Fuente de la mayor parte del texto: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo español, 1939-1966, Tomo 15, 1953, Manuel de Santa Cruz, páginas 93 – 102.
Fuente complementaria: Fondo Melchor Ferrer, Archivo Universidad de Navarra.
EL CONCORDATO ESPAÑOL DE 1953 JUZGADO SEGÚN EL CRITERIO CARLISTA
Por MELCHOR FERRER
Ha sido norma constante del partido carlista que, una vez firmado el Concordato con Roma, debe la Comunión inhibirse acerca de lo que se haya convenido, estando como está en la oposición al Régimen. Los considera acuerdos hechos por poderes constituidos ilegítimamente en nuestra Nación, pero concertados con el Soberano Pontífice, en el ineludible deber que tiene el Papa de orillar las dificultades que surgen en cualquier país, que podrían acarrear gravísimas consecuencias a la Iglesia. El carlismo, ante estos hechos, sujeta su actuación a acatar los acuerdos del Concordato, pero siempre dispuesto a que si un día Dios le permite el triunfo, examinarlo y hasta denunciarlo para un mejor Régimen de trato a la Iglesia en España. La obligación de los carlistas es la que incumbe a todos los católicos, que es [la] de velar por su cumplimiento sin adulteraciones.
Así ha ocurrido que, en cuantas ocasiones los poderes liberales en España trataron de vulnerar, tergiversar, adulterar las cláusulas del Concordato, los carlistas exigieron del Gobierno constituido el respeto a los puntos concordados; y por ser muy reciente, aunque los ejemplos no nos faltaren, sino que, al contrario, nos sobrarían en periodos anteriores, justo es que dedique un recuerdo a la labor realizada por las minorías jaimista e integrista en las Cortes de 1910, contra la llamada Ley del Candado; campaña noble y esforzada en la que tomó parte una venerable figura, que tenemos todos la satisfacción y el orgullo de contar entre nosotros: Don Manuel Senante. [1]
Tal ha sido realmente la norma seguida por la Comunión en toda su larga existencia, desde el día, que no precisamos si fue nefasto o no, que se firmó el Concordato de 1851.
Con anterioridad a la firma de dicho Concordato, los carlistas estuvieron en pugna contra las pretensiones expuestas por el Obispo Dr. Romo en nombre de los concordatarios, propugnando que se negociara con Roma un Concordato por el Gobierno isabelino [2]; y en sus manifestaciones los carlistas señalaron ya los graves males que más tarde sufrió la Iglesia en España al quedar supeditada a las instituciones liberales que se sucedían, denunciando a la par la dependencia económica en que quedaría reducida; y todo ello conducente a la intromisión política en ciertos aspectos de la vida de la Iglesia, con su consiguiente desprestigio a los ojos de los poco fervientes o de aquéllos que no supieran recapacitar sobre la verdad de los hechos [3]. Todo ello dando por resultado consecuencias políticas que no quiero recordar porque están presentes a todos, pero que sólo la integridad y consecuencia religiosa de los hombres de las dos ramas del Tradicionalismo existentes en los últimos 70 años pudieron acallar. Basta citar la cuestión de los Consejos del Cardenal Sancha [4], y la intervención cerca de Nocedal en la cuestión del Mal Menor [5].
Séame permitido en estas líneas un recuerdo a los periodistas que en el cuarto decenio del siglo XIX, desde las columnas del Diario EL CATÓLICO, de Madrid, esgrimieron sus irrefutables argumentos que, más tarde, los hechos demostraron cuál era su previsión. Bajo la dirección de Don Manuel Santiago Moreno, se publicaron los trabajos del renombrado orador sagrado, una de las glorias más prestigiosas del púlpito español en el siglo pasado e infatigable paladín del carlismo, Don Juan González Medel; el Filólogo valenciano, Don Agustín Blat i Blat; el sacerdote asturiano, don Domingo Hevía; y el que fue más tarde Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Don Antolín Monescillo.
Y junto a ellos, aunque en el lugar tan destacado que le corresponde, el reverendo P. Magín Ferrer, en la impugnación del libro del Dr. Romo, a la que no supo, siquiera, replicar el Obispo de Canarias [6]; nuevo e importante servicio prestado a la Causa por el P. Ferrer que, en el corto espacio de cuatro años, dotó al carlismo de tres obras fundamentales en su política, estudiando y determinando las Leyes de la Monarquía Tradicional en una de ellas [7]; fijando la posición de la Nación ante los derechos de la Iglesia en una segunda [8]; y, por último, en su tercer escrito de carácter fundamental, fijando los principios indestructibles del legitimismo carlista en su estudio sobre la sucesión de la Corona [9].
