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Tema: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Aunque de vez en cuando suele aparecer, por aquí o por allá, algún indicio factual que nos recuerda siempre la existencia de la altruista y filantrópica Orden de la Masonería, en las últimas semanas la cosa parece que se ha desmadrado bastante, dejando más a las claras y de manera patente esas "vinculaciones" con la citada Orden por parte de altas figuras "políticas" del actual régimen juanista (por no decir de partidos enteros, directamente), ya sea en forma de condescendientes concesiones de "títulos" de "caballería" en Gran Bretaña, o ya sea recibiendo algunas reprimendas o fraternales correcciones desde Francia.

    Aprovechando, pues, esta coyuntura, dejo seguidamente una interesante serie de seis artículos del conocido publicista Joaquín Pérez Madrigal, narrando sus "peripecias" (como él solía decir) con la Masonería, en la época anterior a su conversión católica (o reconversión católica, si se prefiere).

  2. #2
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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 307, 15 de Noviembre de 1969, páginas 6 – 7.



    Confesiones a media voz

    Noticia de mi preparación para el ingreso en la Masonería

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    Pues sí, queridos y despiadados inquisidores de mi –¡ay!– lejano y atormentado pasado: yo fui iniciado en la Masonería. Y digo iniciado así, a secas, porque no pasé de la iniciación. No tanto, sin duda, porque no hubiera yo querido «progresar» dentro de la Orden, cuanto por no haber sido llamado a trabajar en los «talleres». Por lo que declaré, al iniciarme, en lo que se llama el «testamento masónico», debieron los «Venerables» considerarme inapto y, gracias a Dios, jamás fui requerido por Logia alguna.

    Pero no anticipemos los acontecimientos. Establezcamos los antecedentes. Describamos el ambiente.

    Lugar de la acción, Córdoba. Época, la de la Dictadura del General Primo de Rivera. Años, 1925 a 1926. Por aquel tiempo yo hacía periodismo. Me había quedado viudo. Se me había muerto también una hija pequeñita. Yo era un desdichado en abandono a lo que la Vida, sin mi colaboración, se sirviera depararme.

    ¿Personajes que intervienen en el drama que voy a revivir en el recuerdo? Todos históricos, auténticos. A los principales, trágicamente muertos algunos, y desaparecidos, les cambio el nombre por respeto y discreción. Bajo la denominación de «Rocaluz» se esconde un pueblo de la campiña cordobesa.


    * * *


    Julio López Holgado me llamó a su alojamiento del Hotel Suizo. A la sazón, hacía frecuentes viajes a Sevilla, Málaga y Córdoba. Los elementos revolucionarios le utilizaban, sin duda, aprovechándose de su fiera inadaptabilidad; halagaban en aquel señorito arriscado su temperamento indomable, «industrializaban» sus desventuras íntimas, achacándoselas, antes que a él, a la sociedad constituida que le había proscrito por genial, por puro y por valiente. Había que barrer el régimen; aniquilar los podridos pilares en que se asentaba su tiranía; e implantar un sistema de libertad, donde la conciencia discurriese a sus anchas, sin otros objetivos ni otro culto que los de la Justicia, la Fraternidad y la Belleza. Para tan ambicioso cometido hacían falta adalides de condiciones singulares, como las que se daban en nuestro hombre: gracia, fortaleza, gallardía, juventud, y capacidad, bien probada, de desprecio para los más altos dones que brindaran al español solvente las sirenas de aquella monarquía teocrático-pretoriana.

    He aquí, pues, a López Holgado, hábilmente seducido por los viejos políticos liberales y sus secretos agitadores de las Logias, ganado para la causa de la revolución. Viejo amigo y contertulio de Don José Cruz-Conde, que encarnaba por entonces el más sólido prestigio político de Córdoba –y aun de Andalucía–, López Holgado no se recataba para difamarle, ganoso de suscitar un duelo con la gran figura del régimen dictatorial. Cruz-Conde, conocedor de la maniobra, desdeñaba causa y efectos. No así su hermano Don Rafael, ni los hijos de éste, quienes, en alguna ocasión, hicieron lo posible por tentarle duramente la cara al audaz provocador.

    Ya que no con el Gobernador de Sevilla, Comisario Regio al mismo tiempo, en la bella ciudad, de la Exposición Iberoamericana, logró batirse con un entrañable amigo y colaborador de Don José Cruz-Conde. Tuvo un duelo, en condiciones serias, con Angelito Rojano –gordo, optimista, cordial e inteligentísimo–, del que López Holgado salió con el pecho y un brazo desgarrados. Después batióse también –esta vez con fortuna, pues hirió al adversario en la cabeza– frente a un pundonoroso oficial del Ejército, que ejercía funciones de Delegado gubernativo en Aguilar de la Frontera, a cuyo partido judicial pertenecía Rocaluz, pueblo de la naturaleza y de la residencia de este contumaz esgrimidor.

    Estas peripecias, innegablemente, proporcionaban a su protagonista una fama de hombre terrible y de revolucionario insobornable, presto en todo instante a medir su acero con los más genuinos representantes del Dictador, sin vacilar en hacer la ofrenda de su vida, si la reconquista de las libertades públicas lo demandaba. Pero si bien este personaje iba labrándose, a los ojos de las facciones políticas caciquiles; de las Casas del Pueblo, netamente marxistas, aunque camufladas de colaboracionismo obrerista; y de las Logias Masónicas clausuradas, pero más abiertas y activas que nunca en locales insospechados –clínicas de médicos, despachos de notarios, y hasta talleres de modistos–; si venía labrándose, digo, una «brillante» reputación, justo es declarar que, a estos fines disolventes coadyuvaban, con el interesado y los siniestros Maese Pedro que lo agitaban, el propio Poder público de la, no sabemos por qué, llamada Dictadura. ¿Dictadura la del campechano, risueño y patriarcal Don Miguel Primo de Rivera? ¿Dictadura se llama a un régimen político de fuerza, que tolera que las autoridades delegadas del omnímodo poder ejecutivo, en vez de encarcelar, juzgar y condenar a sus debeladores contumaces, arrumben los atributos del mando, abjuren de sus funciones sagradas, y nombren dos padrinos, requieran las armas y lidien como iguales, frente a frente, en el terreno de las querellas privadas, el magistrado y el reo, el patricio y el faccioso, el hombre Poder y el hombre conjurado para abatirlo?

    En la sencilla respuesta que el sentido común ofrece espontánea a la interrogación precedente se concreta la razón del gran esfuerzo baldío de Don Miguel Primo de Rivera. Su concepto exagerado del respeto a los derechos individuales, condújole al fracaso fulminante y a la muerte triste… No percibió que los derechos individuales, en oposición a la vida, a la honra, al aseguramiento de la continuidad de otros órdenes de derechos superiores, como los de la nación, como los de la Historia, poco o nada valen… Y tanto puso en riesgo éstos, cuanto contempló sin acritud el desmandamiento de los otros –intelectuales y políticos de todo linaje– o su enmascaramiento de perfidia y de vileza –socialistas con asiento en la Asamblea y en el Consejo de Estado–.

