Fuente: ¿Qué Pasa?, Número 307, 15 de Noviembre de 1969, páginas 6 – 7.
Confesiones a media voz
Noticia de mi preparación para el ingreso en la Masonería
Por Joaquín Pérez Madrigal
Pues sí, queridos y despiadados inquisidores de mi –¡ay!– lejano y atormentado pasado: yo fui iniciado en la Masonería. Y digo iniciado así, a secas, porque no pasé de la iniciación. No tanto, sin duda, porque no hubiera yo querido «progresar» dentro de la Orden, cuanto por no haber sido llamado a trabajar en los «talleres». Por lo que declaré, al iniciarme, en lo que se llama el «testamento masónico», debieron los «Venerables» considerarme inapto y, gracias a Dios, jamás fui requerido por Logia alguna.
Pero no anticipemos los acontecimientos. Establezcamos los antecedentes. Describamos el ambiente.
Lugar de la acción, Córdoba. Época, la de la Dictadura del General Primo de Rivera. Años, 1925 a 1926. Por aquel tiempo yo hacía periodismo. Me había quedado viudo. Se me había muerto también una hija pequeñita. Yo era un desdichado en abandono a lo que la Vida, sin mi colaboración, se sirviera depararme.
¿Personajes que intervienen en el drama que voy a revivir en el recuerdo? Todos históricos, auténticos. A los principales, trágicamente muertos algunos, y desaparecidos, les cambio el nombre por respeto y discreción. Bajo la denominación de «Rocaluz» se esconde un pueblo de la campiña cordobesa.
* * *
Julio López Holgado me llamó a su alojamiento del Hotel Suizo. A la sazón, hacía frecuentes viajes a Sevilla, Málaga y Córdoba. Los elementos revolucionarios le utilizaban, sin duda, aprovechándose de su fiera inadaptabilidad; halagaban en aquel señorito arriscado su temperamento indomable, «industrializaban» sus desventuras íntimas, achacándoselas, antes que a él, a la sociedad constituida que le había proscrito por genial, por puro y por valiente. Había que barrer el régimen; aniquilar los podridos pilares en que se asentaba su tiranía; e implantar un sistema de libertad, donde la conciencia discurriese a sus anchas, sin otros objetivos ni otro culto que los de la Justicia, la Fraternidad y la Belleza. Para tan ambicioso cometido hacían falta adalides de condiciones singulares, como las que se daban en nuestro hombre: gracia, fortaleza, gallardía, juventud, y capacidad, bien probada, de desprecio para los más altos dones que brindaran al español solvente las sirenas de aquella monarquía teocrático-pretoriana.
He aquí, pues, a López Holgado, hábilmente seducido por los viejos políticos liberales y sus secretos agitadores de las Logias, ganado para la causa de la revolución. Viejo amigo y contertulio de Don José Cruz-Conde, que encarnaba por entonces el más sólido prestigio político de Córdoba –y aun de Andalucía–, López Holgado no se recataba para difamarle, ganoso de suscitar un duelo con la gran figura del régimen dictatorial. Cruz-Conde, conocedor de la maniobra, desdeñaba causa y efectos. No así su hermano Don Rafael, ni los hijos de éste, quienes, en alguna ocasión, hicieron lo posible por tentarle duramente la cara al audaz provocador.
Ya que no con el Gobernador de Sevilla, Comisario Regio al mismo tiempo, en la bella ciudad, de la Exposición Iberoamericana, logró batirse con un entrañable amigo y colaborador de Don José Cruz-Conde. Tuvo un duelo, en condiciones serias, con Angelito Rojano –gordo, optimista, cordial e inteligentísimo–, del que López Holgado salió con el pecho y un brazo desgarrados. Después batióse también –esta vez con fortuna, pues hirió al adversario en la cabeza– frente a un pundonoroso oficial del Ejército, que ejercía funciones de Delegado gubernativo en Aguilar de la Frontera, a cuyo partido judicial pertenecía Rocaluz, pueblo de la naturaleza y de la residencia de este contumaz esgrimidor.
