productor hace lo que le sancionen las varias burocracias, Asociaciones Gubernamentales, Sindicales o Industriales, y luego lo pasa al distribuidor conforme al principio de o-lo-tomas-o-lo-dejas, y el burócrata sanciona todo lo que le suponga menos problemas y agrade a sus patrocinadores políticos. Hay una gran cantidad de cosas que han de aprenderse en relación a una democracia política deseable, si antes se consideran las calamidades que le han acontecido a la democracia económica.
Para resumir, –en la medida en que sea posible para un asunto tan amplio–, las ideas que me he esforzado en presentarles, en primer lugar resulta necesario reconocer que nosotros mismos nos hemos permitido aceptar una falsa teoría de la soberanía, falsa no sólo políticamente sino también estructuralmente; una teoría que supone un apartamiento de nuestra propia Constitución. En una medida muy considerable, debemos retroceder nuestros pasos, en frente de muchos falsos guías, hasta volver a la bifurcación de la carretera, en algún punto aproximadamente de los tiempos de la autodenominada Reforma.
Es necesario proporcionar a los individuos, en tanto que individuos, y no colectivamente, muchas más oportunidades para poder juzgar los asuntos a partir de sus resultados, y ser capaces de rechazar, individual y no colectivamente, las políticas que a ellos no les guste, lo cual implica un alto grado de poder para disociarse. La Common Law es algo que, si tuviera que cambiar en algo, debería cambiarse en realidad muy lentamente, y deberían establecerse las más grandes dificultades en el camino de cualquier ataque contra ella, insistiendo en su supremacía sobre las legislaciones de la Cámara de los Comunes, así como haciéndolo que se sometiera solamente a algo como mínimo tan arduo como lo sería una Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. A mí me parece que una Cámara de los Loores, Espiritual y Temporal, apropiadamente apoderada y constituida, constituye el guardián natural de la Common Law, tal y como los Barones demostraron en Runnymede.
El alma esencial de una nación se encuentra en su carácter, su cultura y tradición. El Rey es la encarnación natural de los Honores y las Sanciones –de la Cultura y la Tradición y, como tal, es naturalmente el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. Por lo que nuestro problema parece resolverse él mismo mediante una comprensión y restauración verdaderas de las funciones que hemos permitido que decayeran.
Debo disculparme si algo de lo que pueda haber dicho produce un efecto, o bien de romanticismo espurio, o bien de Proyecto de construcción abstracto. Una estrecha atención a las evidencias me han convencido acerca de la existencia de una degeneración de una maravillosa Constitución durante los últimos tres siglos, acompañada por la atrofia del sentido de la continuidad: la idea de que la historia constituye un episodio desconectado, en lugar de ser, como de hecho lo es, una política cristalizada. La principal agencia a través de la cual se ha impulsado esa degeneración ha sido el Banco de Inglaterra y su sistema crediticio, la Cuenta de Recursos, la Deuda Nacional, y la usurpación del poder para poner impuestos.
Todas estas cosas han venido a aumentar los poderes del soborno y de la corrupción, y éstos a su vez se han dirigido lógicamente en contra de la fuerza de la Constitución pre-Cromwelliana.
Podrán advertir ustedes que yo me he limitado rígidamente al aspecto Constitucional del problema con el que nos estamos enfrentando, junto con algunas ligeras sugerencias en cuanto a posibles métodos de aproximación. Esto, por supuesto, no implica que todo lo que se necesita es una mera rectificación de la Constitución; estoy lejos de sostener eso. Pero se han desarrollado en este siglo condiciones, –comenzando en su fase moderna tras la Guerra de Sudáfrica y la Ley del Parlamento, pero tomando formas más siniestras a partir de 1931–, que hacen imperativo que pongamos en orden nuestro marco doméstico para así permitirnos poder rectificar la gestión de nuestros asuntos domésticos así como también nuestros negocios externos. Nuestra actual situación no es adventicia: es el resultado de un odio venenoso y una envidia de nuestras cualidades indígenas. Si alguien es lo suficientemente tonto como para suponer que el prestigio de este país y del Imperio, y con ellos, el bienestar de la población, puede ser restaurado mediante la apelación a una anónima, irresponsable y mal instruida democracia de urnas, puedo asegurarles que, si su opinión prevaleciera y nuestros destinos estuvieran sometidos a la decisión que surgiera mediante ese proceso, el resultado sería una certidumbre matemática: nuestro eclipse final.
Texto original: REALISTIC CONSTITUTIONALISM
Fuente: SOCIAL CREDIT.AU
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