Pero si antes de firmarse el Concordato los carlistas manifestaron los peligros que podrían sobrevenir según lo que se conviniera, luego supieron defenderlo hasta donde fue preciso, como ocurrió en 1869 cuando otro gran escritor de nuestra Comunión, Ortiz de Urruela, se enfrentó con el Ministro Martín de Herrera [10].
Pero esto no impedía que fuera aspiración del propio Carlos VII de llegar, en aquellos asuntos que debieran ser examinados, a un acuerdo con S. S., que es lo que realmente corresponde a los Concordatos.
Creemos algunos que en un Estado católico el Concordato es absurdo porque, así como la Ley de Dios precede a toda otra Ley humana, la autoridad de la Iglesia debe preceder a la autoridad política. Cuando los pueblos son totalmente católicos, y sus instituciones son católicas, no hay necesidad de Concordatos, porque la Ley religiosa es Ley fundamental en el Estado. Tal fue la interpretación dada por Felipe II, en la Cédula del 12 de Julio de 1564, mandando observar como Leyes del Estado, los Decretos del Concilio de Trento. Indudablemente, triste es confesarlo, las cosas han variado, y, por otra parte, los Concordatos son los tratados y convenios internacionales menos respetados por los poderes temporales, ya que no tienen en su favor armas materiales que les respalden, y se ha abandonado el uso de las armas espirituales, señalándose la decadencia de la fe, que nos ha conducido a estos tiempos de religio depopulate. Así pudo escribir otro ilustre polemista, debelador de los protestantes, el ilustre Mateos Gago: «Los Concordatos, cuyas ventajas son para esos gobiernos católicos que no sueñan más que [con] la esclavitud de la Iglesia».
Hechas estas ligeras observaciones, que merecerían ser desarrolladas por otras plumas más brillantes y por mentes más ilustradas que la mía, para demostrar que la interpretación carlista absoluta es la de que no hay necesidad de regímenes concordatarios con Roma, pasemos al objeto de este escrito, que es el del examen según el criterio puramente carlista del Concordato de 1953, según su texto oficial español, teniendo en cuenta las ilustraciones que el General Franco dio a las llamadas Cortes, en su mensaje a las mismas.
Debemos decir algo de los anteriores Concordatos que le precedieron. Dejando aparte la concordia Facheneti de 1640, así como la misión de Chumacero a Roma, por tratarse del periodo de la Casa de Austria, fijemos nuestra atención en los siglos XVIII y XIX, que es cuando surgen los verdaderos Concordatos. El de 1737, cuando estaba desencadenado el furor regalista, que, pese a la piedad de Felipe V, viene a ser un resumen de cuestiones en litigio sobre regalías y derechos de asilo; el de 1753, verdadero tipo de Concordato, en que se dibuja la figura plácida de Fernando VI, y en la que se presta particular atención a las cuestiones de Patronato y derechos recíprocos del Rey y del Papa para la provisión de beneficios eclesiásticos; el de 1851, cuando se llegó por Roma a la transacción que reconocía los efectos de la desamortización eclesiástica, para restablecer el orden en la Iglesia de España después de los graves males de la Revolución, de las tentativa cismáticas de los días de la Regencia de Espartero, y del escándalo tristísimo de la intrusión de los Obispos no confirmados por Roma.
Los tres son Concordatos, con más o menos defectos. ¿Pero podemos decir lo mismo del de 1953? Nuestra respuesta es negativa, puesto que el que concuerda es el Estado, como si fuera a fijar el Estatuto de la Iglesia en España. Así se comprende que se lean cosas tan peregrinas en un Concordato como la siguiente: «El Estado español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de Sociedad Perfecta» (Art. 2º), que es como si se hubiera dicho en el Tratado con los Estados Unidos: «El Estado español reconoce que los Estados Unidos son una Nación Soberana». La Iglesia es perfecta per se, y no hay necesidad que se lo digan en un convenio internacional; y mucho menos por el Estado español, que no es Sociedad Perfecta, sino suma de imperfecciones; y que en todo caso no es más que el cuerpo político de una nación; y si bien ésta es una Sociedad natural, está limitada en el tiempo y en el espacio, y no puede situarse en igualdad de condiciones con la Iglesia, que es Universal y eterna, para tratar de Potencia a Potencia; pero mucho menos el Estado que, como tal, no es más que un accidente en el desarrollo histórico de la Nación.