Estas peripecias, innegablemente, proporcionaban a su protagonista una fama de hombre terrible y de revolucionario insobornable, presto en todo instante a medir su acero con los más genuinos representantes del Dictador, sin vacilar en hacer la ofrenda de su vida, si la reconquista de las libertades públicas lo demandaba. Pero si bien este personaje iba labrándose, a los ojos de las facciones políticas caciquiles; de las Casas del Pueblo, netamente marxistas, aunque camufladas de colaboracionismo obrerista; y de las Logias Masónicas clausuradas, pero más abiertas y activas que nunca en locales insospechados –clínicas de médicos, despachos de notarios, y hasta talleres de modistos–; si venía labrándose, digo, una «brillante» reputación, justo es declarar que, a estos fines disolventes coadyuvaban, con el interesado y los siniestros Maese Pedro que lo agitaban, el propio Poder público de la, no sabemos por qué, llamada Dictadura. ¿Dictadura la del campechano, risueño y patriarcal Don Miguel Primo de Rivera? ¿Dictadura se llama a un régimen político de fuerza, que tolera que las autoridades delegadas del omnímodo poder ejecutivo, en vez de encarcelar, juzgar y condenar a sus debeladores contumaces, arrumben los atributos del mando, abjuren de sus funciones sagradas, y nombren dos padrinos, requieran las armas y lidien como iguales, frente a frente, en el terreno de las querellas privadas, el magistrado y el reo, el patricio y el faccioso, el hombre Poder y el hombre conjurado para abatirlo?
En la sencilla respuesta que el sentido común ofrece espontánea a la interrogación precedente se concreta la razón del gran esfuerzo baldío de Don Miguel Primo de Rivera. Su concepto exagerado del respeto a los derechos individuales, condújole al fracaso fulminante y a la muerte triste… No percibió que los derechos individuales, en oposición a la vida, a la honra, al aseguramiento de la continuidad de otros órdenes de derechos superiores, como los de la nación, como los de la Historia, poco o nada valen… Y tanto puso en riesgo éstos, cuanto contempló sin acritud el desmandamiento de los otros –intelectuales y políticos de todo linaje– o su enmascaramiento de perfidia y de vileza –socialistas con asiento en la Asamblea y en el Consejo de Estado–.
Pues bien, López Holgado me llamó al Hotel Suizo, de Córdoba. Como en este hombre era habitual, le rodeaban, cuando llegué yo, una cohorte de amigos incondicionales; digo incondicionales, porque, aunque les diera cinco duros en lugar de darles diez, y aunque les llevase a comer a casa de los Hijos de Miguel Gómez en vez de a la Venta del Brillante, no por eso dejaban de ser amigos. Mientras retribuyera a sus «sablazos» y mitigase sus hambres, aquellos ciudadanos integérrimos serían inquebrantables amigos del adalid. Y le tendrían por el más original de los escritores, el más valeroso de los mosqueteros, el más concienzudo de los dramaturgos, y el mejor vestido y más apuesto de los transeúntes. Cohorte patética de hampones provincianos, truhanes, minúsculos condenados a concebir, a sufrir y a ambicionar ideas, latigazos y grandezas de arrabal o de suburbio… Allá, entre los corifeos del «gran hombre», recuerdo a Ernesto Rubio, mocetón despierto y sensible del campo cordobés. De su infancia en gañanía, le redimió su natural capacidad para modelar con el sucio barro del camino figuraciones tocadas de gracioso brío, de original carácter. Aquel gañán rudo, analfabeto, era un «prodigio»… Así dieron en llamarle por cómo, sin otro magisterio que su intuición, transformaba la informe materia en figuras escultóricas impresionantes… A la sazón, frisaba en los treinta años. Había estado en Madrid, en Italia, en Francia, y otra vez en Madrid. Ya no era gañán, pero tampoco era el «prodigio». Estaba de regreso de todas las ansias, torturado por la sed del acierto y de la gloria, que no había tenido la suerte de saciar. Se había instruido algo, había leído mucho. Bajo un alud libresco, habíase enterrado en su conciencia el lugareño analfabeto, pero no había surgido el escultor genial: quedó en aquel ser una cosa que abunda, una cosa muy generalizada en todos los pueblos, o sea, el profesional adocenado y mediocre. Ernesto Rubio era un producto híbrido de gañán y artista; se asesinó aquél y no afloró éste. Quedó, pues, un resentido, con la brutalidad congénita de su condición de origen, rociada del veneno que segregan del alma todos los artistas frustrados, negados o incomprendidos. Un hombre así había de alentar, desde el parapeto de su rencor, a seres como López Holgado, que era de esos hombres siempre dispuestos a financiar cuantas empresas tuviesen como objetivo los despeñamientos y las catástrofes.
