Fuente: Revista Aparisi Guijarro, número 21, Junio-Julio-Agosto 1977.
TRAS LA MUERTE DE DON JAVIER DE BORBÓN
¿A dónde va la Comunión Tradicionalista?
· EN EL DESTIERRO
Cuando por obra y gracia más de un irenismo claudicante que de una consecuente actitud reconciliadora, el destierro parece terminarse, como la consecuencia del predominio despótico de una de las dos Españas, sorprende al ingenuo españolito de estos albores «democratizantes», la muerte en el exilio de uno de los hombres que determinó con su representación el carácter popular e ideológico del Alzamiento de julio de 1936, y que, además, figuró, por el esfuerzo y la sangre de los que a su mandato se lanzaron a luchar por Dios y por España, en el bando de los vencedores de la guerra y de los grandes marginados de la paz autocrática. ¿Qué lógica interna concilia el hecho histórico innegable de una monarquía sedicentemente sintetizadora de las dos ramas dinástico-ideológicas antitéticas, jurada sobre la «legitimidad del 18 de julio» y emanada de la voluntad con vocación de omnipotencia y supervivencia de Francisco Franco, con ese otro hecho, no menos histórico, de la presencia triunfante en las Cortes de otros protagonistas de la guerra civil y de la subversión revolucionaria, a los dos meses de cerrar los ojos, lejos de su Patria, Francisco Javier de Borbón, el hombre que, obedeciendo las órdenes de su Rey e interpretando el sentir de su pueblo, determinó la sustancia monárquica de aquella epopeya sangrienta y de la situación política sobre ella cimentada?
· POR DEFENDER LA LIBERTAD
Al margen de comprensibles movimientos pendulares en una opinión pública poco avezada a un análisis crítico mínimamente sensato de los cantos de sirena del consumismo político, colma la capacidad de sorpresa el constatar cómo el bálsamo del olvido y la idealización de ciertas «hazañas» bien documentadas, se aplica a los jerifaltes de los derrotados por las armas hace treinta y ocho años, mientras que la dictadura ha pasado a los neo-demócratas el testigo del odio contra los representantes del Carlismo, por el imperdonable delito de haber encarnado la más irreductible resistencia, desde su origen, contra todas las formas de tiranía que han asolado esta nación: liberalismo, marxismo y fascismo. Habría que analizar las raíces comunes de estos tres fenómenos, aparentemente contrapuestos, para descubrir la causa de su connatural animadversión por la Tradición española y su garante, el Carlismo. Sin elevarnos a disquisiciones que no son de este lugar, no es aventurado descubrir en estos tres movimientos ideológicos, entre otras, una común y esencial diferencia respecto de la cosmovisión tradicionalista: en todos ellos, el hombre prescinde de toda instancia superior y permanente al concebir la legitimidad del pensamiento y la acción en política. Esta negación o ignorancia del rol histórico-social de Dios priva de fundamento a la dignidad, la igualdad y la libertad del hombre como sujeto y objeto de la historia y de la vida comunitaria, y justifica el primado de la violencia, del número o de la raza como criterio de referencia de las estructuras de colectividad… Por el contrario, el Carlismo –en cuanto no ceda a la «prudencia» del camuflaje mimetista o a la «estrategia» de la autodemolición– afirma inequívocamente una jerarquía de valores asentada en las líneas maestras de un cristianismo católico comprometido y actuante, confesado con hechos, sin servidumbres clerocráticas… A esa luz se descubre una faceta de la dignidad personal que trasciende a los cuerpos sociales básicos que en su desarrollo y complemento crea el hombre. Por esa dignidad irrenunciable vale la pena el sacrificio y el esfuerzo, tal como el Carlismo, desde sus Reyes al último boina roja han probado con su testimonio.
· EL DIFICIL EQUILIBRIO
El papel asignado a la Comunión Tradicionalista en la historia contemporánea no es precisamente cómodo ni airoso, sino susceptible de frecuente incomprensión por un lado y de intentos de instrumentalización por otro… Una postura más cómoda es viable, pero fuera del Carlismo, aunque se conserve la guardarropía o la inercia de quienes ocupan el cerebro con músculo cardíaco. Por eso, gran parte de los últimos cuarenta años de la historia carlista han estado marcados por las defecciones escandalosas o las inclinaciones indisimuladas de quienes buscaban para sí, desde el escabel del Carlismo, posiciones de mayor estabilidad, de beneplácito del poder o de aplausos del coro opositor. Los mayores desgastes que su gestión política ha ocasionado a don Javier de Borbón provienen de las maniobras ambidextras que esos «corrimientos de tierras» le forzaron a hacer. Su práctica anulación en los últimos cinco años, a raíz de un desgraciado accidente y la utilización abusiva de su nombre para amparar con su carisma desviaciones doctrinales y tácticas injustificables, son las últimas muestras del drama humano de este Príncipe, de temple más místico que político, al decir del llorado Auxilio Goñi.