Otro detalle que también llama la atención es el Art. 3º, donde se dice: «El Estado español reconoce la personalidad jurídica internacional de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano». Creemos que no era materia para incluir en el Concordato, pues corresponde más a un Tratado Bilateral en que ambos poderes contratantes se sitúan en el mismo plano, con el mismo derecho y los mismos deberes, cosa que no puede ocurrir nunca entre un poder temporal y un poder espiritual.
Se puede creer que lo que se trató de hacer fue buscar unas fórmulas de carácter jurídico para hacer una declaración de fe por el Estado. Hubiera sido más inteligente incluirlo en el preámbulo, dejándolo deslizar en el mismo naturalmente. En 1851 se resolvió tal cuestión haciéndolo preceder por las siguientes palabras: «En el nombre de la Santísima e individua Trinidad». Pero, justamente por haber obrado como se ha hecho, podemos decir que más que Concordato es un Tratado Bilateral, que fija el Estatuto que debe regir a la Iglesia en España.
Pasemos ahora a tratar de algunos puntos del llamado Concordato, para seguir con el nombre que se le ha dado. Partamos del principio [de] que en él hay cosas buenas; otras que no lo son tanto; cosas que entrañan reconocimiento de otras políticamente malas; pocas indiferentes. Como ocurre en todo tratado, hay cesiones y concesiones; y cuando es el poder espiritual el que concede, representa delimitación de cosas que no debieran ser delimitadas. Bien está que, al parecer, haya desaparecido el regio exequátur, derecho regalista que se había convertido en vergonzoso abuso; pero, en cambio, persiste la presentación para las mitras vacantes, siguiéndose así un triste espectáculo tantas veces denunciado por los católicos. Para que se comprenda cuánta irrisión significa la presentación de los Obispos, basta decir que hubo un Ministro en la Regencia de Alfonso XIII que, en sus reiterados Ministerios que presidió, tuvo que proveer de esta forma indirecta numerosas vacantes; y tal Ministro, uno de los más destacados personajes de la masonería española, que podía vanagloriarse de haber nombrado Obispos, hasta en la misma hora de la muerte rehusó los Auxilios de la Iglesia, y murió impenitente [11].
Entremos ahora en el propio Concordato de 1953. Según dijo el General Franco en su mensaje a las Cortes, el Gobierno que él ha presidido ha tendido a la «restauración de la Unidad Católica de la Nación, base secular, firme e insustituible de la Unidad política de las tierras y de los hombres de España». Es decir, que, según Franco, el Gobierno que preside iba en este Convenio o Concordato a establecer fijamente la Unidad Religiosa.
Para ello se hace constar en el Art. 1º del Concordato lo siguiente: «La Religión Católica, Apostólica, Romana, sigue siendo la única de la Nación española, y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho canónico».
Confrontemos ahora este Art. con el primero del Concordato de 1851; Concordato que, según dijo Franco a las Cortes, “vino a establecer una tregua entre la Monarquía liberal y la Santa Sede Apostólica”. Dice así el artículo: «La Religión Católica, Apostólica, Romana, que, con exclusión de cualquier otro culto, continúa siendo la única de la Nación española, se conservará siempre en los dominios de S. M. católica, con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la Ley de Dios, y lo dispuesto por los Sagrados Cánones».
La sola comparación entre los dos artículos 1º, de los Concordatos de 1851 y 1953, evidencia con qué fantasía, con qué exageración, se han lanzado al viento las trompetas, como ocurre en todo cuanto viene sucediendo en nuestro país; en sus mínimas cosas, que las transformamos en trascendentales y universales; algo así como transformar a España en el “Pequeño Mundo del Señor Feliciano”, la película francesa de Fernandel. Y al mismo tiempo se demuestra que la tan cacareada Unidad Católica en España no es tal Unidad. Falta lo que supieron poner los liberales isabelinos: «Con exclusión de cualquier otro culto».