    Pues bien, López Holgado me llamó al Hotel Suizo, de Córdoba. Como en este hombre era habitual, le rodeaban, cuando llegué yo, una cohorte de amigos incondicionales; digo incondicionales, porque, aunque les diera cinco duros en lugar de darles diez, y aunque les llevase a comer a casa de los Hijos de Miguel Gómez en vez de a la Venta del Brillante, no por eso dejaban de ser amigos. Mientras retribuyera a sus «sablazos» y mitigase sus hambres, aquellos ciudadanos integérrimos serían inquebrantables amigos del adalid. Y le tendrían por el más original de los escritores, el más valeroso de los mosqueteros, el más concienzudo de los dramaturgos, y el mejor vestido y más apuesto de los transeúntes. Cohorte patética de hampones provincianos, truhanes, minúsculos condenados a concebir, a sufrir y a ambicionar ideas, latigazos y grandezas de arrabal o de suburbio… Allá, entre los corifeos del «gran hombre», recuerdo a Ernesto Rubio, mocetón despierto y sensible del campo cordobés. De su infancia en gañanía, le redimió su natural capacidad para modelar con el sucio barro del camino figuraciones tocadas de gracioso brío, de original carácter. Aquel gañán rudo, analfabeto, era un «prodigio»… Así dieron en llamarle por cómo, sin otro magisterio que su intuición, transformaba la informe materia en figuras escultóricas impresionantes… A la sazón, frisaba en los treinta años. Había estado en Madrid, en Italia, en Francia, y otra vez en Madrid. Ya no era gañán, pero tampoco era el «prodigio». Estaba de regreso de todas las ansias, torturado por la sed del acierto y de la gloria, que no había tenido la suerte de saciar. Se había instruido algo, había leído mucho. Bajo un alud libresco, habíase enterrado en su conciencia el lugareño analfabeto, pero no había surgido el escultor genial: quedó en aquel ser una cosa que abunda, una cosa muy generalizada en todos los pueblos, o sea, el profesional adocenado y mediocre. Ernesto Rubio era un producto híbrido de gañán y artista; se asesinó aquél y no afloró éste. Quedó, pues, un resentido, con la brutalidad congénita de su condición de origen, rociada del veneno que segregan del alma todos los artistas frustrados, negados o incomprendidos. Un hombre así había de alentar, desde el parapeto de su rencor, a seres como López Holgado, que era de esos hombres siempre dispuestos a financiar cuantas empresas tuviesen como objetivo los despeñamientos y las catástrofes.

    Junto a Ernesto Rubio, flanqueándole en sendas mecedoras, hallábanse otros dos mangantes más o menos doctrinarios de la revolución en cierne. Uno de ellos era Gabriel Morón, jayán y literato, todo en una pieza, quien destripó terrones de zagal, aprendió a leer ya de mozo, y antes de cumplir los treinta años era colaborador de El Socialista, Presidente de la Casa del Pueblo, de Rocaluz, masón de grado, y agitador de los campesinos cordobeses. Andando el tiempo, este sujeto habría de ser, con el Gobierno trashumante de 1938, Gobernador Civil de Almería y Director General de Seguridad.

    El otro era Fernando Vázquez, escritorzuelo pedante, profesional del dibujo lineal en no recuerdo qué empresa, pero aristarco furibundo, y de circunstancias, en la prensa cordobesa, desde la cual fulminaba anatemas culteranísimos e ininteligibles contra cómicos, danzantes y músicos que osasen actuar en los escenarios de la ciudad para honesto solaz del respetable público. Fernando Vázquez, por entonces, era apolítico. No le llevaban hacia López Holgado otros móviles que los de rendir homenaje al esforzado paladín de la Verdad y de la Justicia, al paso que, si las había, devoraba cuantas viandas ofreciera a la voracidad de las mandíbulas de sus leales el elegante e intrépido reformador. Este Fernando Vázquez también llegaría a ser alguien en el campo tenebroso de los empresarios del caos. Como socialista sería elegido diputado en las Cortes del Frente Popular, y, más tarde, sería nombrado por Negrín, ya instalado en Barcelona, jefe de su gabinete de prensa; y publicaría en La Vanguardia, casi a diario, unos macizos y regocijantes artículos explicando a la conciencia universal cómo los fascistas estábamos perdidos y cómo el Ebro había sido, después de las otras tumbas de Brunete y de Teruel, nuestra verdadera, indiscutible y definitiva tumba.

    Pues aquella tarde estos personajes que acabo de describir departían con López Holgado cuando yo acudí a su llamada. No crean ustedes que yo, en aquella reunión, me diferenciaba en algo sustancial de los acompañantes de López Holgado, no. Yo era un ciudadano tan lamentable como ellos. Podríamos distinguirnos, tal vez, por la solidez o divergencia de nuestras convicciones políticas, pero juro que un sentimiento común, que un móvil idéntico nos congregaba en torno al «grande hombre»: la prodigalidad de su iniciativa y de su bolsa en «restaurantes», «colmaos» y otros lugares nutricios y tentadores que, dada nuestra penuria, nos estaban vedados en plena juventud sedienta.

    «París bien vale una Misa». ¡Ah! «Pues una juerguecita bien vale pasar por conspirador». Con esta filosofía de las conspiraciones, acudimos –por lo menos yo– a recibir instrucciones de López Holgado. Si a tales instrucciones no les añadiese habitualmente un complemento de comida suculenta, rociada de ricos vinos, y exornada de flamencos de uno y otro sexo, para amenizar nuestras conjuras, seguramente yo, y otros revolucionarios de aquel lugar y de aquella época, se habrían frustrado, pues la verdad profunda de mi conciencia es que todas aquellas peripecias me divertían mucho, pero solamente como espectáculo. Jamás consideré que de aquel núcleo social constituido por un señorito despechado y cuatro o cinco jóvenes, apenas nacidos, fracasados, ejercientes, los más, de una bohemia triste en un país de cosecheros de aceite, se derivase nada serio, y mucho menos trascendental, en orden a los problemas públicos. Allí, el único hombre de cuidado era Morón. Profesaba la religión política del odio. Pero, ¡bah!, también se enternecía cuando se le echaba un «entrecot» con patatas. Y hasta se le saltaban las lágrimas si, en el apogeo de la «juerga», López Holgado, recatadamente, le alargaba un billete de cien pesetas para sus expansiones burguesas.

    Pues bien, saludé a los reunidos, abracé a López Holgado y me puse a sus órdenes.

    – ¿Qué pasa?

    – Ya les he informado a los amigos. La cosa va muy bien –me explicó el «grande hombre»–. Esto no dura ni tres meses. Debemos estar prevenidos para el instante en que se nos reclame el empuje decisivo.

    – ¿Pero de verdad es ésa la situación?

    – No me pregunte nada, porque ni quiero ni debo revelarle detalles. Le he llamado a usted porque es preciso ponerle en condiciones de actuar. Hay que hacerse hermano, ¿verdad, Morón?

    – Es muy conveniente.

    – ¿Hermano? –inquirí curioso–. ¿Hermano?

    – Sí, hombre. Le vamos a hacer el honor de recibirle en nuestra familia, digo, si no tiene usted inconveniente.

    – Inconveniente, ¿por qué? ¡Somos amigos! Pues seamos hermanos. Yo encantado y muy agradecido.

    – Sí –concretó López Holgado–. Tiene usted que hacerse masón. ¿Le parece?

    – Como ustedes quieran. Ahora bien, yo tengo que hacer constar que no sé lo que es eso, y que no sé si mereceré ser admitido. Yo soy católico; medio me instruí en un colegio de religiosos; fundé muy joven, en San Fernando, con otros camaradas, la Juventud Católica de San Juan Bautista de La Salle. ¿Me admitirán con estos antecedentes?

    López Holgado, amoscado, clavó sus ojos en Morón. Éste, jerarca masónico sin duda, estaba en el deber de fallar aquel problema de conciencia que yo les planteaba.

    – No es muy recomendable –silabeó pastosamente Morón, que, como todos los oradores marxistas autodidactos, pronunciaba sus palabras saboreándolas como manjares–. No es muy recomendable llevar carcas a las logias; pero, vamos, usted ya no es carca, ¿no es eso?

    – ¡Qué voy a ser carca, hombre! ¿Es que puedo ser carca yo? ¿Yo? Digo, de sobra me conocen todos ustedes…

    Miré fijamente a López Holgado, como implorándole un aval para mi conciencia libertaria, para mi cerebro librepensador. López Holgado me comprendió y me dijo:

    – En realidad, todos somos católicos. Yo mismo lo soy. Además, la masonería no se mete en eso. Respeta todas las religiones. No hay, pues, obstáculos para que usted se inicie. Todo lo tenemos dispuesto para la ceremonia. ¿Acepta usted?

    – Aceptado.

    – Pues mañana se va usted a Linares.

    – ¿A Linares?

    – Sí. Aquí no es posible. Yo le daré una carta para Eduardito Torres.

    – ¿El Notario?

    – Sí, el Notario. Se presenta usted a él y no tiene que hacer otra cosa que obedecerle.

    – El caso es que Linares… Claro, habrá que ir en el tren.

    – Naturalmente.

    – No tan naturalmente, porque yo no estoy en condiciones de hacer un viaje…

    – ¿No tiene usted dinero?

    – La duda ofende, caballero.

