Martin, atendiendo a su petición de ampliar mi tesis, he estado revisando el libro de Arrese, porque lo había leído hace bastantes años. Voy a transcribir algunos párrafos que creo que pueden resultar interesantes.
En la página 46, Arrese comenta la buena relación que tiene con los carlistas que no tienen cargos oficiales (a estos se refiere habitualmente como integristas o javieristas, para distinguirlos de los tradicionalistas que colaboran con el régimen, como Iturmendi):
La visita de Arauz de Robles, que pertenecía al triunvirato del grupo javierista, fue interesante porque versó además sobre aquella famosa entrevista celebrada en Villarreal e Álava con Hedilla para establecer entre la Falange y el tradicionalismo una línea de constante unidad. Me habló (y ello resultaba lo más interesante porque era versión de primera mano lo que yo conocía por muy terceras o cuartas) del escrito que en la primavera de 1937 presentaron al Caudillo firmado por él y por Hedilla, en el cual, entre otras cosas, se ponían dos cláusulas trascendentales; una, que el tradicionalismo aceptaba íntegramente la doctrina social de la Falange; otra, que la Falange apoyaría sin reservas la monarquía tradicionalista.
Esto era lo que yo había sostenido siempre porque, en efecto, representaba el modo de entender la unificación de ambos grupos sin llegar a la mezcla de himnos y de uniformes que, como el aceite y el vinagre, se juntan pero no se unen.
[...]
Aquel mismo día (20 de junio), en el despacho ordinario con el Caudillo le di cuenta de esta visita, y como Franco tiene una memoria asombrosa, me contó que efectivamente recordaba el documento suscrito por Arauz de Robles y Hedilla, pero, lejos de ser importante, llevaba una cláusula «que le quitaba todo el valor de intento unificador, para presentarlo como un pastel electoral»; los dos partidos se comprometían a no participar en el Gobierno más que en determinadas condiciones. No le pregunté cuáles eran estas condiciones, pero me hizo la impresión de que encerraban una parte de la prisa en dictar el decreto de unificación por limitar los poderes del Caudillo. Sin embargo, y al margen de ellas, que ni Arauz ni Franco me descubrieron, no andaba del todo descaminado el propósito de aquellos hombres.
Los que se presentaron en la Secretaría General con más abierto sentido de colaboración fueron los líderes del grupo integrista José Luis Zamanillo y José María Valiente.
[...]
Los dos, bandera y cerebro del grupo, me vinieron repetidas veces, y, como Valiente era muy preciso en sus conceptos, me trajeron un escrito de afirmaciones que coincidía completamente con los puntos de vista sustentados por la Secretaría General.
Con estas visitas y con las de otros de la misma tendencia, Teodoro Aguilera, general Redondo, mi antiguo amigo y diputado navarro Amadeo Marco y los tradicionalistas donostiarras Olazábal y Arrúe, sobrino el primero de aquel que rezaba todos los días por la conversión del Papa, se podía lograr muy fácilmente la integración militante de la parte más sana del carlismo, y, como entonces estaba cociéndose la crisis del 18 de julio, aquella crisis non nata que tan graves consecuencias trajo, propuse al Caudillo la utilización de éstos en el Gobierno y hablamos muy seriamente de sustituir a Iturmendi por Valiente en el Ministerio de Justicia y a Vallellano por Bau en Obras Públicas.
En la página 154 vuelve a trazar la distinción entre los carlistas oficialistas, que rechazan el proyecto con argumentos como el de los tres cardenales, y el de los carlistas intransigentes de Fal Conde, que en cambio se avienen a colaborar con Arrese y su proyecto:
Era curioso ver que el grupo colaboracionista, como si quisiera hacerse perdonar el pecado de ocupar cargos, era el más avanzado, y, en cambio, el equipo integrista, que siempre había sido el más intransigente, había presentado, por medio de José María Valiente, unas observaciones muy estimables y atinadas.
Seguidamente recuerda su apoyo a la opción de Carlos VIII,
no sólo con intención de llevar a su cauce a los tradicionalistas que añoraban un Rey; sino, además y sobre todo, con la de llevar a la Falange y a la Tradición a un camino de unidad positiva en materia de monarquía, pues siempre había juzgado más próxima a la norma falangista un Rey auténticamente tradicionalista que un Rey sobrecargado por la herencia del liberalismo. La prueba la teníamos entonces que el grupo colaboracionista, por seguir las corrientes juanistas estrenadas por el conde de Rodezno, tenían que sentirse más enemigos que los integristas de unas leyes cuyo mayor defecto consistía en tratar de consolidar un régimen y presentar al futuro monárquico un camino ya trazado.
