Fuente: Nuestro Tiempo, Números 75-76, Septiembre-Octubre de 1960, páginas 362 – 382.



La dialéctica del poder político: Estado y sociedad


Rafael Gambra


Es característica común a la literatura política de nuestra época su pesimismo desesperanzado sobre el futuro cercano de esta civilización, sus descripciones sombrías del estatismo contemporáneo y de sus presentes o previsibles efectos. Diríase que los autores coinciden en reconocer como presente aquella situación que Alexis Tocqueville describía hace más de un siglo como la consecuencia necesaria del movimiento democrático que su época iniciaba: «Yo veo ante mí –eran sus palabras– una multitud innumerable de hombres semejantes o iguales que se mueven sin reposo para procurarse los pequeños y vulgares placeres con que llenan su alma. Cada uno, retirado al margen de las cosas, es como extraño al destino de los demás…; vive con sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente en su alma; no existe más que en sí y para sí… Encima de ellos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga de velar por sus placeres. Es absoluto, detallista, previsor y suave. Gusta de que sus ciudadanos gocen, con tal de que no piensen más que en gozar. Cubre a la sociedad con un tejido de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más originales o las almas más vigorosas no podrán elevarse sobre el vulgo. No tiraniza propiamente: encadena, oprime, enerva, reduce a cada pueblo a un rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el Estado… Esta especie de servidumbre reglamentada y pasiva podrá, sin embargo, establecerse a la sombra, precisamente, de la soberanía del pueblo».

Sólo la propaganda de la UNESCO continúa hablando, con la falta de convencimiento de un abogado de oficio, de la felicidad futura de un estado técnico de cooperación universal. Frente a ella, cuantos escriben por su cuenta e inspiración coinciden, más o menos, en ver en el crecimiento de la tecnocracia y del estatismo igualitario el más acusado peligro histórico para la libertad y aun la individualidad humanas. Incluso se han presentado hoy en disyuntiva excluyente, como antitéticas en la práctica, las nociones de Igualdad y Libertad que la Revolución uniera en sus lemas.


La puesta en marcha de una dialéctica del Poder

Pero existe otro aspecto común, y muy significativo, en los diagnósticos y pronósticos políticos de nuestros días, y es a éste al que principalmente quiero referirme. Se trata de la idea de que la actual orientación del Poder hacia formas totalitarias de organización y de dominio no procede meramente de determinadas tendencias o de una cierta evolución episódica, sino que responde a una dialéctica que es inmanente al proceso mismo. A un proceso que ha podido ser desencadenado por el hombre, pero que ese mismo hombre no puede ya dominar ni contener. La tragedia antigua –se ha dicho– cantaba el horror y la impotencia del hombre ante las fuerzas de la naturaleza; la tragedia moderna podría cantar, en cambio, el horror del hombre ante las fuerzas que él mismo ha desatado –el maquinismo, la invasión estatal– y que tampoco puede sujetar.

La sociedad occidental de hace dos siglos era una tensión interna de poderes autóctonos y de instituciones corporativas regulada por la costumbre y el rito, una comunidad de creencias en la que el poder político –la jurisdicción del príncipe– tenía sólo una función subsidiaria y rectora que, si absoluta en su terreno, reconocía unos límites muy concretos en la estructura jerarquizada y estamental de la sociedad. La sociedad contemporánea es, en cambio, una coexistencia de individuos regida y organizada por el Estado, es decir, regulada casi exclusivamente por la ley y el reglamento. ¿Cómo se ha operado este proceso tan rápido de absorción de la sociedad por el Estado, proceso cuya culminación no ha llegado todavía? ¿Responde a una dialéctica inmanente al crecimiento del poder político? ¿Tiene su origen en ideas-fuerza expandidas en determinada época? ¿Obedece a un proceso irreversible que puso en marcha el hombre mismo?

Quiero examinar brevemente este diagnóstico pesimista sobre la expansión totalitaria del Poder, y la idea de desencadenamiento de un proceso dialéctico a ella conducente, en los dos tratadistas políticos franceses cuya lectura ha dejado en mí una mayor huella. Me refiero a Bertrand de Jouvenel en su obra El Poder (Historia natural de su crecimiento) (1) y a Jean-Jacques Chevalier en su libro Les Grandes Oeuvres Politiques (2).