    – Bueno, eso no importa.

    López Holgado echó mano a la cartera y me dio cien pesetas para que me trasladase a Linares.

    – Tome; con eso tendrá suficiente. Luego le daré la carta para Torres. Y no se hable más.

    Por lo visto, allí eran todos masones menos yo. Disponíanse a elevarme a su condición para mejor utilizarme. Me percaté inmediatamente del sentido de aquella iniciación a que me impelían, y declaro que no me inquietó lo más mínimo. Por el contrario, gozaba ya del espectáculo de lo nunca visto. ¡Masón! ¡Iba a ser masón! ¿Qué cosa terrible era ser masón? ¿En qué consistiría la ceremonia del ingreso? Pronto lo iba a saber.

    Y ustedes lo sabrán si siguen leyendo estas «confesiones».

  3. #3
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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 308, 22 de Noviembre de 1969, página 8.



    Confesiones a media voz

    Fui a Linares, mi Camino de Damasco al revés

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    Ya estaba de camino. Iba, en realidad, a vivir una peripecia que, en cierto modo, me desazonaba. Uno había leído y oído relatos impresionantes acerca de los ritos masónicos, de las pruebas espeluznantes a que son sometidos los «profanos» que llaman al «templo» para ser recibidos como miembros de la Orden. ¿Pero acaso hay en Linares una Logia y un Templo en el que puedan celebrarse «tenidas» y «ceremonias»? –me preguntaba–. ¿Por muy grande que sea el sigilo, no será mayor el celo y la vigilancia de las Autoridades policiales y gubernativas? ¡Inexplicable que bajo la Dictadura pueda desenvolverse la Masonería sin muy severos y permanentes entorpecimientos!

    En fin, en seguida iba a comprobar lo que había…


    * * *


    Llegué a Linares, me instalé en una fonda barata de no recuerdo qué calle –no estuve en la minera ciudad jiennense nada más que en aquella ocasión–, y, sin pérdida de tiempo, fuime en busca de Don Eduardo Torres, para el que llevaba una carta de López Holgado y al que ya conocía yo personalmente, por haber coincidido alguna vez, en Córdoba, con ese raro Notario de Linares.

    Cuando me anunciaron al representante, allí, del Supremo Arquitecto del Universo, hallábase, por lo visto, solicitadísimo por su clientela de propietarios y burgueses. En efecto, muchas personas aguardaban a ser recibidas por el inquietante fedatario. Éste, que ya sabía para lo que yo acudía a su presencia, me mandó decir por uno de sus fámulos:

    – De parte de Don Eduardo, que se vaya usted al Casino y aguarde allí hasta que vaya él, o sus amigos, a recogerle.

    – Gracias –exclamé contrariado. Y salí a la calle, en busca del Casino, donde aguardaría a que vinieran a recogerme.

    Serían las once de la mañana cuando me acomodé en un sillón del Casino de Linares, a la espera de los acontecimientos. Dieron las doce, la una, las dos… Yo seguía impaciente, pero impertérrito, en el lugar que se me había señalado por Don Eduardo, sin que éste ni «los amigos» dignáranse comparecer.

    ¿Se habrían olvidado de mí? No era probable, pues el Notario se quedó con la carta que yo le hice pasar al despacho cuando me presenté en su domicilio. ¿Habría Don Eduardo mandado aviso a «los amigos» de que vinieran a buscarme y no entendieron el aviso, lo interpretaron mal, y desconocían que yo llevaba tres horas aguardándoles? ¡Cualquiera se explicaba aquella desconsideración con un visitante forastero!

    A lo largo de mi espera, solitario casi en aquel salón de estar –igual a todos los salones de tertulia de todos los casinos–, no dejé de advertir que se me observaba por extrañas gentes. Cada diez o quince minutos cruzaban la estancia uno o dos sujetos; me miraban unos instantes y se iban. ¡Bah! –llegué a pensar–, curiosidad natural que suscita en toda sociedad minúscula la aparición de un desconocido.

    Las doce, la una, las dos, las dos y media… Yo seguía abandonado a mi paciencia y a mi incertidumbre. Había pasado, con exceso, el tiempo justo de restaurar las fuerzas mediante el condumio. ¿Me iba a almorzar o permanecería en mi puesto indefinidamente? Vacilé unos minutos. Y opté por la comida. Aquellos dignísimos vecinos de Linares, por muy ungidos que estuviesen de misterioso poder revolucionario, no tenían derecho a castigarme sin almuerzo como a un menor corrigendo. Me levanté, pues, del sillón, di aún dos o tres paseos por la sala y por el vestíbulo, y, sin más, salí resuelto a la calle, me encaminé a la fonda, y en ella devoré la frugal ración correspondiente al viajero de siete pesetas todo comprendido…

    A las tres y media regresé al Casino. El salón, casi solitario toda la mañana, hallábase ahora repleto de señores socios. Consumían café y copa, mordían aromáticos vegueros o trepidantes tagarninas. A manera de nubes bajas, flotantes sobre el valle, por debajo de las cumbres, así, en aquel casino, por sobre las cabezas de los circundantes, extendíanse espesas y azuladas masas de humo; no las mecía el viento, pero sí el vocerío discutidor de los comentaristas, y los golpes de fichas o el cante de los naipes sobre la mesa, en que se ventilaban los embates del «chamelo» o del mus.

    Entre la abigarrada y aturdidora concurrencia, busqué tímidamente un rincón donde reanudar mi larga espera.

    Las cuatro, las cinco… Volvió el Casino a vaciarse.

    Las seis, las siete…

    No venían a buscarme. Comenzaba a ponerme furioso. Aquello era una burla, una desconsideración. Un asco. Me acordé del Notario y me entraron unos insospechados deseos de recordar también a sus ascendientes.

    – ¡Vayan ustedes a la m…! –rugí in pectore–. Y abandoné el Casino estallando de indignación.

    Vagué por el pueblo. Anduve por los arrabales. Me fatigué. A eso de las diez caí por la fonda. Comí. Pregunté a qué hora salía el primer tren para Córdoba y me acosté dispuesto a madrugar y volver a mis lares sin despedirme del Notario. Ya le diría yo a López Holgado quiénes eran estos caballeros. ¡Valiente gentuza! Lo que se había hecho conmigo no tenía nombre. Por muy Notario y por muy masón que se sea, no se pueden, bajo ningún pretexto, incumplir los deberes de la educación, de la hospitalidad y de la cortesía.

    Sumido en un lecho quejumbroso, conturbado por aquellos pensamientos, y soliviantado por las acometidas metódicas de unas chinches guerrilleras que, por el modo de flanquear mi desesperación y de batirme todo el cuerpo, debían ser el orgullo de su estirpe, apenas sí podía conciliar el sueño…

    Las onces, las doce… Medio me dormí. O me conmocioné de tanta ira y tanto invencible picotazo. El caso es que ya había logrado la felicidad de evadirme del mundo de las sensaciones, cuando unos porrazos conminatorios, dados sobre la feble y carcomida madera de la puerta de mi alcoba, me sobresaltaron…

    – ¿Qué pasa? –inquirí sentado en la cama.

    – Aquí, tres señores que le buscan… –gritó el criado.

    – ¿Tres señores? ¿A mí?

    – Sí. Al Señor Pérez Madrigal. ¿Es usted?

    – Sí. Yo soy. Pero, ¿qué quieren esos señores?

    – Que se levante usted en seguida. Que abajo le esperan.

    – Bueno… –suspiré agotado.

    El criado se fue, pasillo adelante…

    La jugada era maestra. Después de tenerme todo el día arrumbado, despreciado y preterido, sabiéndome descansando, convaleciendo del furor a que científicamente me habían conducido, tenían la pasmosa osadía de venir a levantarme de la cama, ya de madrugada, no sé para qué inoportuna gestión.

    Me vestí de cualquier manera y me fui al encuentro de los visitantes. Éstos me eran absolutamente desconocidos. Uno, joven, parecía hombre distinguido, de cierta finura en la traza y el ademán. Los otros dos, aunque decentemente vestidos, no disimulaban su nativa ordinariez y su zafiedad vigente.

    – Ustedes me dirán…

    – ¿Es usted Pérez Madrigal? –preguntó el más educado.