· EL ULTIMO GOLPE DE TIMON
La Providencia, que puso fin a sus sufrimientos en vísperas de una nueva ocasión de enfrentamiento entre hermanos y entre carlistas, le dio ocasión, en su último manifiesto político, publicado en A. G., y que volvemos a reproducir, a fijar definitivos criterios ideológicos, cumpliendo así hasta su consumación la misión asumida ante el cadáver del último vástago directo de la dinastía carlista, don Alfonso Carlos I.
· LA DESERCIÓN DEL PRIMOGÉNITO
La desaparición física de don Javier de Borbón plantea de nuevo al Carlismo el grave problema de la continuidad dinástica y de su pervivencia organizativa. Desgraciadamente, la sucesión regular por orden de primogenitura es hoy, por voluntad del principal interesado –y a pesar de otros documentos en que aparece la firma del anciano Duque de Parma– inviable: el pueblo carlista no puede reconocer como rey a un político que cifra su ambición en ser líder de un partido que ha abjurado de los lemas esenciales de la Tradición, Dios, Patria, Fueros y Monarquía, y de la significación histórica del Carlismo y se ha aliado descaradamente con las fuerzas sustancialmente antagónicas al pensar, al sentir y al obrar de este pueblo, que no es cliente ocasional de urnas, sino signatario moral de un pacto histórico con la realeza legítima española que a ambas partes obliga. Y aunque el grupo que dicho político «preside por aclamación o por elección», según reza su propaganda, se autodenomina «carlista», ello no afecta a su consciente inhabilitación como sucesor de la dinastía carlista, por cuanto no reúne las condiciones fijadas por don Alfonso Carlos I el 23 de enero de 1936 y reafirmadas por Javier I en su último manifiesto. Así se lo hicieron saber, a raíz de la abdicación de su padre, un representativo grupo de carlistas hace dos años.
· AUN HAY DINASTÍA CARLISTA
Siendo menores los hijos de don Carlos Hugo, sus derechos deben ser preservados, aunque las circunstancias de su educación hagan improbable una segunda edición del caso ejemplar de Carlos VII, hijo de un príncipe rechazado por el Carlismo por sus ideas y por su actuación política. Afortunadamente, la Familia Real Carlista subsiste como tal en tres de sus miembros: la R. viuda doña Magdalena y los infantes doña María Francisca y don Sixto Enrique. Éste, requerido notarialmente el pasado año por el partido de su hermano, salvó el vacío de poder que abría la abdicación del R., recogiendo la bandera de la Comunión Tradicionalista Carlista, «sin arrogarse derechos que no le corresponden ni renunciar a los que pudieran recaer sobre él», y reivindicando una línea netamente carlista en pensamiento y en acción política.
· MIOPIA POLITICA Y PASOS EN FALSO
Pero la lamentable situación de cuarteamiento, incomunicación y desorganización en que la crisis sucesoria del Estado y del mismo Carlismo sorprendió a la Comunión Tradicionalista, dio lugar a la promoción a los principales cargos representativos en la improvisada estructura nacional, de personalidades de acrisolada lealtad dinástica y firme ortodoxia doctrinal, pero de limitada visión política: la trampa de Montejurra 76 –convertida en carnaza por la izquierda–, las peripecias de la legalización como partido con padrinazgos poco gratos al pueblo carlista, y la misma presencia en el funeral del que hemos considerado como nuestro R. legítimo, de un representante oficial de la primera magistratura fáctica en sitial de presidencia, son muestras de torpeza política y de asintonía con el contexto popular carlista.
· EL DIALOGO IMPRESCINDIBLE
De ahí que en lugar de remitirnos a automatismos sucesorios o a galimatías genealógicos, estimemos insoslayable deber de esta modesta publicación carlista, suscitar el tema de la unidad, disciplina y organización del Carlismo, sin dogmatismos y con cordialidad: ello significa su supervivencia como colectividad política y puede representar para España eventualmente una alternativa de reencuentro salvador consigo misma. ¿Sería tan difícil dejar de lado personalismos y prejuicios ya rancios y constituir una Junta de Coordinación de entidades carlistas, previa a la deseable unidad orgánica de las mismas? ¿Sería tan arduo perfilar una fórmula de concordia entre los diferentes núcleos carlistas que diera un sentido más práctico –sin entreguismos posibilistas– al hecho sociológico de un pueblo monárquico sin rey y de una Dinastía real que nada significa sin pueblo?
· EL HUECO DEL VIEJO REY
Don Javier fue el último Rey de casi todos los carlistas. Si creemos que el Carlismo puede ofrecerle soluciones a esta España en trance agónico, necesitamos una Comunión Carlista reconstituida desde su cabeza hasta sus últimos miembros. Sólo así funcionará. Y ello depende de la capacidad de generosidad, de imaginación y consecuencia de los carlistas. El hueco de D. Javier debe llenarlo un órgano de gobierno y representación con la suficiente amplitud para que en él se sientan identificados todos los carlistas, sin más exclusiones que los autoexcluidos del Carlismo. Ese será el mejor homenaje a «nuestro viejo Rey».
Hilario SALOM
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