Muestra Jouvenel en esa obra verdaderamente monumental el crecimiento constante del Poder, desde el feudalismo, a través del auge y unificación de las monarquías, hasta su totalización en la época presente postrevolucionaria. Este desarrollo, paralelo siempre a las posibilidades que el Poder va adquiriendo de imponer tributos y de reclutar ejércitos, aparece en este libro como un proceso implacable, a cuyos objetivos finales estamos llegando. Avalado por una documentación extensísima sagazmente interpretada, presenta al lector bajo un nuevo aspecto la historia de nuestra civilización occidental. A partir de la época feudal, las monarquías luchan sin tregua contra la jurisdicción nobiliaria, apoyándose en las ciudades y en las corporaciones, hasta reducirla a nobleza cortesana. Después se vuelve el Poder contra el fuero o autonomía de corporaciones y ciudades hasta someterlas a su dependencia centralizada. En toda esta lucha contra la preeminencia social se ha apoyado el Poder en el individuo, en sus pasiones igualitarias y hostiles a la contrainte comunitaria. Acabada esta fase no quedan ya sobre la arena más que el individuo y el Estado absoluto, totalitario. Las autoridades sociales y los cuerpos comunitarios han muerto en la lucha. Es éste el momento en que el Poder ha de alzarse contra el individuo, supuestamente libre y soberano hasta ese momento, para reformar su conciencia y someter su autonomía.

Trata Jouvenel a lo largo de su libro de presentar ese desarrollo del poder como una especie de determinismo político-social asimilable a un crecimiento biológico, lento pero inexorable. El mismo subtítulo de la obra revela ese expreso designio: «Historia natural de su crecimiento». Según esta tesis, la esencia del Poder es precisamente poder, y, por lo mismo, crece siempre, es por naturaleza expansivo y tiende –consciente o inconscientemente en quienes lo poseen– a absolutivizarse. Y ello según leyes y cauces que la Historia puede revelarnos. Las civilizaciones logran un período de plenitud humana cuando el Poder es eficaz, pero se halla contrarrestado en ellas por un sistema de contrapoderes sociales, y los hombres, individual o colectivamente, alcanzan así un cierto grado de libertad. Pero el Poder vence al cabo, y la sociedad acaba siempre atomizada e inerme, presa fácil para el despotismo estatal.

Sin embargo, a pesar del aspecto objetivamente científico que Jouvenel ha querido dar a esta su Historia del Poder, no se trata para él de una pura evolución biológica, de un determinismo al que resulte ajena la influencia del acto moral, propiamente humano. Si bien el Poder tiende siempre a poder más, ha sido en un momento de su historia, precisamente en nuestra civilización, cuando han saltado las barreras que, con más o menos eficacia, lo contenían, para entrar en la vía libre de su expansión totalitaria. Hay así una transición violenta, el desencadenamiento de algo nuevo: lo que el mismo Jouvenel llama «la Totalidad en movimiento». Y a esta ruptura de diques no es ajena, en la descripción histórica de nuestro autor, el pensamiento ni la voluntad del hombre.

Para Bertrand de Jouvenel este resultado fue consecuencia del movimiento liberal y parlamentario, es decir, del sistema político y de las ideas que afloraron en la Revolución francesa. Ese sistema, a través de la ficción teórica de la Voluntad General, engendró una totalidad llamada Estado o Nación –el Poder, en definitiva–, que, bajo esta nueva forma no encontraría ya barreras prácticas ni límites teóricos a su expansión. Muestra nuestro autor el carácter fáctico, histórico, tanto del Poder como de las instituciones sociales en la sociedad anterior a la Revolución. La Corona de Aragón, por ejemplo, era un hecho, una realidad histórica, como lo era la Orden de Calatrava, o la Universidad de Alcalá, o el Municipio de Vitoria. Por legítimo y respetable que se considerase el poder real, no dejaba éste de encarnarse en hombres con sus errores y pasiones, y los intereses de la nobleza o de las Comunidades o corporaciones, considerados como igualmente respetables en su terreno, se oponían, con una resistencia legítima y esforzada, a las extralimitaciones del Poder.

En cambio, desde el momento en que se supone al Poder como expresión de la Voluntad General y se le desposee teóricamente de su carácter personal y fáctico, los «intereses particulares», como actualmente se dice, dejan de tener una defensa legítima frente al interés general. Un Poder de tal modo sublimado y totalizado en su origen y en su entidad no puede ya obrar mal; antes bien, será el Bien y la Verdad mismas, el autor de la Ley y la fuente de toda autoridad. Sus objetivos serán los únicos prevalentes y serán a la vez los de la Nación, los del Pueblo, los de la Justicia y los del Bien Público.

En la realidad, se trata de un poder tan concreto e histórico como el de cualquier época, porque no se ha descubierto el medio de que el poder sea ejercido realmente por todos, y nunca ha dejado de poseer unas características espacio-temporales fácilmente registrables, pero se ejerce en nombre de una Totalidad una e indivisa, con nombre abstracto y hálito sagrado. Es la Gran Alemania, o la Raza, o el Pueblo… Nada puede ya prevalecer ni esgrimirse legítimamente contra ese poder. Estará éste en manos de oligarquías o partidos turnantes, o en las de un partido único que no se deja desalojar, o en las de un tirano. El resultado es el mismo: obrando en todo caso a nombre y representación del Todo, y armado con la autoridad que esta ficción le presta, ¡qué campo ubérrimo para la extensión infinita, totalitaria, del Poder!