    – No sé, la verdad, si sigo siéndolo. Ayer sí lo era, es decir, como tal fui a visitar a Don Eduardo Torres. Pero a lo mejor estoy trascordado y yo no soy yo, porque, lo que se dice a mí, no se me ha tratado como si fuera lo que yo creí ser cuando vine.

    Los tres visitantes permanecieron perplejos.

    – ¿Qué hora es, señores? –pregunté.

    – Las dos y media –me informó el más fino.

    – ¿Y son ustedes los que han venido a despertarme; a levantarme de la cama a las dos y media de la madrugada, sin saber si era yo, y aun en el caso de serlo, sin conocerme? Díganme la verdad. ¿Son ustedes los que han venido o son los fantasmas de ustedes los que han querido darme este bromazo?

    – Señor Madrigal –me habló risueño el más delicado de los visitantes–, no le extrañe nada de cuanto vea o le ocurra. Son requisitos naturales. Don Eduardo nos puso en antecedentes de su llegada y de su pretensión. Nos dijo, claro está, que nos esperaba en el Casino. ¿Por qué se fue usted del Casino? ¿Por qué no nos aguardó?

    – ¡Tenía que comer! –sollocé suplicante.

    – ¡Tenía que comer! –masculló, despectivo, mi interlocutor–. En determinadas ocasiones, acordarse de que tenemos que comer puede frustrar nuestro destino… Usted debió esperarnos horas y horas sin moverse…

    – Yo, la verdad, no sabía que…

    – Basta; hemos examinado el caso y no tiene importancia. Venimos a avisarle que mañana, a las once de la mañana, nos aguarde en el Casino.

    – ¿En el Casino? ¿Que les aguarde en el Casino? ¿Como hoy?

    – Sí, como hoy. Para llevar a cabo la ceremonia…

    – Pero, ¿acudirán ustedes? –me atreví a preguntar.

    – Eso no se pregunta, Señor Madrigal. A las once en el Casino. Y nada más. ¡Buenas noches!

    – ¡Buenas noches! –repitieron los otros «amigos».

    Y se fueron los tres.
    – ¡Adiós, señores, hasta mañana! –les despedí, desconcertado.

    Me dirigí a mi lecho, a contender otra vez con los fantasmas de mi conciencia, con los duendes de mi espíritu, y con las chinches aguerridas de aquel colchón aborrecible…

    Me acosté.

    ¡Mañana, a las once, en el Casino! ¡Como hoy! ¡Como hoy!

    Esa convocatoria martilleaba en mi cerebro, afligiéndome, exasperándome… Al fin, me quedé dormido al susurro de este consuelo que me había forjado con ilusión delirante:

    – ¡Me llevaré merienda! ¡Me llevaré merienda!...


    * * *


    A la mañana siguiente acudí puntual a la cita. No me hicieron esperar. Y empezaron a cumplir el objetivo de mi viaje a Linares. ¡Iba a ingresar en la Masonería! ¿Mediante qué requisitos y ceremonial? ¡Ah! La semana próxima (D. m.) se lo diré a ustedes.

  4. #4
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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 309, 29 de Noviembre de 1969, página 7.



    Confesiones a media voz

    “Usted puede hacer planchas muy buenas” –me dijeron–

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    ¿Me darían otro «plantón» mis extraños introductores en la inquietante, alucinante Masonería Universal?

    De la fonda al lugar de la cita no las llevaba todas conmigo. Pronto lo íbamos a saber.

    Cuando llegué al Casino, a las once y cinco, ya me esperaba uno de los visitantes de la madrugada anterior. Se trataba del más distinguido y expresivo de los tres. Habían vuelto, sin duda, del infame acuerdo de mantenerme en Linares al garete de las horas. Se me presentó muy simpático.

    – Soy López Arista; considéreme como un verdadero amigo.

    – Muchas gracias.

    – Tengo el mandato de acompañarle a casa de Don Eduardo para arreglar allí el asunto. La Policía está sobre aviso. ¿Sabe? Y no convienen reuniones sospechosas.

    – Muy bien –asentí.

    – Pues vamos.

    En compañía de López Arista –hijo, creo, de un prestigioso ingeniero, que fue director, durante muchos años, de las minas de Arrayanes–, me presenté a Don Eduardo Torres, en su despacho notarial. Me acogió afabilísimo. No aludió siquiera al duro tratamiento de que me hicieron objeto el día y la noche de mi llegada. Limitóse a discursear:

    – La Masonería es la religión de los hombres de buena voluntad. En esa religión profesan, sin distinción de clase social, de jerarquía ni de posición económica, los hombres de los distintos países del globo, quienes, por encima de los intereses de los pueblos de su naturaleza, ponen el ara de su culto civil ante las imágenes sublimes del amor a la Humanidad…

    Don Eduardo Torres, desmedrado, casi esquelético, pálido, fatigado, interrumpióse. Giró sobre su asiento; abrió, sin levantarse, uno de los compartimientos de la tallada librería que circundaba el severo despacho, y extrajo de entre libracos y papelotes un frasco de marca farmacéutica que contenía no sé qué pócima mitigadora. Lo destapó, y, llevándose el botellín a la boca, se echó un trago de aquel líquido. ¿Era un jarabe balsámico? ¿Un tónico para los nervios? Yo no quiero ser malpensado; pero al resollar Don Eduardo y tapar el frasco, percibí un fuerte olor a «cazalla».

    – Decíamos –prosiguió Don Eduardo– que la Masonería es la fuerza constituida por los mejores hombres de cada país, y llamada a redimir a la Humanidad, esclavizada y doliente, de todas las tiranías. La Masonería rompe cadenas, rasga oscuridades, alumbra entendimientos, despeña a los déspotas, y levanta a las cumbres del bienestar a los desposeídos y a los humildes, aherrojados hoy en las simas más profundas del desprecio y de la crueldad… Claro, por eso, en países dictatoriales, arcaicos, clericales y militaristas, como el nuestro, se nos persigue, se nos acosa, se nos clausuran templos, se nos condena a la inacción… ¡A la inacción! Eso piensan los esbirros del Dictador. Pero se equivocan… Usted, ¿a qué ha venido a Linares, a iniciarse en nuestra gran religión? Pues bien, no podemos verificarlo como manda el rito, tendremos que prescindir de las solemnidades establecidas para este caso; pero usted volverá a Córdoba con la sagrada investidura y podrá enorgullecerse de haber sentado plaza en el ejército más poderoso del mundo. Sí, señor. Este ejército de las batallas que quiere contra el enemigo que elige. Y siempre lo derrota. Está por la primera vez que la Masonería haya sido vencida.

    Aún se extendió más Don Eduardo Torres en consideraciones apologéticas alrededor de la Masonería. Por dos o tres veces, rendido de fatiga, hubo de apelar al tónico de la librería. Casi conseguí la certidumbre de que aquel bálsamo no era «cazalla», sino «chinchón» del bueno.

    En resumen, Don Eduardo y López Arista me explicaron que el Dictador había ordenado la clausura de las logias y la persecución de los «hermanos». Que, en vista de ello, el Gran Oriente había otorgado poderes especiales a determinados «grados» para iniciar, omitiendo ciertos ceremoniales, a cuantos profanos lo mereciesen. Tal era mi situación. Yo merecía pertenecer a la Masonería. Y en el acto iba a ingresar. Me entregó Don Eduardo unos impresos. Me aconsejó que meditase antes de suscribirlos, y para que la meditación fuese todo lo profunda y serena que requería el problema de conciencia que se me planteaba, me invitó a seguirle.

    – No disponemos en mi casa, naturalmente, de cámara de reflexiones. Pero es conveniente que permanezca usted en soledad, leyendo y redactando esas cosas… Venga, venga conmigo.

    Seguí al Notario. Me condujo a una habitación de trastos viejos, lejana de las habitaciones de los señores y de las del servicio. Me aparejó una mesa, una silla, una escribanía muy historiada que personalmente trajo de su despacho, y me abandonó a mis lecturas y a mis reflexiones.