Pero para que no hubiera duda de que están jugando con las palabras y no con el sentido de la realidad, basta leer la siguiente norma en el Protocolo Final: «En el territorio nacional seguirá en vigor lo establecido en el artículo 6º del Fuero de los Españoles. Por lo que se refiere a la tolerancia de los cultos no católicos en los territorios de soberanía española en África, continuará rigiendo el statu quo observado hasta ahora». [Texto del artículo 6º]: «La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas, ni por el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica».
Ahora bien, sabemos la interpretación que se le ha dado al artículo 6º del Fuero de los Españoles: Propaganda y Capillas protestantes en toda España; instalación cerca de Madrid de un Seminario protestante; publicación y difusión de periódicos y boletines de propaganda protestante, con facilidades en el cupo de papel y en la censura; y tolerancia tal hasta poder decirse, como prueba de la amplitud del Gobierno, que en Zaragoza había un Catedrático que pertenecía a una secta protestante. Esto es lo que en realidad encierra el artículo 6º del Fuero de los Españoles que se impone a Roma, como se impuso en otro tiempo el aceptar el robo de las Leyes desamortizadoras.
Si el artículo 6º del Fuero de los Españoles ya pone tantas dificultades al verdadero concepto de la Unidad Católica, no será mal que lo cotejemos con el artículo 11º de la Constitución de 1845, sobre la que se basa el Concordato de 1851. Decía la Constitución: «La Religión de la Nación española es la Católica, Apostólica, Romana». Es decir, que la Constitución moderada de 1845 ninguna referencia hacía de las prácticas de cultos no religiosos en España, ni hacía distingos entre la Península y las Plazas de Soberanía; es decir, que era mucho menos liberal y tolerante que este monumento jurídico al que le han puesto el nombre de Fuero de los Españoles.
Se trata de que el inspirador del Fuero de los Españoles no es este ni aquel personaje o personajillo de la situación, sino el difunto Cánovas del Castillo, quien en el Art. 11º de la Constitución de 1876 decía: «La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus Ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la Religión del Estado». Este texto de Cánovas fue el que condenó el Papa Pío IX, en su carta famosa al Cardenal Moreno, aunque después tuvo que transigir con él, como se transige en otros países para evitar mayores males.
Pero el texto de 1876 fijaba un límite, que era el respeto a la moral cristiana, de que no se hace mención en el Fuero de los Españoles, base del Concordato.
Ahora bien, tengamos en cuenta que la Constitución de 1845, sobre la que se sentaba la Unidad Católica a la que hace referencia el Concordato de 1851, era mucho menos clara y terminante que la tan denostada Constitución de Cádiz.
Así decía el Art. 12 de la Constitución de 1812: «La Religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica, Romana, única verdadera. La Nación la protege por Leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Vemos, pues, como aquí ya no se excluía otro culto, como en el Concordato de 1851, sino que se prohibía.
Y vayamos más lejos todavía, a la primera de las Constituciones españolas, la de Bayona de 1808, la que firmó José I, llamado Pepe Botella. Su texto debería hacer avergonzar a los autores del Fuero de los Españoles, y a los que pretenden haber conseguido la Unidad Religiosa en España con su Art. 6º y el consiguiente Concordato de 1953. Veamos lo que decían los afrancesados en su artículo 1º: «La Religión Católica, Apostólica, Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la Religión del Rey y de la Nación, y no permitirá ninguna otra».
Es decir, ya no se hacen filigranas sobre las posesiones de Soberanía en África, ni se toleran cultos privados; bien claramente está dicho: no permitirán ninguna otra, en España y en todas sus posesiones, dicen los afrancesados de la Constitución de Bayona; y replican: se prohíbe el ejercicio de cualquier otra, los doceañistas de Cádiz en su Constitución.
El cotejo es abrumador, puesto que ni el Concordato de 1953 corresponde a un estado de Unidad Religiosa, ni la carta fundamental llamada Fuero de los Españoles tampoco lo da. Y siempre es inferior en alcance y en todo, Concordato por Concordato, a la declaración del de 1851; y, Constitución por Constitución, a la de 1845, la de 1812, y la de 1808.
Si hay católicos que creen que todo esto es Unidad Católica, y no tolerancia encubierta de cultos, como realmente es, sólo queda lamentar que hayan sido tan influidos por las ideas del siglo pasado que no sepan distinguir la Tesis Católica de lo que es la Hipótesis; para decirlo de una sola palabra, [que] no sepan lo que significa Unidad Religiosa.