Las ideas que engendraron la Revolución francesa no se dirigieron sólo a alcanzar una estable y efectiva limitación del Poder que garantizase la libertad de los hombres y de los grupos. Aunque fue la Libertad el primero de sus lemas y el objeto de su culto, su profunda inspiración racionalista les impuso un objetivo mucho más profundo y bien diferente. Para el racionalismo político no bastaba que la soberanía individual estuviese garantizada contra las extralimitaciones del Poder, sino que, además, no debería existir ningún poder que no hubiese emanado de ella misma. ¿Por qué buscar los medios de limitar a unos poderes históricos nacidos del azar o de la conquista, y, por lo mismo, siempre sospechosos de arbitrariedad? Constitúyase un nuevo Poder racional que nazca precisamente de la soberanía de todos, que represente la voluntad general. Este poder no necesitará de otra agrupaciones humanas, también históricas y vacilantes, para limitarlo y servirle de contrapoder, sino que, por su mismo preclaro origen, dejará de ser sospechoso de extralimitación, es decir, podrá ser absoluto. Así –decía Montesquieu– «como en la democracia es el mismo pueblo el que manda, se ha visto la libertad en esta clase de gobierno, y se ha fundido el poder del pueblo con la libertad del pueblo». «Esta confusión –comenta Jouvenel– es la raíz del despotismo moderno».

El que más tarde sustituya al régimen de partidos turnantes el predominio de uno solo que se niega a ser sustituido, o el que el Poder se ponga al servicio de un solo hombre, no son sino accidentes o consecuencias de un sistema que destruyó todos los contrapoderes efectivos de la sociedad, y que, en nombre precisamente de la libertad, rompió los diques humanos e históricos que contenían la expansión del Poder.

Si, pues, no se trata de un riguroso determinismo biológico o social sino de un proceso desencadenado por el hombre mismo, cabe entonces ver en él una evolución dialéctica cuya naturaleza espiritual o intelectual no anula para el hombre individual la necesidad inexorable del acontecer en que se ve inserto. Así, en una fase pretérita de nuestra civilización el hombre admitía como un hecho –y aun veneraba– el poder, en cierto modo religioso, de las monarquías, al propio tiempo que oponía a su dominio la esfera vigente de sus intereses personales y corporativos. El progreso de su racionalidad le hizo más tarde constituir un poder delegado de la Voluntad General –diríamos de coexistencia funcional o «de Derecho»– que no habría de aceptarse ya como un hecho superior, sino más bien comprenderse racionalmente. Según la teoría, con la desaparición del poder histórico o fáctico –irracional– debería desaparecer también la resistencia colectiva de instituciones o corporaciones brotadas asimismo del suelo anómalo de la historia. El nuevo poder racional debía ejercerse directamente sobre los individuos –ciudadanos legalmente iguales– sujetos de la razón, y al servicio de ellos, de su libertad y pacífica coexistencia. En una tercera fase dialéctica, el espíritu descubre la irracionalidad de los dos términos –superior e inferior– entre los que se situaba el Estado liberal o de Derecho: la Nación histórica y el Individuo. Las Asambleas constituyentes, a las que se supuso origen del nuevo poder delegado, fueron siempre nacionales, es decir, reducidas a un ámbito nacional; pero ¿qué puede haber menos racional que las nacionalidades existentes en la época de la Revolución, productos del azar histórico, de circunstancias bélicas, de dominaciones pretéritas? Análogamente, el nuevo Poder racional se constituía al servicio del Individuo, de su libertad y de su coexistencia social; pero ¿puede juzgarse racional la individualidad, esa entidad irreductible a categorías, inexpresable e incomprensible, producto de la herencia, del ambiente, facticidad pura?


Tecnocracia universal

De esta doble consideración brotan dialécticamente las dos características del Estado contemporáneo: su tendencia internacionalista o universalismo tecnocrático, y su carácter totalitario, esto es, organizador de una nueva sociedad, preformador de conciencias, y creador de un hombre nuevo técnicamente adaptado a la Ciudad del Hombre.

