Los dogmas religiosos no son meras abstracciones sin consecuencias sobre la realidad. Como nos advertía John Henry Newman, todos los dogmas son desarrollo de una única verdad y, por ello mismo, “son consistentes por necesidad unos con otros, forman un todo”. Lutero pensó que podría alterar algunos dogmas sin que el edificio se resintiese. Y sólo consiguió desbaratarlo. Así, por ejemplo, adulteró el dogma del pecado original, ofreciéndonos una visión aciaga de la naturaleza humana y negando la libertad humana para alcanzar el bien. Y si la naturaleza del hombre está corrompida, es inevitable que su razón sea –citamos al propio Lutero- «ciega, sorda, necia, impía y sacrílega». Una razón tan tarada no puede alcanzar verdades universales, por lo que debe conformarse con explorar las ciencias físicas (en detrimento de la metafísica). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica deberá crear un sistema propio, que presentará como verdad; y toda escuela filosófica posterior, para hacerse un hueco, deberá refutar la “verdad” de la escuela anterior y poner otra alternativa en su lugar. Así, la filosofía primero intentó crear un sistema desde dentro de sí misma (idealismo); luego dejó que cada quisque se montara por libre su propio sistema (subjetivismo); y por último se entregó a la pesadilla del vacío más atroz, a ese “nihilismo de la razón” que Unamuno consideraba la estación final del protestantismo. Belloc, aún menos benigno, avizoraba que toda esta descomposición acabaría desembocando en un hormiguero de supersticiones enloquecidas. Que es, en efecto, lo que está sucediendo.
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