    Una vez aislado entre trastos desvencijados y polvorientos, me puse a ojear los papeles que me entregaron. Uno era la solicitud para que se me admitiese en la Masonería. Otro era un a modo de código del aprendiz masón, que leí curioso, sin que sus prescripciones me impresionasen mayormente. Lo que de verdad me inquietó algo, haciéndome pensar más de lo corriente, fue el cuestionario a evacuar por mí allí mismo, en virtud del cual, sin posibilidad de enmascaramiento, habría de desnudarme de sentimiento y conciencia. Lamento sinceramente no recordar, por lo concreto, el orden de cuestiones que se me plantearon en aquel documento, denominado «testamento masónico», que se me obligaba a redactar y suscribir. En lo divino y en lo humano, en lo religioso y en lo político, en lo moral y en lo grosero y tangible de la vida, escarbaban aquellos interrogantes para que yo, tal y como lo entendiese, me manifestase. Recuerdo que contesté prolijamente el cuestionario y me envanezco, aún hoy, de haber sido fervientemente veraz en mis declaraciones. No negué a mi Dios ni a mi Patria.

    No sé cuánto tiempo permanecí «reflexionando». Don Eduardo y López Arista vinieron a buscarme. Se llevaron los papeles. Aguardé todavía algún tiempo en aquel desván. Volvieron otra vez, y me asustaron al honrarme propinándome cada uno «el triple abrazo fraternal», consistente en darle a uno un abrazo por la derecha, otro por la izquierda y otro por el centro…

    – ¿Ya? –pregunté.

    – ¡Ya!... Ya somos hermanos. Los derechos son 29,40. De Sevilla recibirá usted carnet y diploma.

    Me fui a la fonda. Después de pagar los derechos, apenas sí pude liquidar con el fondista y regresar a Córdoba.

    Aguardaba en la estación la llegada del tren que me devolviera a la ciudad de los Califas, cuando aparecieron efusivos, fraternales, los otros dos visitantes de la madrugada anterior.

    Les vi avanzar hacia mí; me disponía a recibir seis abrazos, tres por barba. Pero, no. En público, los masones no se diferencian de los demás mortales. Ése es el secreto de su fuerza. Me saludaron. No se refirieron para nada al acto de mi reciente iniciación. Uno de ellos, tan sólo, me dijo entusiasmado:

    – Ahora a trabajar. Usted puede hacer planchas muy buenas.

    – ¿Planchas? ¿Hacer planchas, yo?

    – Sí, hombre.

    – ¿Qué quiere usted decir? –pregunté intrigado.

    – Planchas. Sí. A las memorias, o ponencias, o informes de carácter masónico, se les llaman planchas.

    – ¡Ah, sí! –resoplé–. Claro… yo haré planchas muy buenas…

    Por fin llegó el tren; me acomodé en un madero de tercera, entre sucia expedición de segadores. Partió el convoy, transportando, entre míseros trabajadores de la gleba, a un masón nuevo, acabado de pescar…

    Dos ideas mosconeaban en mi imaginación a lo largo del viaje. «¿De verdad podría yo hacer muy buenas planchas?». Ésta era una. La otra idea, era ésta: «Lo del frasco, ¿sería «chinchón» o «cazalla»?».


    * * *


    La semana próxima (D. m.) evocaremos algunos de los contactos que establecí con impresionantes –realmente impresionantes– miembros de mi nueva familia.

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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 310, 6 de Diciembre de 1969, página 7.



    Confesiones a media voz

    En “un café” me llama un “hermano” y acude el camarero

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    Difícilmente puede penetrarse, desde fuera, en el sistema regimental de la Masonería, pero yo he meditado acerca de la postergación o el olvido en que siempre se me tuvo por sus dirigentes, y concluí por considerar que la razón de tal relegamiento quizá estuviese en el examen que hicieran de aquel mi «testamento masónico» que redacté en Linares el día de la iniciación. En efecto, por tales trabajos obligatorios deben ser calificados, en los gabinetes secretos de la secta, todos los catecúmenos, y a mí, por lo sincero, por lo «tradicionalista», debieron calificarme no muy lucidamente. Habíame presentado como creyente en el Dios de mis mayores, como militante en el amor y el servicio de mi Patria; por otras explicaciones a que me impelieron los temas del cuestionario, debí exhibir el plumero de mis rebeldías, incompatibles con la cerrazón dogmática de los grandes sectarios. Por todo eso –deduzco– no fui llamado a ninguna Logia ni, a lo largo de los días, tuve trato ni contacto oficial alguno con la Masonería.

    En mis relaciones privadas sí tuve noción, en varias ocasiones, de la importancia que puede revestir estar inscrito en la Masonería. Jamás invoqué yo, ante nadie, aquella condición. Pero diversas veces vinieron a mí «hermanos» desconocidos a pedirme protección en menesteres que sólo personalmente les afectaba. La primera vez, recuerdo que el abordaje de que me hizo víctima un «hermano» no dejó de tener gracia.

    Me hallaba yo en el café «La Perla», de la cordobesa calle de Gondomar, en amena tertulia con varios amigos, y ante frontera mesa, exactamente sentado frente a mí, situóse un individuo que ninguno de los allí presentes conocía. Debía ser forastero…

    Charlaba yo en mi reunión habitual, y observaba que aquel sujeto me miraba incesante. En sus ojos tristes y cansados fulgía una luz de ansiedad que, por más que yo lo deseaba, no podía descifrar.

    Fueron desfilando mis amigos, disolviéndose la tertulia. Y aquel hombre permanecía frente a mí mirándome, como queriendo interpelarme y no atreviéndose hasta no encontrarme solo. Tan intrigado me tenía aquel sujeto que yo ardía en deseos de que se ausentasen por fin todos los contertulios. A ver qué me quería aquel sujeto extraño.

    – Oye –dije en voz baja a Ernesto Rubio, que permanecía conmigo, deshecha la cotidiana reunión–; vete un momento por ahí… Ese tío quiere decirme algo.

    Despidióse Ernesto y llegó el instante ambicionado. Ya estaba solo, frente a frente del enigmático mirón. Éste acentuó el acoso de sus miradas, cual si aguardase a que partiese de mí la interrogación o el rechazo consiguiente al sitio óptico de que me venía haciendo objeto. Pero opté por mirarle también sin pronunciar una palabra.

    Entonces el desconocido, sin apartar sus ojos de mis ojos, muy serio, tomó la cucharilla del café y golpeó con ella el mármol de la mesa. Dio tres golpes consecutivos.

    – ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!

    Brillaron más sus ojos. Yo me quedé tan tranquilo. Este tío está «chalao» –pensé–, y hasta dejé de mirarle. Saqué un periódico del bolsillo y me puse a leer, no sin seguir observando al extraño individuo con el rabillo del ojo. El hombre se inquietaba. Estaba como soliviantado. No sabía qué hacer. Tomó de nuevo la cucharilla, y con redoblada fuerza propinó sobre el mármol otros tres golpes.

    – ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!

    Y esperaría que yo acudiese a las llamadas. Pero quien acudió fue el camarero.

    – ¿Llamaba el Señor?

    – ¡No! –gritó confuso–. ¡No!

    – Como golpeó la mesa…

    Aproveché la distracción del sujeto para evadirme. Me levanté, y ya iba a echar a andar cuando aquél, viniendo hacia mí, exclamó angustiado:

    – ¡Por favor! ¿Es usted Joaquín Pérez Madrigal?

    – Sí, Señor.

    – Yo soy Gumersindo Romero.

    Y me tendió la mano, con los ojos saltándosele de las órbitas.

    Tenía mi mano agarrada por una de las suyas Don Gumersindo, y no acababa de soltármela. Notaba yo que, mirándome tan fijamente como antes, me martilleaba con uno de sus dedos sobre el dorso de mi mano, por grupos monorrítmicos de tres golpecitos…

    ¡Ah! –consideré de súbito–. Éste debe ser un «hermano». Declaro que me estremecí, que no sabía qué hacer. Don Gumersindo debió percatarse de mi azoramiento. Soltóme la mano, al fin, y me espetó a boca de jarro, con voz cavernosa:

    – Usted, ¿es «hermano» o no?

    – Sí, sí, desde luego.

    – ¿Entonces? –inquirió del cosmos Don Gumersindo–. ¿Cómo no respondió a la llamada de mis baterías con la cucharilla antes y con la mano ahora mismo?