El otro autor a quien me he referido –Jean-Jacques Chevalier– coincide con Jouvenel en ver ante sí, por todos los caminos del porvenir, ese poder absoluto nivelador y uniformista. «Ya se esconda bajo el anonimato de la democracia electiva –son sus palabras– o se proclame abiertamente dictador, el Minotauro –Leviatán de Hobbes o de Alain– está hoy en todas partes, infinitamente protector, pero, a la vez, infinitamente autoritario». Y coincide también en la idea del desencadenamiento de un proceso cuya detención o retroceso resultan ya inasequibles para el hombre, autor quizá de su puesta en marcha. Todos los esfuerzos en este sentido aparecen a los ojos de Chevalier como «vanas reacciones contra la presión económica, tecnológica, que trabaja en sentido opuesto, es decir, como un poder arrollador que barre todo lo original, arrasa todas las formas de aristocracia social. Vanas sacudidas del hombre individual, de la persona, cogida definitivamente en la trampa. El monstruo Leviatán puede acentuar el sarcasmo de su sonrisa. Ningún nuevo Teseo vencerá ya al nuevo Minotauro».

«¿Quién sabe el porvenir? –son sus últimas palabras–. No pretendo conocer el secreto de la Historia, ni siquiera sé si la Historia tiene secreto. Me limito a registrar esta lucha del espíritu humano contra Leviatán, lucha, como el mar, siempre recomenzada. Me limito a decir: si esta lucha ha de dejar un día de resurgir bajo el látigo de terrores larvados o sangrientos, si este impulso espiritual transmitido de generación en generación ha de agotarse un día, será sólo entonces cuando cabrá el abandono absoluto y asentir al veredicto amargo de Taine: ningún hombre consciente puede ya esperar».

Las sociedades y civilizaciones históricas han realizado bajo formas diversas los impulsos de sociabilidad que encierra la naturaleza humana. Formas corporativas, locales o laborales, han entrado así en tensión diversa con poderes históricos de los que recibieron protección y a los que, a su vez, limitaron y contuvieron. Pero –volvemos a Bertrand de Jouvenel– en cierto momento de su evolución se produce una eclosión de espíritu racionalista que, inspirando teorías políticas nuevas y absolutas, logra anular esa heterogeneidad y tensión de factores convivientes e instaurar un nuevo poder que, por racional, será absoluto como la lógica y progresivo-dialéctico como el pensamiento puro. Se ha desencadenado así en los hechos lo que él llama «la Totalidad en movimiento».

«¿Acaso sabemos nosotros –ésta es su conclusión– si las sociedades no están regidas en su marcha por leyes desconocidas? ¿Si les concierne a ellas mismas el evitar las faltas por las que mueren? ¿Si no son impelidas hacia su fin por el impulso mismo que las lleva a su madurez? ¿Si su floración y fructificación no se realizan al precio de un estallido de las formas en que se había acumulado su vigor? Fuego de artificio que no dejará tras de sí más que una masa amorfa, abocada al despotismo o a la anarquía…».


Los hechos y su interpretación

Cabe, sin duda, aceptar la realidad de unos hechos, pero no la necesidad de sus consecuencias, como puede asentirse al diagnóstico de una enfermedad pero rehusar el pronóstico que de la misma se nos hace.

No puede dudarse de la tendencia expansiva del Poder en todos los tiempos, de su propensión natural a suprimir obstáculos y barreras, a nivelar el campo en que se ejerce. Tampoco dudo yo de que, con la difusión del impulso racionalista, se desató en los dos últimos siglos un proceso vertiginoso de totalización del poder o de absorción de la sociedad, de su estructura, por el Estado. El signo más acusado de este desencadenamiento es la ausencia de la dualidad y tensión sociedad-poder que caracterizaba a la sociedad estamentaria, medieval o antigua. La tensión inmanente es atributo de las sociedades plurales –o no monolíticas– y condición de la libertad y concreción histórica propias del espíritu humano. La dialéctica organizativa y solitaria del Poder lo es, en cambio, de esa irrealidad abstracta y opresiva en que culmina la invasión totalitaria del mismo.

Se ha objetado a menudo que el hombre concreto, sea cualquiera el tipo de organización política en que viva, ha de verse siempre sostenido por relaciones concretas humanas. En una sociedad agrícola de tipo antiguo se relacionaba y entraba en tensión con su vecino; en una sociedad socialista y tecnificada establece análogas relaciones con su compañero de oficina o de célula laboral. Igualmente, las antiguas tensiones entre corporaciones y estamentos, las de éstos con el poder y las de poderes entre sí, se sustituyen por tensiones de predominio entre los distintos organismos públicos y cuerpos de funcionarios, fácilmente observables en cualquier ambiente estatista. Con lo cual se quiere expresar una verdad, a mi juicio, incuestionable: que el hombre vive siempre a escala de lo humano, que es incapaz de una integración panteística, sea en el Estado o en cualquiera otra entidad absoluta; verdad ésta que nos iluminará más tarde sobre las previsibles consecuencias del crecimiento totalitario del Poder. Pero con esa afirmación también se quiere decir, las más de las veces, que la organización socialista o totalitaria de la sociedad no es sino una más entre las históricamente posibles, esto es, una estructura nueva reclamada por la evolución de la cultura o de la economía y que, como las demás, deja intactas las relaciones fundamentales de los hombres y de los grupos.

