Fuentes de criterio moral en la ley

La doctrina de los moralistas acerca de la obligación de cumplir las leyes civiles se ve viciada, en mi opinión, por la perspectiva concreta de la legislación canónica, que, como hemos dicho, no puede, en principio, hallarse en contradicción con la voluntad de Dios. Un subterfugio para tratar de salvar los casos extremos ha sido, entre los moralistas católicos, el recurso a la doctrina de la ley meramente penal, que es muy imprecisa, por cuanto parece reducir la licitud del incumplimiento a aquellos casos en los que el legislador no impone su precepto como deber moral. Naturalmente, un criterio de este tipo puede dejar sin efecto aquella doctrina, desde el momento en que podría quedar desplazada por el capricho del mismo legislador que enunciara cualquier ley como implicativa de un deber moral y, aunque es paradójico, no faltan legisladores que, haciendo profesión de libertinaje moral, pretenden imponer deberes morales a sus súbditos.

Es verdad que, en la tradición de los reyes legisladores de la Cristiandad, sus preceptos se consideraban como reglas de moralidad vinculantes para la conciencia de sus súbditos, pero también que, en el proceso de progresiva tecnificación de la actividad legislativa, esa idea de la vinculación moral de los preceptos legales ha llegado a resultar anacrónica, y más en una época, como es la actual, y concretamente también en España, en que la potestad legislativa es declaradamente anticristiana.

En el progreso técnico de la legislación, ya desde la Antigüedad, puede observarse cómo del estilo imperativo moral, reflejado en la fórmula “que nadie haga tal cosa…”, se pasa a la formulación hipotética más neutral de “si alguien hace tal cosa…”, seguida de la sanción correspondiente. Este giro que conocemos por la Historia del Derecho nos puede ilustrar acerca del sentido actual de los preceptos legales, que es este: el legislador no pretende establecer nuevos criterios morales para la conducta de sus súbditos, sino que se contenta con señalar, para su aplicación- ordinariamente judicial- las correspondientes sanciones a determinados actos de aquellos. Se trata así como de una generalización de la “mera penalidad” de las leyes. El legislador no censura ya como inmorales determinadas conductas, sino que se limita a señalar la correspondiente sanción oficial, sin entrar en la moralidad de aquellas. Así, puede fijar una pena para el contrabando, que en sí mismo no es inmoral, en tanto no la fija para el adulterio, que sí lo es.

Quiere esto decir que la ley- y, al hablar de ley, entendemos cualquier precepto de la potestad- no es fuente de criterio moral, sino simplemente dispositivo de efectos sancionables, ordinariamente por el aparato judicial del Estado. La moralidad tiene, pues, otras fuentes, que, en una sociedad católica, deben buscarse en el Magisterio de la Iglesia. Dicho de otro modo: el súbdito no se halla moralmente vinculado a cumplir la ley si no es porque tal ley de la potestad civil coincide con un precepto de la moralidad proclamada por el Magisterio de la Iglesia. Dicho de otro modo: el súbdito no se halla moralmente vinculado a cumplir la ley si no es porque tal ley de la potestad civil coincide con un precepto de moralidad proclamada por el Magisterio de la Iglesia.

Se argüirá contra esto que en una sociedad no católica, al faltar un criterio objetivo de moralidad y quedar ésta al arbitrio de la conciencia individual, las leyes pueden quedar totalmente alejadas de todo criterio moral. Así es, en efecto. La expresión más clara de esa pérdida de objetividad moral que produce el Protestantismo, es la del imperativo categórico kantiano. Kant consuma la construcción más clara del subjetivismo protestante, congruente, por lo demás, con el subjetivismo metafísico de Descartes. Para éste, la existencia depende del pensamiento individual, y era congruente que acabara por reconocerse que también la moralidad depende de la conciencia personal. Así lo hace Kant. Su famosa regla de “obra de modo que tu conducta sirva de regla general” no es más que una descarada entronización de la conciencia individual sin ley objetiva. No hace falta mucha imaginación para comprender que, con este “imperativo categórico”, toda objetividad moral queda arruinada, pues se prescinde, por principio, de la ley de Dios. El orden moral, por tanto, se hace imposible, y hoy podemos palpar las gravísimas consecuencias prácticas de esa fatal revolución filosófica kantiana.

En las circunstancias actuales, resulta ilusorio pretender volver a una moralidad objetivada por la ley civil. Se impone renunciar a ella como criterio de moralidad, pero, allí donde no hay una aceptación de otras fuentes de moralidad, resulta inevitable que la ley del actual y mudable legislador haga las veces de ellas. También en esta adjudicación de la Moral al criterio de la potestad podemos descubrir un claro vestigio protestante: la ley escrita es la única fuente de moralidad, del mismo modo que la Escritura es la única fuente de la Fe: a sola Escritura, sola Ley. Por este proceso de secularización moral acabamos en la incongruencia de considerar inmoral el contrabando o la inobservancia del semáforo urbano, en tanto deja de serlo, como decíamos, el adulterio, la mentira, la blasfemia y, al menos de hecho, el terrorismo.


Álvaro D´Ors. La Violencia y el Orden. 1987.

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