    – Mire usted –le expliqué–. Es que yo soy nuevo. ¿Sabe? No estoy muy al corriente de las prácticas…

    – ¿Nuevo? Pues… ¿cuántos años tiene usted?

    – Veintisiete.

    Don Gumersindo, desconsideradamente, soltó el trapo de la risa.

    – No, hombre, no. Yo le he preguntado por la edad masónica, por el grado que tenga entre nosotros. El número de años que haya vivido me tiene sin cuidado.

    – Pues la verdad –le dije amoscado–, no sé qué decirle… ¡Ah! Sí, sí, ahora recuerdo. Tres, tres años. Tengo tres años.

    – ¿Aprendiz, nada más?

    – Nada más, sí, Señor.

    – Bueno, es lo mismo. ¿Quiere usted que nos sentemos otra vez?

    – Con mucho gusto.

    Nos acomodamos ante la mesa. Pedimos otro café. Don Gumersindo me explicó:

    – Mire, esta plaza está muy mal. Yo trabajo en los «valles» de Algeciras. En el mundo profano trabajo también: viajo a la comisión un precioso género de bisutería. Esta plaza está muy mal. Me he quedado sin dinero. No tengo ni para pagar la fonda. Quieren quedarse con el muestrario hasta que pague la cuenta. Necesito veinte duros para pagarla y marcharme a Sevilla. ¿Usted me puede dar los veinte duros?

    Suspiré acongojado. ¡Veinte duros! Cifra fabulosa para un aprendiz…

    – ¡Cuánto lo siento! –exclamé–. Usted ignora que yo soy un modestísimo periodista de pueblo; apenas gano para la pitanza.

    – No, no lo ignoro. Ya sé que usted no tiene los veinte duros. Pero como periodista goza de cierta influencia, conoce a personajes de posición… Usted puede ayudarme, sacarme de este atolladero.

    – ¡Ya! –repuse indignado–. Lo que quiere de mí es que yo dé un «sablazo» de veinte duros para usted, ¿no es eso?

    – Sí, eso es…

    – Pues bien; los compañeros, los maestros, los caballeros rosacruz, los venerables 33, no sé a lo que vienen obligados cuando un «hermano» les interpela para pedirles dinero. Pero lo que le aseguro a usted es que a este «aprendiz», después de pagar el café que hemos consumido, le quedarán cuatro pesetas para toda la vida. Estoy dispuesto a partir con usted mi fortuna. ¿Qué le parece?

    Don Gumersindo rio, sarcástico:

    – ¡Dos pesetas? ¿Qué hago yo con dos pesetas?

    Metí la mano en el bolsillo; conté mis caudales, y, en efecto, me restaban dieciséis reales en plata; aparté dos pesetas en una pieza, y se las alargué al «hermano»…

    – ¡Tome! Eso es lo que humana, cristiana y masónicamente puedo hacer por usted… Lo demás, excede los dictados de mi deber y de mi dignidad. Yo no «sableo» a nadie.

    – ¡Dos pesetas! –masculló taciturno–. ¡Qué porquería!

    Al cabo, agarró la moneda y la hizo desaparecer.

    Pagué al camarero y nos fuimos. Ya en la calle, Don Gumersindo se despidió:

    – Bueno, veré cómo me las compongo… ¡Si aquí hubiese algún templo!

    – No hay templo –le dije–; pero existen «hermanos» poderosos. ¿Ha visitado usted a Antonio Jaén, por ejemplo?

    – Sí, sí; digo, no… Bueno, verá usted. Es que esta plaza es infame. Siempre fracaso cuando me aventuro en ella. Y Don Antonio, que es un gran hombre, ya me tiene ayudado en otras ocasiones…

    – Le tiene usted seco, como si dijéramos.

    – Sí, eso es.

    – Pues a ingeniárselas, amigo –le animé–. Yo no puedo hacer más.

    Me alejé sin más cumplimientos. Atrás se quedaba aquel «hermano» mío, que era un desgraciado integral o un modestísimo trapisondista. ¡Bah! ¿En qué familia no existe algún miembro lamentable? Yo me había situado en el máximo límite de mis posibilidades… ¡Y hasta otra!

    Si hube de habérmelas, en mi calidad de masón supernumerario, con gallofos de todo jaez que me requerían siempre, con ligeras variantes, para que les proporcionase dinero o cosa que lo valiese –en pequeña proporción, por lo general–, he tenido la singular honra también de departir «fraternalmente» nada menos que con el Príncipe de Gales –años después, Eduardo VIII de Inglaterra– y con su augusto hermano, el Príncipe Jorge, luego Duque de Kent, que habría de inmolarse, como un héroe, en acción de guerra defendiendo a su Patria.

    Si yo no hubiera sido masón, seguramente no habría sido llevado a la presencia de aquellos personajes, cabeza y miembro principales de la más poderosa casa reinante del mundo. Esta peripecia bien merece capítulo aparte.

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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 311, 13 de Diciembre de 1969, página 7.



    Confesiones a media voz

    A tomar el té con el Príncipe de Gales

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    No sé por qué causas la Marquesa del Mérito, figura prócer de la sociedad cordobesa, no se llevaba muy bien con las gentes de su ciudad. El Palacio del Mérito, enclavado en el Paseo del Gran Capitán, hallábase permanentemente abierto a cualesquiera llamadas del dolor y del patriotismo, si acudían allí en reclamación de bálsamo cristiano o de aportaciones generosas. Pero el acceso a la aristocrática mansión no les era fácil a las personas, por muy encopetadas que se presentaran, que no se hallasen en el privilegiado disfrute de la amistad personalísima de la gran dama. En cuanto a las autoridades municipales y gubernativas, ni hablar… La marquesa, ignoro por qué razones, proclamó su estado de «no beligerancia» frente a los funcionarios de la Dictadura en general, y muy particularmente contra los colaboradores de Don José Cruz-Conde, quien, a la sazón, ejercía una especie de virreinato de Andalucía. Lógicamente, algunos núcleos de la ciudad –los rastacueros y advenedizos– y las autoridades del régimen, procuraban, de consuno, mortificar con su desdén o irritar con su menosprecio público, en actos y ceremonias más o menos oficiales, a la gran señora. Era aquello una guerra sorda, de escaramuzas sociales pintorescas, mantenida jovial e implacablemente por la Marquesa desde su fortaleza del Paseo del Gran Capitán, contra la que ordinariamente se embotaban –lienzos de oro y de mármol– los dardos disparados por sus ocasionales enemigos.

    Por aquellos días visitaban Andalucía, de riguroso incógnito, el Príncipe de Gales y su hermano, el Príncipe Jorge. Los reyes de España habían bajado al coto Doñana, de la propiedad del Marqués de Viana, y la Marquesa del Mérito, con el puesto de mando en su residencia de Córdoba, preparábase a dar una batalla de humillador efecto a sus finchados y grotescos detractores de la comarca.

    La Marquesa traería a Córdoba al heredero de la Corona británica y al Príncipe su hermano. Pero no para que gozasen los cordobeses de la visita extraordinaria de estos altísimos personajes, no; los traería a Córdoba para encerrarlos en su Palacio, ofrendárselos a la contemplación solamente de sus leales y de sus íntimos, «prohibiéndoles», en alivio de su fatiga y en homenaje a su exquisita delicadez mayestática, que se asomasen a los caminos y a las piedras de Córdoba, donde correrían el riesgo de enfermar, empachados de himnos, recepciones, discursos y reverencias.

    Efectivamente, el Príncipe de Gales y su hermano Jorge permanecieron veinticuatro horas en Córdoba, en el Palacio de la del Mérito, sin salir a la calle, sin visitar un monumento, ni osar asomarse a la belleza inefable de la serranía, donde la Majestad de Dios, bastante más alta que la de los humanos, pintó uno de los más hermosos escenarios del mundo.