Y esta opinión me recuerda la distinción muy profunda que hacía Gustave Thibon (3) entre las luchas o antagonismos sanos y los insanos o degenerativos dentro del cuerpo social. Las luchas entre intereses reales de los núcleos corporativos o de las clases dentro de una sociedad –tal como la ancestral entre pastores y agricultores– es síntoma de vida y de dinamismo natural del cuerpo social, y la salud de éste consiste en mantener esas pugnas en los límites de la tensión vital, que es a la vez cooperativa y constructiva. Otras luchas, en cambio, tales como las que sostienen los cuerpos de funcionarios o los organismos dentro de una administración estatal, son radicalmente insanas por cuanto no representan intereses reales de la sociedad ni aprovechan parcial o totalmente a ésta, sino constituyen sólo un mal suplementario al gran mal de la absorción inmovilizante de la sociedad por el Estado: el mal de su interno desorden o ineficacia que perjudica a su funcionamiento sin beneficiar a nada.

Sentado esto, ¿ha de verse en el actual proceso de totalización estatal un proceso irreversible, liberado ya de todo obstáculo o principio de regresión viable? Los que darían una respuesta afirmativa –hemos considerado la posición de Jouvenel y Chevalier– suelen apoyarse en un argumento de muy fuerte apariencia. Cuando una sociedad ha perdido la posibilidad y el sentido de la resistencia individual o corporativa frente al Poder, y el decurso del tiempo ha borrado el recuerdo de las posiciones históricas desde las que esa resistencia se ejercía, es entonces cuando hombres y grupos se convierten en colaboradores del progreso estatal. Ya que pasan a ver –no sin motivo– que ese progreso coincide con su propio interés.

Cuando deja de ser posible oponerse de una manera eficaz al crecimiento o a las extralimitaciones del Poder, resulta prudente situarse convenientemente dentro de ese proceso. Individuos y grupos, aunque tengan que aceptar una fatal pérdida de iniciativa y personalidad, saben que pueden obtener otros bienes de que se verían también privados con una estéril actitud de resistencia. Cuando falta el bien de la seguridad en el medio social, y los hombres y los grupos no pueden ya deparársela a sí mismos, vuelven sus ojos a la potencia tecnocrática capaz de satisfacer esa necesidad, y en su progreso y estabilidad ven todos, inconscientemente, una garantía contra la incertidumbre y el desamparo personales. Y cuando el enemigo se convierte en aliado, no puede ya dudarse de quién será el vencedor.

Es caso análogo a lo que, según muchos, acontece con la difusión en los hogares de la TV. En opinión de los educadores constituye un serio peligro para el vigor intelectual de las futuras generaciones por cuanto anula en los niños el esfuerzo discursivo y la capacidad de lectura al facilitárseles imágenes plásticas fáciles y atractivas. El mismo efecto producía sobre la infancia de toda época el ocio, pero los padres velaron espontáneamente por librar a sus hijos de la ociosidad, no sólo por razones morales y educativas, sino por el interés inmediato de no soportar al niño ocioso, menos tolerable que el estudioso o el ausente en la escuela. Con la TV no sucede lo mismo, puesto que, lejos de perturbar la paz doméstica, sume a los niños en un mutismo ausente que permite dejar de oírlos durante horas enteras. Los que vaticinan graves consecuencias educativas y aun psicológicas de la TV reconocen en esa infeliz coincidencia de intereses, y en la consiguiente anulación del factor espontáneo de resistencia, su principal certeza sobre la consumación de esos augurios.


¿Proceso sin retroceso?

¿Es ésta la situación actual y es ella la que debe darnos por prejuzgada la futura totalización tecnocrática del Estado, con una progresiva absorción de las estructuras sociales y aun de la autonomía familiar e individual? Se trata, sin duda, de la gran cuestión del hombre contemporáneo: si la escoba del aprendiz de brujo podrá detenerse el día en que sus efectos se troquen en catastróficos: si la técnica científica aplicada al gobierno y la teoría de la Voluntad General –esas dos creaciones que nacieron juntas del racionalismo moderno y confluyen a un mismo resultado histórico– podrán sujetarse al dominio del hombre o constituyeron la trampa en que, según Chevalier, ha de verse definitivamente cogido.