Junto a Ernesto Rubio, flanqueándole en sendas mecedoras, hallábanse otros dos mangantes más o menos doctrinarios de la revolución en cierne. Uno de ellos era Gabriel Morón, jayán y literato, todo en una pieza, quien destripó terrones de zagal, aprendió a leer ya de mozo, y antes de cumplir los treinta años era colaborador de El Socialista, Presidente de la Casa del Pueblo, de Rocaluz, masón de grado, y agitador de los campesinos cordobeses. Andando el tiempo, este sujeto habría de ser, con el Gobierno trashumante de 1938, Gobernador Civil de Almería y Director General de Seguridad.
El otro era Fernando Vázquez, escritorzuelo pedante, profesional del dibujo lineal en no recuerdo qué empresa, pero aristarco furibundo, y de circunstancias, en la prensa cordobesa, desde la cual fulminaba anatemas culteranísimos e ininteligibles contra cómicos, danzantes y músicos que osasen actuar en los escenarios de la ciudad para honesto solaz del respetable público. Fernando Vázquez, por entonces, era apolítico. No le llevaban hacia López Holgado otros móviles que los de rendir homenaje al esforzado paladín de la Verdad y de la Justicia, al paso que, si las había, devoraba cuantas viandas ofreciera a la voracidad de las mandíbulas de sus leales el elegante e intrépido reformador. Este Fernando Vázquez también llegaría a ser alguien en el campo tenebroso de los empresarios del caos. Como socialista sería elegido diputado en las Cortes del Frente Popular, y, más tarde, sería nombrado por Negrín, ya instalado en Barcelona, jefe de su gabinete de prensa; y publicaría en La Vanguardia, casi a diario, unos macizos y regocijantes artículos explicando a la conciencia universal cómo los fascistas estábamos perdidos y cómo el Ebro había sido, después de las otras tumbas de Brunete y de Teruel, nuestra verdadera, indiscutible y definitiva tumba.
Pues aquella tarde estos personajes que acabo de describir departían con López Holgado cuando yo acudí a su llamada. No crean ustedes que yo, en aquella reunión, me diferenciaba en algo sustancial de los acompañantes de López Holgado, no. Yo era un ciudadano tan lamentable como ellos. Podríamos distinguirnos, tal vez, por la solidez o divergencia de nuestras convicciones políticas, pero juro que un sentimiento común, que un móvil idéntico nos congregaba en torno al «grande hombre»: la prodigalidad de su iniciativa y de su bolsa en «restaurantes», «colmaos» y otros lugares nutricios y tentadores que, dada nuestra penuria, nos estaban vedados en plena juventud sedienta.
«París bien vale una Misa». ¡Ah! «Pues una juerguecita bien vale pasar por conspirador». Con esta filosofía de las conspiraciones, acudimos –por lo menos yo– a recibir instrucciones de López Holgado. Si a tales instrucciones no les añadiese habitualmente un complemento de comida suculenta, rociada de ricos vinos, y exornada de flamencos de uno y otro sexo, para amenizar nuestras conjuras, seguramente yo, y otros revolucionarios de aquel lugar y de aquella época, se habrían frustrado, pues la verdad profunda de mi conciencia es que todas aquellas peripecias me divertían mucho, pero solamente como espectáculo. Jamás consideré que de aquel núcleo social constituido por un señorito despechado y cuatro o cinco jóvenes, apenas nacidos, fracasados, ejercientes, los más, de una bohemia triste en un país de cosecheros de aceite, se derivase nada serio, y mucho menos trascendental, en orden a los problemas públicos. Allí, el único hombre de cuidado era Morón. Profesaba la religión política del odio. Pero, ¡bah!, también se enternecía cuando se le echaba un «entrecot» con patatas. Y hasta se le saltaban las lágrimas si, en el apogeo de la «juerga», López Holgado, recatadamente, le alargaba un billete de cien pesetas para sus expansiones burguesas.