    Ni qué decir tiene que la presencia en la ciudad de los más poderosos Príncipes de la Tierra produjo en determinadas personas el consiguiente estupor, y depositó en sus conciencias la más acerba de las dudas. El Gobernador, el Alcalde, el Presidente de la Diputación, las autoridades, en fin, se preguntaron: «¿Qué hacer? ¿Debemos cumplimentar a SS. AA. RR.?». Unos decían que sí; otros que no. Los más pagados de su jerarquía propugnaban el asalto de la casa de la del Mérito, y después del asalto ofrecerían sus respetos a los augustos huéspedes de la Señora víctima del allanamiento. Los más reflexivos aducían, para eludir la resolución del problema protocolario que se les presentaba, la ignorancia oficial en que se hallaban de la presencia en Córdoba de los Príncipes. Ofrecióse una fórmula ecléctica. Se telefonearía a la mansión albergue de los Príncipes, pidiendo hora para que las autoridades pudieran cumplimentarlos. Al Alcalde se le confió el encargo. Y al Alcalde le dijeron «que no se molestasen las autoridades, pues SS. AA. RR. habían acudido a casa de sus amigos, los Marqueses del Mérito, con el propósito inquebrantable de aislarse y defenderse de todos los cumplimientos; que vinieron de incógnito, y que suplicaban que este incógnito fuese rigurosamente respetado, cosa que los Príncipes no habían logrado conseguir en ninguno de los lugares de España que habían visitado».

    Mientras le comunicaban eso al Alcalde, Don Antonio Jaén andaba buscándome. Este Don Antonio Jaén, Profesor de Geografía e Historia y Abogado, era republicano, masón y amigo particular de la Marquesa del Mérito. Cordobés como ella, pero de extracción humilde, habíase labrado una buena posición y nombre notorio en el país, mediante su esfuerzo en el estudio oficial y sus audacias en los cenáculos y los comicios políticos. Había sido miembro eminente de los llamados «jóvenes bárbaros», instituidos por Lerroux en Barcelona, y mantenía estrechas relaciones con el viejo ex-Emperador del Paralelo y con los demás primates del republicanismo histórico. Eso en lo nacional, que en lo meramente localista Don Antonio Jaén encarnaba la jefatura espiritual del cordobesismo reformador y rebelde, inadaptado a las vejeces señoriales de la noble ciudad milenaria. Es verdad que no eran muy nutridas las filas de los adscritos al movimiento transformador de la vida cordobesa. Si Don Antonio Jaén era, por rango de saber y entender, el jefe indiscutible, pululaban en su torno diez o doce personajes que aspiraban a sobrepujarle en prestigio; tales, un tal Palomino, zapatero de portal, que llevaba treinta años martilleando suela y escribiéndole a Largo Caballero; Francisco Salinas, rico cosechero de vides y republicano consecuente; Eloy Baquero, Maestro de Instrucción Primaria, situado tan estratégicamente en la vida del pensamiento universal, que no se acertaba casi nunca a catalogarle: lo mismo podía tenérsele por analfabeto que reputársele polígrafo. Baquero, lo mismo exclamaba «haiga orden, Señores», que profesaba una conferencia explicándonos «las metáforas metafóricas» de Góngora. Otros ingenios, contemporáneos del Señor Jaén, animaban, iluminándola, la conciencia civil de Córdoba: Rafael Castejón, Gil Muñiz, Del Amo, José María Rey; estos últimos más sólidos y respetables, ofrecíanse menos a la contingencia de las agitaciones populares.

    Pues bien, Don Antonio Jaén me buscaba aquel día. Fue al periódico, al Mercantil, a «La Perla». Y no hallándome, presentóse en mi hostal de la calle Morería, donde yo descansaba de mis faenas periodísticas nocturnas.

    – ¿Usted aquí, Don Antonio? –exclamé estupefacto, saltando de la mísera cama.

    – Sí, hombre. No hay tiempo que perder… Esta tarde nos aguardan el Príncipe de Gales y su hermano Jorge…

    – ¿A mí, el Príncipe de Gales?

    – Sí, sí… Vamos a tomar el té con ellos.

    – Don Antonio, ¡usted ha enloquecido!

    – Déjese de tonterías. La Marquesa me ha invitado esta mañana y me ha encargado especialmente que no deje de acompañarme usted…

    – ¿Pero nosotros con los Príncipes? ¿Qué significa esto?

    – Cosas de Carmela, que es inteligentísima, y sabe de sobra lo que se hace. Además, usted y yo seremos los únicos vecinos de Córdoba que serán presentados a los augustos huéspedes.

    – Yo no puedo asistir, Don Antonio… No puedo…

    – ¿Cómo que no puede? ¿Por qué?

    – No tengo más que este traje. No voy a ir envuelto en harapos… Compréndalo usted…

    – Ya lo arreglaremos. Pediremos ropa a algún amigo… Ya lo sabe, a las cinco va usted a buscarme a casa.

    – Pero, ¿y la ropa? ¿Quién va a prestarme un traje que me esté medio bien?

    – ¡Hombre, Cuenca Muñoz! Eso es. ¡Menudos ternos viste! Es de su misma talla. Yo le llamaré ahora, no se preocupe. A las cinco en mi casa. ¡Adiós!

    – ¡Adiós, Don Antonio!

    Fue un despertar digno de Las Mil y una Noches. «¡Eh!, arriba, pronto, que te aguardan los Príncipes de Inglaterra para tomar el té». Y pobre cenicienta, rebuscando, en vano, por los rincones de su cofre, unas galas limpias en que envolver las gracias de su cuerpo sobrecogido.

    Me lavoteé deprisa, me vestí de cualquier manera, y me lancé a la calle en busca de Don Antonio. Necesitaba una más amplia explicación y, sobre todo, apoderarme no sólo de un traje, sino de una camisa, de unos calcetines, de unos zapatos, de una corbata… Porque yo era un auténtico monstruo urbano, arrugado, deshilachado y desteñido… No podía presentarme ante los Príncipes sino con un mínimo de decencia en el indumento. Tendría también que pelarme, rasurarme, operaciones éstas que no realizaban así como así los hombres rebeldes de la Córdoba de aquel tiempo…

    Me entrevisté con Rafael Cuenca Muñoz, pintor al pastel, que cultivaba su tipo. Después se haría famoso. Puso a mi disposición su profuso ropero. Me fui a la peluquería, de donde salí «como para casarme». Me embellecieron y locionaron de verdad. Y a las tres de la tarde, vestido de prestado, pero elegantemente vestido, me eché a la calle, al Círculo, al café, para exhibirme disfrazado de caballero.

    ¿Quieren ustedes creer que ni los más íntimos me identificaban? Me crucé con varios conocidos y ni me saludaron. Tenía que dirigirme a los amigos, hablarles, para que me reconociesen y se desplomasen de la impresión que les causaba.

    – ¿Pero qué has hecho? ¿Te has pelado?

    – Sí, ya lo veis…

    – ¿Y ese traje? ¿Y ese cuello de pajarita? ¿Has ido a retratarte?

    – No… Es que acabó la bohemia… El hábito hace al monje, amigos… Me he cansado de transportar andrajos y de representar el papel de un miserable… ¿Qué os parece?

    – Que el uniforme es bonito, pero no te sienta…

    – ¿Uniforme?

    – Sí, hombre, sí, uniforme… No sé de qué cuerpo… Pero del tuyo no, desde luego… ¡Te viene demasiado ancho!

    Entre vayas y puyas, todo Córdoba se enteró de que yo, acompañando a Don Antonio Jaén, había sido invitado a tomar el té nada menos que con el Príncipe de Gales y su hermano Jorge, en el Palacio de los Marqueses del Mérito.

    ¿Qué se propuso la Marquesa secuestrando en su morada a los Príncipes, escamoteándolos a la cortesía oficial de las autoridades, al cotorreo fervoroso de «la buena sociedad» y a la curiosa concurrencia vitoreadora del pueblo? Es más. ¿Qué se propuso al hacer la excepción, de que yo era beneficiario, de invitar a conversar llanamente con los Príncipes a un profesor republicano, conspirador político, enemigo declarado del Régimen, y a un joven innominado, extraño a la ciudad, ejercitante contumaz de la pirueta intrascendente para ir saliendo cada día? ¿Fue una maniobra del orgullo de la rica hembra, enderezada a abatir a sus ocasionales enemigos locales, que eran relegados en su atención a la delicadeza que tuvo para con nosotros, cada uno en su esfera dos perfectos desharrapados? Dejemos este punto en el misterio insondable en que germinan y se desenvuelven todas las reacciones femeninas, y vayamos a lo que importa, esto es, a nuestra entrevista con los Príncipes del Imperio Británico.