Si nos atenemos a los hechos históricamente vividos, esa evolución del Estado hacia formas de organización totalitaria se ha producido según una dialéctica cuyas últimas fases han sido las siguientes: 1.ª: Designio constituyente en torno a la idea de Voluntad General que inspiró a la Revolución norteamericana y a la francesa. En este período se destruyen, con el carácter religioso o comunitario de las naciones, la dualidad sociedad-Estado y la consiguiente tensión corporativa. Ello en razón de que el nuevo poder, supuestamente representante de todos, no puede admitir ya, por principio, la resistencia de «intereses particulares». 2.ª: Trasposición por el Estado de los límites puramente negativos que el «Estado de Derecho» se había fijado a sí mismo al constituirse en mero guardián de la libertad de todos. Es el momento del llamado «Estado social», que, todavía bajo el concepto de «servicios», se hace cargo de la organización de la convivencia laboral y de las estructuras sociales anteriormente anuladas. 3.ª: Abandono, en fin, del reconocimiento de un orden de valores y de normas superiores al Estado mismo, es decir, de esa «Moralidad» laica e imprecisa que el liberalismo –particularmente el norteamericano– suponía realización objetiva del Estado en su desarrollo. El Estado se erige así en creador de la sociedad futura o Ciudad del Hombre, sin otra predeterminación que la adaptación técnica a la funcionalidad económica y psicológica del hombre. Es el reino del totalitarismo tecnocrático del presente, tanto el marxista como el nacionalista.

A estas fases dialécticas o ideológicas han correspondido otras tantos hechos o situaciones de la técnica y la economía que, según unos, fueron sus determinantes, y, según otros, sus consecuencias. A la eclosión de espíritu racionalista, que fue origen de la primera fase constituyente y con ella de todo el proceso, correspondió el hecho de la invención de la imprenta y la consiguiente difusión de lo que F. Wilhelmsen ha llamado «una visión espacial del mundo» frente a su antigua vivencia temporal, es decir, de un mundo escrito o «constituido» frente a un mundo histórico o vivido (4). Según la profunda idea de ese autor, el hombre medieval vivió predominantemente en un mundo hablado, en una cultura personal, donde cada hombre hablaba a su prójimo. Lo que se escribía en libros era en apoyo de la memoria, tal como las summas medievales que eran textos escolares para uso de profesores que enseñaban de palabra. Y un mundo hablado es un mundo temporal, no espacial. No es posible, por ejemplo, dar marcha atrás en una canción, y su sentido sólo aparece completo a su término. El que canta o el que habla se compromete en lo que hace temporalmente, a diferencia del que escribe o lee, que puede borrar o rectificar. Pero con la invención de la imprenta, el Renacimiento creó en nuestro mundo nuevas bases psicológicas de cultura. El espacio, al reemplazar al tiempo en su predominio, se convirtió en el factor preconsciente que actuaría bajo el raciocinio consciente. De este modo, el racionalismo moderno no extraerá ya la inteligibilidad ni el sentido del mundo de los hombres y las cosas reales. El sentido del mundo nuevo de la Ilustración brotará de la palabra escrita, es decir, de un medio espacial. «La preferencia exclusivista que mostró el protestantismo por la palabra escrita como fuente de toda verdad frente a la tradición y la autoridad viva; la soledad en que Descartes o Espinosa realizaron su obra; la rápida propagación de la escritura impresa, todo ello revela cómo el hombre de Occidente creía ya encontrar la raíz de la verdad entre el papel impreso que tenía ante sus ojos». Y las imágenes que crea en los sentidos una cultura libresca (book culture) son espaciales; no cambian como no cambia el espacio mismo. El único movimiento posible en un mundo espacial consiste en combinar elementos estáticos previamente dados, esquematizables ante la vista.

Al segundo momento dialéctico –al «Estado social»– correspondió en los hechos lo que se ha llamado, en un sentido amplio, el «problema social», esto es, la revelación histórica de cómo era irreal aquel optimismo de la Ilustración según el cual la libertad difundiría racionalidad y ésta armonía y cooperación. Según el cual también la misión del Poder era sólo velar por la libertad y coexistencia de todos. El tercer momento, en fin, coincide con las técnicas de organización y de control que otorgan al Estado por primera vez la posibilidad de prescindir del consensus humano y de la espontánea estabilidad social –basada en creencias y costumbres– para gobernar. O, como dicen los marxistas, la posibilidad de crear la Ciudad del Hombre, sin el hombre, o de «realizar sobre la sociedad la operación quirúrgica consistente en sincronizar de una vez para todas la superestructura ideal con la estructura económica real».

Caben, pues, dos interpretaciones del proceso, una idealista o dialéctica según la cual las realidades técnicas y económicas serían consecuencia de la evolución de las ideas, y otra materialista o económica que vería en esa dialéctica del pensamiento un producto de la evolución técnica y económica.