Pues bien, saludé a los reunidos, abracé a López Holgado y me puse a sus órdenes.
– ¿Qué pasa?
– Ya les he informado a los amigos. La cosa va muy bien –me explicó el «grande hombre»–. Esto no dura ni tres meses. Debemos estar prevenidos para el instante en que se nos reclame el empuje decisivo.
– ¿Pero de verdad es ésa la situación?
– No me pregunte nada, porque ni quiero ni debo revelarle detalles. Le he llamado a usted porque es preciso ponerle en condiciones de actuar. Hay que hacerse hermano, ¿verdad, Morón?
– Es muy conveniente.
– ¿Hermano? –inquirí curioso–. ¿Hermano?
– Sí, hombre. Le vamos a hacer el honor de recibirle en nuestra familia, digo, si no tiene usted inconveniente.
– Inconveniente, ¿por qué? ¡Somos amigos! Pues seamos hermanos. Yo encantado y muy agradecido.
– Sí –concretó López Holgado–. Tiene usted que hacerse masón. ¿Le parece?
– Como ustedes quieran. Ahora bien, yo tengo que hacer constar que no sé lo que es eso, y que no sé si mereceré ser admitido. Yo soy católico; medio me instruí en un colegio de religiosos; fundé muy joven, en San Fernando, con otros camaradas, la Juventud Católica de San Juan Bautista de La Salle. ¿Me admitirán con estos antecedentes?
López Holgado, amoscado, clavó sus ojos en Morón. Éste, jerarca masónico sin duda, estaba en el deber de fallar aquel problema de conciencia que yo les planteaba.
– No es muy recomendable –silabeó pastosamente Morón, que, como todos los oradores marxistas autodidactos, pronunciaba sus palabras saboreándolas como manjares–. No es muy recomendable llevar carcas a las logias; pero, vamos, usted ya no es carca, ¿no es eso?
– ¡Qué voy a ser carca, hombre! ¿Es que puedo ser carca yo? ¿Yo? Digo, de sobra me conocen todos ustedes…
Miré fijamente a López Holgado, como implorándole un aval para mi conciencia libertaria, para mi cerebro librepensador. López Holgado me comprendió y me dijo:
– En realidad, todos somos católicos. Yo mismo lo soy. Además, la masonería no se mete en eso. Respeta todas las religiones. No hay, pues, obstáculos para que usted se inicie. Todo lo tenemos dispuesto para la ceremonia. ¿Acepta usted?
– Aceptado.
– Pues mañana se va usted a Linares.
– ¿A Linares?
– Sí. Aquí no es posible. Yo le daré una carta para Eduardito Torres.
– ¿El Notario?
– Sí, el Notario. Se presenta usted a él y no tiene que hacer otra cosa que obedecerle.
– El caso es que Linares… Claro, habrá que ir en el tren.
– Naturalmente.
– No tan naturalmente, porque yo no estoy en condiciones de hacer un viaje…
– ¿No tiene usted dinero?
– La duda ofende, caballero.
– Bueno, eso no importa.
López Holgado echó mano a la cartera y me dio cien pesetas para que me trasladase a Linares.
– Tome; con eso tendrá suficiente. Luego le daré la carta para Torres. Y no se hable más.
Por lo visto, allí eran todos masones menos yo. Disponíanse a elevarme a su condición para mejor utilizarme. Me percaté inmediatamente del sentido de aquella iniciación a que me impelían, y declaro que no me inquietó lo más mínimo. Por el contrario, gozaba ya del espectáculo de lo nunca visto. ¡Masón! ¡Iba a ser masón! ¿Qué cosa terrible era ser masón? ¿En qué consistiría la ceremonia del ingreso? Pronto lo iba a saber.
Y ustedes lo sabrán si siguen leyendo estas «confesiones».
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