Es importante este detalle de que los carlistas oficialistas, refractarios al proyecto, se estaban pasando al juanismo y algunos tenían un pie en Estoril, lo que explica por qué no querían un Movimiento fuerte, como también apunta en la página 172:
Entonces, para justificar el despegue y sobre todo el acercamiento a la corte de Estoril, que muchos calificaban ya de segundo abrazo de Vergara, tuvieron que ignorar esta cercanía doctrinal y tuvieron que empezar a defender dos posiciones que luego pesarían como plomo sobre el criterio que habían de sustentar en las enmiendas presentadas a los anteproyectos. Una, consistente en otorgar a la figura del monarca una importancia sus tancial como símbolo unitario del poder; otra, encaminada, por el contrario, a dejar reducido el Movimiento a una organización de tipo misional sin proyección, desde luego, sobre el Estado, como instrumento político y de mando. Los integristas, en cambio, manteniendo sus preferencias ideológicas, sostuvieron el criterio opuesto.
En resumen,
los unionistas no querían un Movimiento más fuerte que el Rey; los integristas no querían un Rey más fuerte que el Movimiento.
En la página 173:
Para éstos [Nota: los partidarios de Fal Conde], la importancia del Movimiento era sustancial, porque, convencidos de la primacía del pensamiento sobre las actitudes, veían a aquél como una idea política mucho más afín a la suya que una hipotética conversión del Rey y desde luego como un instrumento necesario para obligar al soberano que andaban buscando, sobre todo si al final admitían al jefe de la dinastía liberal, a aceptar el cumplimiento de la doctrina y evitar que cayera en la tentación, una vez coronado, del borrón y de la cuenta nueva.
[...]
Lo curioso es que, a pesar de que consciente o inconscientemente, el grupo unionista se había convertido en el enemigo y el integrista en el partidario de dar trascendencia al Movimiento, todavía a la hora de comenzar el estudio de las leyes fundamentales existía la paradoja, muy repetida en nuestro régimen, de que era aquel grupo enemigo, y no éste, el que ocupaba los puestos oficiales en la vida pública. En consecuencia, la voz oficial del tradicionalismo dentro del Consejo Nacional estaba vinculada únicamente a los unionistas, y, como ya conocía qué clase de murallas los rodeaba, tenía el convencimiento de que oficialmente el tradicionalismo, por culpa de este grupo, se manifestaría en contra de las leyes, aunque también estaba convencido de que el otro grupo, el grupo de los apartados, sería absolutamente partidario de ellas.
Lo que le lleva exclamar:
me parecía insólito que, siendo aquéllos los más desafectos al Movimiento, ocuparan puestos de dirección, como si el Movimiento, en una maniobra angustiosa de captar voluntades, buscara refugiarse en los brazos de los menos afectos.
El capítulo está dedicado a comentar las reacciones de los tradicionalistas al proyecto. La oposición de los carlistas oficialistas se basa en argumentos similares a los de los cardenales; básicamente en la manida acusación de "totalitarismo", que Arrese refuta mencionando sus libros en los que tempranamente repudia el Estado totalitario y lo considera ajeno a la Falange; y aquello del "partido único", que refuta diciendo que eso es cuestión del Decreto de Unificación y que precisamente él pretende distinguir entre Falange y Movimiento. Dice que que estos argumentos eran cortinas de humo para encubrir la adhesión a Don Juan:
Yo creo que si hubieran dicho escuetamente que lo buscado era robustecer la figura real y adelgazar el Movimiento, le hubieran ahorrado a Iturmendi los catorce capítulos y las nueve conclusiones.
El grupo integrista, probablemente porque no tenía que demostrar la firmeza de sus convicciones y porque nadie le podía traer a colación nuevos compromisos que cumplir y nuevas lealtades a ejercitar, se situó ante los anteproyectos con una actitud rotunda de colaboración.