Voces de resistencia y renovación

Pero, junto a todo este proceso y en su seno, se han levantado voces y movimientos claramente hostiles al sentido racionalista y totalizador que lo inspiraba. Movimientos que, sin embargo, no han logrado imponerse en ningún momento ni variar el camino hacia eso que los franceses llaman «l´univers concentrationnaire de l´avenir».

Pienso que han sido tres los momentos más característicos de esta corriente marginal o adversa al espíritu racionalista: en primer término los movimientos románticos del siglo pasado, con su culto a cuanto adquiere existencia real y su consiguiente espíritu conservador e histórico. Sin embargo, este espíritu romántico pudo aliarse con el más exaltado racionalismo en las obras de Fichte, Scheling y, particularmente, de Hegel, que propugnaron el panteísmo de Estado bajo una forma histórica y un mesianismo nacional. Más tarde, en segundo lugar, las corrientes vitalistas y existencialistas de nuestro siglo proclamaron la irracionalidad última de toda realidad y de la humano-cultural especialmente, y abogaron por un retorno a la existencia concreta. Pero su realización política –los totalitarismos nacionales de la última guerra mundial– constituyeron también un paso más hacia la expansión tecnocrática del Poder.

En fin, el tercer movimiento de esta oposición está representado por los movimientos corporativos y federalistas de la actualidad, cuyo desarrollo y posibilidades permanecen todavía abiertos. Este renacido corporativismo ha orientado una evolución de los movimientos liberales y neoliberales hacia la concepción orgánica y conservadora de la democracia, en un todo hostil a su anterior versión individualista que tanto favoreciera el crecimiento estatal. «Democracia –ha podido escribir recientemente el Dr. Francis Wilson– no es ya un slogan revolucionario (excepto en su perversión soviética), sino un austero y a menudo conservador intento de hacer retroceder la oleada estatista del fascismo y del comunismo» (6). Sin embargo –fuerza es registrarlo– tampoco estos movimientos, aun impulsados por una visión ya terrorífica de las posibilidades deformadoras y opresivas del futuro Estado tecnocrático, han conseguido cambiar ni contener la progresiva absorción de la sociedad por el Estado totalizador, ni aun variar el signo ortodoxamente racionalista de los proyectos para una futura organización mundial de Naciones.

Cabe, pues, señalar una ineficacia práctica en todos los movimientos ideológicos que durante el últimos siglo y medio han intentado oponerse al deslizamiento de los Estados hacia la totalización de su poder. Más aún, puede registrarse una efectiva absorción de estos movimientos en la ola general de estatismo, engendrándose así realizaciones híbridas, nacionalistas e históricas en su expresión pero estatistas y tecnocráticas en su concepción del poder. Tales los casos del hegelianismo de Estado y de los nacional-socialismos. Tal el de ciertas interpretaciones del corporativismo federal en un sentido meramente descentralizador a la vez que uniformista, en nada opuesto al crecimiento estatal.

Parece, pues, relativamente justificado el pronóstico pesimista de los autores a que me he referido, y de otros muchos, al reconocer en esa expansión del poder un proceso sin reversión posible, y en los movimientos de opinión hostiles a la misma «vanas sacudidas del hombre –del ser libre– cogido definitivamente en la trampa».

Sin embargo, no parece que ninguno de los sucesivos ensayos de planificación estatista haya alcanzado una verdadera anulación de la personalidad humana, ni aun un sometimiento, si no es pasajero, de su espíritu de libertad. Diríase que se trata de empresa tan difícil como privar a un árbol de su fuerza ascensional sin cortarlo ni secarlo. He sugerido la verdad que encierra aquella afirmación de que el hombre vive siempre a escala de lo humano, extraño a cualquier forma de integración panteística. Verdad en tanto no oculte la intención de admitir la organización monolítica del estatismo como una forma histórica de estructuración social tan natural y legítima como cualquier otra. La presión organizativa y tecnocrática del Estado actual si, en general, adormece el impulso de resistencia privada y colectiva, agudiza en cambio el sentimiento de distancia respecto a ese Uno y Todo, es decir, el sentimiento de individualidad en su estricto sentido. Contrariamente a la predicción de Tocqueville, y a pesar de la progresiva uniformidad que produce la organización tecnocrática de la sociedad, no han faltado en nuestra cultura los espíritus originales capaces de una creación verdaderamente libre, si bien nunca ha sido tan acusada la disconformidad de esas mentes con el ambiente y el impulso cultural que les rodea.