Hemos de tratar de otro punto que en el Concordato de 1953 sigue vulnerado. Es el Fuero Eclesiástico. Nos referimos al Art. 16 del Concordato. Al leerlo, se nota en el apartado segundo, que comienza: «La Santa Sede consiente»; y en el cuarto se repite: «La Santa Sede consiente». Cuando el poder espiritual consiente, es que concede; y cuando concede, es que renuncia; y cuando se renuncia, es que el poder temporal invade.
Efectivamente, en el apartado segundo se lee que: «La Santa Sede consiente en que las causas contenciosas sobre bienes o derechos temporales en los cuales fueran demandados clérigos o religiosos, sean tramitadas ante los Tribunales del Estado». Como vemos, el Fuero Eclesiástico no es tenido en cuenta. Y en el apartado cuarto de este mismo artículo vuelve a surgir la palabra «consiente» al decir: «La Santa Sede consiente que las causas criminales contra los clérigos o religiosos por los demás delitos previstos por las Leyes penales del Estado, sean juzgadas por los Tribunales del Estado». Es verdad que se añade a continuación: «Sin embargo, la autoridad judicial, antes de proceder, deberá solicitar, sin perjuicio de las medidas precautorias del caso, y con la debida reserva, el consentimiento del Ordinario del lugar en que se instruya el proceso. En el caso de que éste, por graves motivos, se crea en el deber de negar dicho consentimiento, deberá comunicarlo por escrito a la autoridad competente». Sin que [se] nos diga luego lo que pasará después.
Se pretende como desaforar a un eclesiástico sin que realmente exista Fuero. Es un poco de comedia por parte del Estado, que así sigue como juez civil de los eclesiásticos. No se mantienen aquellos límites del Fuero que demostraría que en España existe una sombra de Unidad Católica. Si a los mismos que cometen este desafuero, se les dijera que debía aplicarse la misma norma a los militares, se llenarían de indignación y de ira. Parece ser que el Estado concede a los militares una competencia jurídica que, salvo honrosas y dignas excepciones, dista mucho de responder a la realidad, y que nunca se tiene en cuenta al constituir los Consejos de Guerra.
Para un carlista hay establecida sobre este particular la jurisprudencia correspondiente. Tenemos dos disposiciones oficiales de cuando la primera guerra. Una de ellas directamente aplicable al caso y, lo que es más interesante todavía, que sabemos fue practicada. La otra indirecta, también es ilustrativa.
Por la primera, que es una Circular publicada el 1º de Julio de 1836 en la Gaceta Oficial, y procedente del Ministerio de la Guerra, se dispone: «Que si por desgracia algún eclesiástico, olvidado de su augusto Ministerio, incurriese en excesos que necesiten procedimientos judiciales contra su persona, se verifique su corrección y castigo con arreglo a los Sagrados Cánones y leyes vigentes, se ha servido S.M. prevenirme, se reencargue estrechamente a todas las autoridades civiles y militares que, conforme a la Real orden de 19 de Diciembre de 1799, en los sumarios o plenarios de causas criminales que se formen contra eclesiásticos por crímenes que deben producir desafuero, intervenga un sacerdote de lealtad, virtud y sigilo, nombrado por la autoridad eclesiástica y respectiva, limitándose esta intervención a las actuaciones y diligencias relativas a los eclesiásticos procesados, sin extenderse a otras cuando en los procedimientos haya también seglares tratados como reos» [12]. Este sacerdote, que recibía el nombre de Cojuez, debía asistir a todas las diligencias concernientes al sacerdote y, así, cuando el desaforamiento se hacía, si había lugar a él, se había seguido estrictamente el procedimiento regular. Y no se crea que esto quedaba en vanas palabras, pues cuando se instruyó el Sumario por el asesinato del Conde de España en 1840, por orden de Cabrera, al aparecer complicado un sacerdote, el brigadier Serradilla inmediatamente se dirigió a la autoridad eclesiástica de Solsona para que nombrase el Cojuez correspondiente.
Téngase en cuenta que eran los últimos días de la Guerra Civil, cuando, dada la importancia del asunto y las dificultades que había para seguir regularmente el proceso, hubiera podido el brigadier Serradilla intentar justificarse diciendo que las circunstancias no le permitían seguir las instrucciones del Rey.