Sabían ellos que el Movimiento Nacional venía a ser, en lo teórico, como la Comunión Tradicionalista en el siglo pasado, un manojo de ideas, frente al manojo de libertades que implantó el liberalismo y que siendo, por tanto, necesario en lo práctico definir y mantener esas ideas mejor que el propio Movimiento para vigilar que el Estado no fuera el primero en sentir la tentación de convertirse en liberal y de hacer con ellas lo que le diera la gana.
[...]
Por otra parte, el grupo integrista hizo lo que no hicieron los otros, siéndoles más fácil: preguntar. También a ellos les asaltó la duda, y en lugar de ponerse a inventar mi pensamiento o de situarse ante los proyectos con una dosis tal de prejuicios que en el mejor de los casos les impediría comprender la novedad, vinieron repetidas veces por mi despacho y en pocas conversaciones llegamos a un acuerdo perfecto de fondo. De fondo digo, porque en la forma ni las leyes tenían aún el perfil necesario para coincidir, ni se podía pretender la uniformidad.
Resultado de estas conversaciones fue el parecer que por escrito me vinieron a entregar un día (19 de octubre) José Luis Zamanillo y José María Valiente. Todo él era de ferviente colaboración, aunque discrepaba en muchas cosas y terminara con esta frase condicionada: «Ofrecemos aportar nuestro trabajo por medio de la presentación de enmiendas al articulado cuando este anteproyecto se convierta en proyecto. No hemos podido hacerlo ahora porque estimamos que la redacción de una ley tan importante y fundamental como ésta para la estructura política del país requiere un tiempo del que no se ha dispuesto. Pero no queremos terminar estas observaciones sin decir que el capítulo VI plantea graves problemas que deberían ser objeto de cuidadoso estudio.»
[...]
Evidentemente, las páginas finales descubren, mejor que todo lo dicho hasta ahora, la incongruencia de la política española; el tradicionalismo, en su apelativo más amplio, andaba dividido en grupo; pero mientras uno de ellos —aquel precisamente que condicionaba tanto su cercanía al Movimiento— recibía todas las complacencias del Estado; el otro, en cambio —aquel que admitía tan abiertamente los proyectos de nuestras leyes fundamentales— no obtenía la más pequeña sonrisa oficial y menos aún se le invitaba a colaborar.
En cuanto a la opinión de los cardenales, cree Arrese que están muy influidos por los democristianos y cita especialmente a Martín Artajo, que ya en 1945 había intentando aprobar una ley que promulgaba la libertad de asociación.
En cuanto al proyecto, en la página 150 dice que se propone "diferenciar de una vez y para siempre los dos conceptos radicalmente distintos de Movimiento y Falange", y en consecuencia se muestra contrario al "partido único":
El Decreto de Unificación, al confundir estos dos conceptos, engendró la teoría del partido único, donde tal vez quiso decir Movimiento único, y esto había traído una serie de males gravísimos a la claridad política de nuestro régimen, pues no sólo inició una línea radicalmente distinta al pensamiento al modo de ser español, marcando un único paso, sino que, al elevar a la categoría de partido oficial y único al poseedor de aquellos 26 puntos, todos los que no llevaran sus simpatías por el camino de la Falange, tenían que sentirse excluidos del Movimiento.
Desde el punto de vista doctrinario, esto hubiera sido siempre un error, pero desde el punto de vista práctico no nos hubiera perjudicado a los falangistas si se hubiera llevado a las últimas consecuencias; es decir, si aquel Decreto de Unificación, que oficialmente dividía a los cuatro partidos implicados en el alzamiento nacional en vencidos y en vencedores, hubiera sido consecuente consigo mismo dando el poder a los vencedores y borrando del mapa a los vencidos [Nota: por "vencidos" se refiere a los radical-cedistas y a los monárquicos alfonsinos]; pero sucedió precisamente todo lo contrario.
Sucedió en primer lugar que los partidos excluidos decidieron por su cuenta mantenerse al margen de la unificación, aunque aceptando los cargos, como prueba de adhesión al Caudillo; y en segundo lugar sucedió que éste, tal vez creyendo que la adhesión a su persona era la adhesión a su obra, nunca dejó de tener Gobierno de concentración y nunca faltaron en ellos representantes de aquellos partidos oficialmente borrados.