Evolución secular

Todo nos conduce a meditar sobre la génesis y evolución de eso que llamamos cultura humana y que los filósofos de la Historia denominan el ente histórico o social. Parece indudable que esta gran realidad colectiva se forma de las aportaciones de todas las individualidades que la integran, especialmente de las destacadas por su fuerza creadora o directiva. Parece claro también que cada espíritu, aun los más libres y originales, se nutren de la cultura que les rodea, operándose así una misteriosa interpretación o simbiosis entre individuo y cultura. Por otra parte, la evolución de este gran ente colectivo multisecular se produce en un lento proceso de acumulación histórica, proceso que es irreversible y siempre nuevo como existencia humana. Su misma magnitud y profundidad le hace, sin embargo, difícilmente asequible a cualquier cambio rápido o influencia decisiva. Como los grandes ríos resultan leve y tardíamente afectados por las precipitaciones locales, así los cambios de régimen histórico son lentos y difíciles, generalmente posteriores a las individualidades o los movimientos que los impulsaron y, por lo mismo, inasequibles para ellos mismos.

Es, por lo mismo, frecuente que la gran corriente de la evolución histórica subsuma en sí, incorpore y aun anule los impulsos dispares u hostiles a su sentido que se produzcan en su seno. De aquí que no resulte legítimo deducir de esa importancia en que los hombres o los grupos se ven para alterar el régimen histórico de su época la existencia de un determinismo social o el desencadenamiento por la cultura misma de un proceso nuevo e irremediable en cuyo seno perezca la libertad del hombre o la esperanza de acción futura.

La época en que cayó el antiguo régimen y se produjo la Revolución francesa nos ofrece un ejemplo ilustrativo. Fue seguramente Rousseau quien introdujo en el ambiente espiritual de los modernos ideólogos la idea revolucionaria que fue decisiva para la traducción de las teorías en hechos. Los ilustrados de la época esperaban de la mera evolución histórica el triunfo de la razón y de las luces. Para Rousseau, en cambio, el mundo de su época, un mundo de poderes, instituciones y costumbres históricas apoyado en el mito y la creencia, creaba y mantenía un ambiente irracional que coartaba la libertad humana, corrompía al hombre y conservaba indefinidamente la injusticia social. Era preciso un corte revolucionario que instaurase una nueva sociedad libre y racional. Fue así como el peso histórico de las nuevas corrientes, unido a este fermento revolucionario, produjo el espectacular cambio de régimen histórico que comentamos, esto es, la irrupción en los hechos político-sociales de la mentalidad racionalista moderna, asunto hasta ese momento de filósofos y reformistas.

No existen, por ello mismo, razones sólidas para dudar de que un nuevo imperativo humanista y corporativo –anti-estatista en su sentido panteístico– unido a una verdadera renovación religiosa pueda producir, cuando llegue a maduración, un saludable cambio de régimen y sentido históricos. Ese cambio, que es para nosotros –como acontecía en sus ideales a los ilustrados de la Enciclopedia– algo que no ha pasado todavía del terreno de las ideas y movimientos de opinión al de los hechos y realidades históricas.





(1) Genève, 1954. Versión española de J. Elzaburu, Madrid, 1956.

(2) París, 1950.

(3) THIBON, GUSTAVE. Diagnostics (Essai de Physiologie Sociale). París, 1956. Versión española de M. Arazuri. Madrid, 1958.

(4) WILHELMSEN, F. Hacia una ontología de la Tradición. Centenario de Carlos VII. Sevilla, 1960.

(5) En un artículo publicado en 1944 (El acercamiento a la persona, en ARBOR, núm. 2) señalaba yo cómo «la raíz existencialista de las modernas concepciones político-sociales fascistas o nazistas saltan a la vista. Con un criterio pragmático ponen las estructuras doctrinales, y hasta la misma verdad y el error al servicio del interés supremo de la nación. Este sentido existencial no se subordina a nada. Y el individuo concreto personal, se estrella contra estas realidades últimas, y los fines supranacionales no existen».

Esta relación entre tales sistemas político y filosófico, que entonces fue discutida, está hoy aclarada después del estudio de KARL LOEWITH Les implications politiques de la philosophie de l´existence chez Heidegger (LES TEMPS MODERNES, noviembre 1946). En él se señalan, además de la conducta política de Heidegger y testimonios suyos al respecto, las coincidencias que en aquel artículo señalaba yo: nihilismo, decisión enérgica sin contenido, dinamismo, carácter dictatorial y apodíctico.

El marxismo es, en un sentido, derivación ortodoxa del racionalismo liberal, producto de una misma fuente de inspiración; en el totalitarismo, en cambio, influye la nueva mentalidad existencialista, pero un existencialismo autosuficiente, cerrado, no abierto a la trascendencia religiosa ni a una verdadera concepción personalista. Heidegger, figura central y más profunda dentro de este existencialismo nihilista, fue, según Loewith, más puramente representativo de la mentalidad y del espíritu nacionalsocialista que Krieg y que el mismo Rosenberg.

(6) WILSON, FRANCIS G. Donoso Cortés: The continuing crisis. In Journal of Inter-American Studies. January, 1960.