Otro Documento hemos dicho [que] existe, también procedente de la Guerra de los Siete Años, en forma de Real Orden del 18 de Mayo de 1838, dada por Arias Teijeiro, como Ministro de la Guerra, al General en Jefe del Ejército Real, que entonces era el General Guergué. Se trata de los Capellanes Castrenses, y en ella dice: «4º. Que si fuese necesario corregir o castigar a algún Capellán por excesos o defectos, ya morales, ya en el servicio, los jefes no lo hagan por sí propios, limitándose a ponerlos en conocimiento de sus superiores inmediatos, los Subdelegados Castrenses o el Delegado General, para que éstos providencien lo conveniente al mejor servicio de ambas Majestades» [13].
Tal es la jurisprudencia sentada por los carlistas en los dos puntos que estamos tratando.
Llama la atención el artículo 19 del Concordato, al decir en su apartado primero: «La Iglesia y el Estado estudiarán, de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico que asegure una congrua dotación del culto y del clero». A primera vista parece que se pensó adoptar la fórmula defendida por Vázquez de Mella en las Cortes, que tendía a dar la Independencia Económica de la Iglesia y del Estado. Pero no parece ser que esto sea el fin, ya que Mella trataba de eliminar la intervención del Estado en la Iglesia, es decir, al mismo tiempo que le daba la Independencia Económica, la liberaba de la influencia política, cosa que no es justamente, y muy al contrario, el espíritu del Estado en este Concordato.
Pero se da el caso [de] que esto tampoco es una novedad, puesto que en el Concordato de 1851, en el artículo 38, se decía, además, de dónde procederían los fondos que servirían para atender a la dotación del culto y del clero, señalando el producto de los bienes devueltos al clero por ley del 3 de Abril de 1845; las limosnas de la Santa Cruzada; los productos de las Encomiendas y Maestrazgos de las cuatro Órdenes Militares, que estuvieran vacantes o vacaren; una imposición sobre propiedades rústicas y urbanas; etc… Todavía, en el Convenio Adicional de 1860, se vuelve a tratar de lo mismo, y se le añade, muy particularmente en el artículo 15, nuevas fuentes de recursos. Sabemos que todo fue música celestial; pero, en fin, si aquello fallaba, estando también prescrito, ¿qué diremos ahora de un patrimonio que se deja para sine die?
Además, en el Concordato de 1851 se leía: «Se devolverán a la Iglesia, desde luego, y sin demora, todos los bienes eclesiásticos no comprendidos en la expresada ley de 1845, y que todavía no hayan sido enajenados, inclusos los que restan de las Comunidades Religiosas de varones». Claro está que tampoco esto se hizo o, cuando menos, se hizo incompleto, pues todavía el Estado posee enormidad de bienes robados a la Iglesia y aplicados a los fines más distintos y hasta disparatados. O bien, derribados los edificios, sobre aquellos solares ha levantado otros edificios a su costa, pero los solares no dejan de ser todavía el producto del latrocinio de la desamortización.
Pues bien, a pesar de todo, el Concordato de 1953 es peor, ya que no habla de restituciones; ni se confiesa que el Estado posee bienes que pertenecieron a la Iglesia; ni se preocupa de que haya un Mandamiento de la Iglesia que dice que se han de pagar diezmos y primicias (en la Iglesia anglicana de Inglaterra siguen pagándose); ni se preocupa de creer que el primer deber de un ladrón es el de restituir lo robado. Ahora bien, se habla de un patrimonio nacido no sabemos dónde, ni cómo; y luego, esto sí, con toda esta fastuosidad del régimen franquista, subvenciones, aportaciones, entregas, asistencias, cargas, etc., etc., para construir Catedrales, reedificar iglesias, levantar Palacios episcopales, ayudar a todo y en todo, con una zarabanda de millones y de millones que, de realizarse, achicarían, si puede ser, las obras del Valle de los Caídos y el conjunto de proyectos de embalses de España entera. Pero todo ello excede de las posibilidades del Estado español, y tendrá que reducirse, pero no sin haber producido grave daño a la Iglesia.