Así vino a ocurrir que el partido «vencedor» era sólo uno más en el Gobierno; pero como vencedor oficial, era el encargado de llevarse todas las bofetadas de la crítica, mientras que los partidos «vencidos», disfrutando el título de víctimas, se podían permitir el lujo de ocupar los ministerios sin cargar con la responsabilidad política que oficialmente debía recaer por entero en nosotros.
El mismo tradicionalismo, que había sido, elevado con la Falange al título oficial, mantuvo desde el principio ese equívoco.
Este decreto, por tanto, traía una posición política que, por un lado, resultaba antiespañola, por otro, falsa, y por otro, perjudicial: antiespañola porque si algún país del mundo no acepta el partido único, ni eso de recortar la actuación política por un solo patrón oficial, es el español, que a todas las razones filosóficas de los demás pueblos añade una frase de suprema rotundidad para decir hasta qué punto lleva adelante su individualismo, «porque me da la gana». Era falsa porque en ningún momento se llevó a la práctica y poco a poco los Gobiernos se fueron haciendo cada vez menos representantes de la Falange y más de la C.E.D.A. y de la monarquía. Era perjudicial porque, a pesar de esta composición gubernamental, seguía siendo la Falange el partido oficial y, por tanto, el encargado de llevarse todas las culpas.
Por estas tres razones, pero sobre todo por la primera, se hacía preciso aprovechar la ocasión estructuradora para corregir el Decreto de Unificación y dar un perfil definido y estable al panorama político de España.
En la página 167 abunda en esta idea:
Había puesto el dedo en la llaga porque, efectivamente, éste era el contrasentido de la política española desde el Decreto de Unificación; por un lado, eliminar del mapa político de España a todos los partidos que no fueran la Falange y la Tradición y, por otro, conceder los más efectivos resortes del mando a los representantes de aquellos partidos teóricamente eliminados; y esto era también lo que yo había tratado de corregir en la propuesta de definición que hice a la ponencia (véase capítulo 10). O herrar o quitar el banco; o mantener la exclusiva proclamada en abril de 1937, con todas sus consecuencias de exclusión, o si esto nos parecía una fórmula totalitaria y queríamos seguir habilitando gobiernos de concentración y extendiendo partidas de fe de vida a los partidos enterrados, decirlo claramente y ajustar las definiciones a la realidad consagrada.
En la página 265 recoge el "Anteproyecto de Ley Orgánica del Movimiento Nacional", aunque no me queda claro si incluye algunas enmiendas que le fueron solicitando los distintos grupos. Define los siguientes principios fundamentales:
Artículo 2.º Son principios fundamentales que el Movimiento asume como propios para alcanzar con ellos la misión de devolver a España el sentido profundo de su unidad destino.
a) La fe resuelta por la verdad católica.
b) La unidad de la patria en los hombres y en las tierras de España.
c) El respeto a la dignidad, la libertad y la integridad de la persona humana.
d) La implantación de una economía capaz de superar los intereses del individuo, del grupo y de la clase, y de llevar adelante la justicia social hasta su meta más avanzada.
e) La creación de un sistema de representación que, renunciando por igual a los partidos y a las castas sociales, armonice el interés de los españoles en el servicio permanente de la verdad, la justicia y la patria.
No encuentro aquí inclinaciones totalitarias ni nada contrario a la religión católica; al contrario. El resto del anteproyecto es más bien retórica jurídico-administrativa que no me dice gran cosa. Ahora bien, algo que seguramente molestaría a los que querían realizar una transición a una democracia a occidental es el Artículo 6.º, donde atribuye al Consejo Nacional del Movimiento estas dos tareas (entre otras):
c) Apelar ante el Tribunal de Garantías Nacionales, para que las leyes y los actos de gobierno se ajusten a los principios fundamentales del Estado Español, haciendo realidad los ideales de la Cruzada.
d) Conocer de los problemas nacionales que le someta el jefe del Estado o el Gobierno y emitir su informe cuando fuera solicitado.
Es decir, parece que concede al Consejo Nacional la función de vigilar que el Gobierno no se salga de los principios fundamentales del 18 de Julio, pudiendo apelar el Consejo ante un Tribunal de Garantías en caso de que se traicionen los ideales de la Cruzada, lo que naturalmente entorpecería mucho a los que ya tenían otros planes para el Régimen en el sentido de adecuarlo a la realidad internacional, como sugieren sibilinamente los tres cardenales.
Si alguien desea que transcriba el anteproyecto completo, que me lo haga saber.