    La Marquesa, risueña y hermosa, a plena potencia las luces de sus grandes ojos claros, nos presentó de esta guisa impresionante:

    – Señor, os presento a dos correligionarios de V. A.


    * * *


    En el próximo número (D. m.) completaremos esta «Confesión».

  7. #7
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    Re: La experiencia masónica de Joaquín Pérez Madrigal

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 312, 20 de Diciembre de 1969, página 7.



    Confesiones a media voz

    En el té y después del té, con el Príncipe de Gales

    Por Joaquín Pérez Madrigal


    Como os decía, la Marquesa nos presentó:

    – Señor, os presento a dos correligionarios de V. A.

    El Príncipe de Gales estrechó nuestras manos. Y, como en otra ocasión manipuló con un dedo sobre la mía el gallofo Don Gumersindo, el Príncipe de Gales golpeó por tres veces con su pulgar en mi mano pecadora. Declaro que me estremecí. Me hallaba ante el futuro Rey del pueblo más poderoso de la Tierra, y se me ofrecía, por el conducto secreto de un rito «sagrado», como un «hermano» jovial, campechano, acogedor.

    El Príncipe de Gales, en aquella sazón, me pareció, en lo físico, un veterano estudiante de buena familia: garboso, optimista, locuaz… Físicamente bien constituido, era delgado, de estatura mediana, y aparentaba veintitantos años. Sus ojos, no cansados, más bien irritados de mirar demasiado o de dormir poco, clavábanse en lo que se fijaban. La cabellera, de un rubio oro viejo, se alisaba sin brillo sobre una cabeza erguida y pequeña.

    El Príncipe Jorge, más joven, no lo parecía sin embargo; denotaba un carácter firme, una imaginación profunda y serena. Más alto que el de Gales, blanca la tez y oscuro el cabello, sus ojos reflejaban meditación, reposo inteligente. Parco en palabras, apenas sí subrayaba las del de Gales con una leve sonrisa, no siempre de complacencia.

    El futuro Eduardo VIII de la Gran Bretaña, en los instantes que nos dedicó a Don Antonio y a mí, en un español bastante inteligible, estuvo archiexplícito:

    – España es una hermosísima nación, pero a nosotros nos ha fatigado mucho. Hemos venido a vivir unos días de independencia, de reposo, y no nos ha sido posible. En Inglaterra, donde todo es tradición, aparato externo imponente –pelucas, togas, dalmáticas–, cuando nosotros decimos que estamos ausentes, nadie, absolutamente nadie, nos importuna con rendimientos y homenajes. Eso, en España, hemos comprobado que no puede ser. No comprendo cómo nuestra prima Ena haya podido acostumbrarse…

    »Figúrense ustedes que nos aventuramos cualquier noche en Sevilla, a gozar de sus sombras incomparables, y, a poco, observamos que una masa de policías y de curiosos nos dan escolta. Eso nos irrita. Queremos refugiarnos en alguna parte, y penetramos en una Venta, donde se canta y se baila al uso del país. ¡Horror! Apenas somos reconocidos allí, unos músicos, que sólo ejecutan piezas de «chotis» o de «tango», acometen –¡en aquel lugar y delante de aquellas personas!– el himno imperial de Inglaterra… ¡Es terrible! ¡Terrible! No hemos podido ir a ninguna parte ni gozar íntimamente de las singulares delicias de España. Adonde quiera que nos dirigimos, sea en la ciudad o en el campo, nos encontramos con unos hombres muy serios y unos músicos muy malos que nos hacen reverencias, ejecutan el himno inglés, y nos perturban… La culpa de todo la tiene monsieur le conducteur, o sea, el Gobernador Cruz-Conde, que no ha tolerado que estuviésemos a solas con nadie, que no hablásemos, como hablamos ahora, con las personas que son de nuestro agrado…».

    Generalizóse la conversación. El Príncipe de Gales no desperdiciaba ocasión de hacerse atrayente, o interesante, a unos «hermanos» que suponía habrían de hacer sendas «planchas» del resultado de aquella entrevista. A mí, honradamente lo digo, me pareció más Príncipe, más Augusto Señor, el Príncipe Jorge, silencioso, amable, en actitud mal disimulada de mortificado.

    Después, todos los invitados por la Marquesa del Mérito a compartir el té con los huéspedes imperiales, nos trasladamos a la estación a despedirlos. Se incorporarían al tren real, en que se encaminaban a Madrid, desde Sevilla, los Reyes de España, acompañados del Dictador. La estación rebosaba de gentío. Allí no ejercía jurisdicción la Marquesa, y «todo Córdoba» se había volcado sobre los andenes para saborear de cerca la presencia del Príncipe de Gales y rendir al propio tiempo un cálido homenaje a sus soberanos. Todas las autoridades civiles y militares, el Señor Obispo –virtuosísimo Doctor Pérez Muñoz– y Rafael Guerra (Guerrita), con su ancianidad erguida, pintorescamente ataviado a la antigua usanza de los «matadores» ricos… Y damas bellísimas y caballeros graves, agolpándose, atropellándose, impulsados por el ansia de contemplar la figura carnal, auténtica, del Príncipe sajón, del que se habían dicho y escrito tantas cosas.

    Yo no dejaba de observar al Príncipe de Gales. Y a mí no me perdía de vista un caballero inglés, mutilado de un brazo, que manteníase constantemente a discreta distancia de los hijos de Jorge V. Aquel caballero, cincuentón, de elegante porte, de ancho busto, del que colgaba vacía una manga de la chaqueta, era el «detective» encargado de la seguridad personal del heredero del Trono británico. Éste, que seguía pareciéndome, vestido de gris, sinsombrerista, risueño y ágil, un veterano estudiante de buena familia, dialogaba en el círculo que habían formado las autoridades con unos y con otros. Al Señor Obispo, que lucía, ceñidos a las piadosas manos, morados guantes de seda, le preguntó el Príncipe, a mi juicio impertinentemente, que por qué los guantes eran de aquel color. Al General Gobernador Militar le interrogó acerca de las defensas de la Plaza. «¿Cuántas baterías –inquirió– tenéis a Occidente?»…

    Positivamente, el Príncipe Jorge, que no se separaba, silencioso y como mortificado, de su hermano mayor, me pareció más Príncipe, más heredero de un Trono.

    Llegó el tren real. Precipitáronse autoridades y gentío a recibir a los Reyes de España. Por fortuna, a Don Antonio y a mí nos empujaron al privilegiado lugar en que Sus Majestades, por encima de nuestras cabezas, sonreían gozosos, agitando los brazos en saludo al gentío que los vitoreaba.

    «El Guerra» avanzó. Sombrero ancho en la diestra, reluciente la calva, romano el perfil, impetró de la Reina una mirada. Le fue otorgada:

    – ¿Qué tal, Rafael? –florecieron los labios de la guapísima Doña Victoria.

    – Bien. Y usted, ¿cómo está, Majestad?

    Y el famoso forjador de barbarismos besó la mano de su soberana.

    El Dictador descendió del tren. De uniforme, jovialísimo, piropeaba a las damas y damiselas cordobesas. Con su voz cascada desparramaba entre la multitud el elixir de sus bondades heroicas, pero estériles.

    Me pasmó contemplar a Don Antonio Jaén. El Rey le había reconocido, le había llamado por su nombre, y se estrechaban las manos Don Alfonso XIII y aquel «ex joven bárbaro», republicano histórico, masón y debelador de la monarquía multisecular.

    Se fueron los Reyes, los Príncipes de Gales y Jorge, el Dictador… Desfilaron autoridades y muchedumbre…

    Yo estaba aturdido. Me preocupaba la devolución del traje, de la camisa, de la corbata, de los calcetines, de los zapatos… Se hicieron gestiones amistosas para que Cuenca Muñoz me regalase aquellas prendas. Pero no. Reclamó apremiantemente que se las devolviese una por una.

    Volví a mis harapos… Y a mi estupor ante los episodios que, sin camisa propia y con un traje prestado, acababa de presenciar… Devolví aquellas prendas, pero me quedé con otras inapreciables que había adquirido para enriquecimiento de mi conciencia y atavío de mis ideas acerca de la vida y de los hombres.

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