A los ojos del vulgo, el chorro de dinero no irá a otro sitio que a la Iglesia. No se dará cuenta de la ficción que hay en lo que se propone por el Gobierno; pero sí, cuando desaparezcan una y otra vez millones y millones, sospechará de que estos millones han ido a parar a la Iglesia. Luego no faltará quien tergiverse los hechos y, cuando se tema al rayo, no dejará de desviarlo, como se hizo desde 1833, sobre la Iglesia, que habrá sido nominalmente la causa del empobrecimiento económico de España.
Pasemos rápidamente sobre el artículo 9º del Concordato de 1953, que pretende que los límites administrativos sean los límites de las Sedes Episcopales. Esta pretensión estaba ya en el artículo 5º del Concordato de 1851. La Iglesia tiene potestad para extender o para reducir los límites de sus Sedes Episcopales, pero es de lamentar que el centralismo español, tan característico en el liberalismo del siglo XIX, procedente directamente del jacobinismo francés de 1789, prevalezca. Es una consagración más de la absurda, antigeográfica, antinatural y antihistórica división provincial, que no tenía otro objeto que destruir las regiones históricas en beneficio del poder central.
Tampoco nos detendremos en los artículos 23 y 24 del Concordato, en que surge subrepticiamente la existencia del Registro Civil, contra el cual batallaron nuestros hombres en la Prensa y con las armas; y [tampoco en] los artículos 27 y 28 del mismo Concordato, en que se consagra descaradamente la Universidad Estatal, con el Monopolio consiguiente, que no es más que la Universidad Napoleónica nacida de la Revolución Francesa, como el Registro Civil lo es de la Septembrina.
Así, el Concordato de 1953 es un Concordato que, sumisos, aceptamos, pero con la reserva de que será modificado o derogado en cuanto podamos restablecer la libertad de la Iglesia en España, con la plenitud de derechos y de prerrogativas. Pues, como hemos visto, no refleja el sentido de la Unidad Religiosa que propugnamos, y admite intervenciones estatales que, a su vez, repugnamos.
[1] Véase Historia del Tradicionalismo Español, Tomo XXIX, Melchor Ferrer, páginas 40 a 43.
[2] Véase Historia del Tradicionalismo Español, Tomo XVIII, Melchor Ferrer, páginas 61 a 63.
[3] Entre todas estas denuncias de aquel entonces, caben destacar las del Doctor Vicente Pou. Véase, por ejemplo, en Anales de la Fundación Elías de Tejada, Año IX – 2003, páginas 137 a 169.
[4] Véase Historia del Tradicionalismo Español, Tomo XVIII (1), Melchor Ferrer, páginas 243 a 244.
[5] Véase Historia del Tradicionalismo Español, Tomo XVIII (1), Melchor Ferrer, páginas 283 a 285.
[6] Impugnación crítica de la obra titulada “Independencia constante de la Iglesia Hispana, y necesidad de un nuevo Concordato”, 1844.
[7] Las Leyes Fundamentales de la Monarquía española, 2 Tomos, 1843.
[8] Historia del Derecho de la Iglesia en España, 2 Tomos, 1845.
[9] 1. Examen de las leyes, dictámenes y otros documentos, de los hechos históricos, causas y razones, que se alegaron en las Cortes de Madrid, en las Sesiones de 3 de Septiembre, y de 6, 7 y 8 de Octubre de 1834, para apoyar el pretendido derecho de la Infanta Doña Isabel al Trono de España, y excluir de la sucesión en la Corona al Señor D. Carlos V, legítimo sucesor de Fernando VII, R.M.P.F.M.F., Perpiñán, 1839 (1ª edición; incompleta, pues sólo se imprimió en esta edición, en un solo Tomo, bajo el subtítulo de “PARTE PRIMERA”, una porción del trabajo manuscrito original del autor).
2. La cuestión dinástica, Fray Magín Ferrer, Madrid, 1869 (2ª edición; completa: se reimprime el mismo texto de la primera edición, y se le añade la porción del trabajo manuscrito original del autor que había quedado sin imprimir).
[10] Observaciones sobre la revisión y reforma del Concordato, escritas con ocasión de un proyecto de ley que presentó a las Cortes Constituyentes D. Cristóbal Martín de Herrera, siendo Ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Ortiz Urruela, Sevilla, 1869.
[11] Se refiere a Práxedes Mateo Sagasta.
[12] Gaceta oficial (1 Julio 1936).pdf
[13] Boletín Navarra y Provincias Vascongadas (8 Junio 1838).pdf
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