Fuente: El Regional, 7 de Octubre de 1897, página 1.
Información política
Sr. Director de EL REGIONAL.
Madrid, 7 Octubre 97.
La muerte de El Movimiento Católico y la hoja publicada por su Director D. Valentín Gómez ha levantado una polvareda más que regular.
Cuando por una causa cualquiera un periódico deja de existir, una simple gacetilla, que equivale a la acostumbrada esquela mortuoria, da a conocer a sus suscriptores y lectores que pasó a mejor vida y todo terminó.
Con El Movimiento Católico las cosas han variado; la prensa de Madrid y la de Provincias le han dado importancia tal, que bien merece capítulo aparte.
El antiguo diputado carlista por Calatayud, el ex-Director de El Cuartel Real [1], tenía, como suele decirse, carácter propio dentro del Partido Tradicionalista, y al separarse de él, y al ingresar en el alfonsismo, y al declararse campeón decidido de las instituciones que rigen los destinos de España, forzosamente había de crearse situación propia en el campo en que ingresaba.
El tránsfugo valía, y comprendiéndolo así los que le recibieron, le ayudaron para que secundase sus proyectos de… atracción.
A raíz del Primer Congreso Católico [2], fundóse, pues, el periódico que acaba de desaparecer como órgano de los mismos; malas lenguas, de las cuales nunca nos hicimos eco, decían si había o no fondos especiales para sostenerlo, y dicho se está que en esas condiciones se le creía vida larga y próspera.
Por eso, pues, su desaparición ha sorprendido a muchos, y más que por todo, por el párrafo en que su Director, sin respetar las cenizas del Cardenal Monescillo [3], se lamenta amargamente de que no le ha apoyado el Clero.
¡Cuánta tristeza, cuánta amargura, y cuánta… soberbia revela el parrafito en que dice que el Partido radicalmente enemigo de las instituciones, ha aumentado sus huestes con el concurso de una gran parte del Clero parroquial!
¡Pobre D. Valentín!
Séale la tierra ligera a El Movimiento, queremos decir.
Así paga el diablo a quien le sirve.
[1] Gaceta oficial del Rey Carlos VII en los territorios peninsulares bajo su poder efectivo, durante la III Cruzada legitimista (1872 – 1876).
[2] Se celebró en 1889.
[3] El Cardenal Monescillo condenó a El Movimiento Católico en 1894. A continuación, el Cardenal sería recriminado y desautorizado desde Roma, a raíz de lo cual se agrava desde entonces su estado de salud hasta su definitiva muerte en 1897.
Fuente: El Regional, 14 de Octubre de 1897, página 1.
A LOS CATÓLICOS
La única bandera
Al escribir días pasados sobre la defunción de El Movimiento Católico, dejamos de intento para otra ocasión hacer cierto género de consideraciones que aquel caso traía a nuestra mente. Esta ocasión ha llegado y vamos a aprovecharla.
En la situación en que se encuentra España, las personas sensatas y piadosas, amantes de la Religión, del orden y de la justicia, comprenderán que es necesario inclinarse resueltamente hacia la política católica y honrada, y favorecer la prensa que sustenta esa política.
No cumplen los hombres de orden ni con su fe, ni con su patria, ni con su conciencia, metiéndose en sus casas y rezando sus devociones, o dedicándose a sus particulares negocios. No vivimos para el individuo solamente: vivimos también para la sociedad, y vivimos de un modo especial para la patria. Pues la patria y la sociedad nos exigen el ser políticos, no ciertamente a la manera de estos parlamentarios hambrones, que son políticos por concupiscencia y explotación, sino de la manera contraria. Políticos para la justicia y el orden. Políticos para robustecer la aspiración nacional de aquéllos que representan la negación de todos esos partidos ruines, enemigos de la fe, de la patria y del derecho.
Esa obligación que los católicos tienen de ser políticos, es decir, de trabajar pública y políticamente en defensa de los intereses de la Religión y de la patria, está reconocida y recomendada por las autoridades eclesiásticas, por el Papa y por los Prelados. Mas, aunque no lo estuviese por nadie, el mismo sentido común la impondría a las personas de algún criterio y juicio sano. Si cada uno en su esfera debe ser apóstol y propagandista de sus ideas, nadie cumple cruzándose de brazos, sin entrar en esa acción de propaganda. Y si las ideas sanas reciben su mayor injuria y daño de la política mala y de la mala prensa, ¿no es lógico y elemental el deber de los buenos de acudir a la defensa de su causa con la política buena y la buena prensa?
O no sabemos discurrir, o el anterior razonamiento no tiene vuelta de hoja…
* * *
Hay, pues, obligación de ser políticos, con política católica y honrada. Y la hay tanto más cuanto que las simpatías y las aficiones políticas nacen del corazón y apenas hay hombres que no las sienta. El que se llama impolítico, es que disimula su pensamiento o su intención; y el que disimula, casi siempre es sospechoso de egoísta o de otra cosa peor que el egoísmo.
¿Y cuál es la política conveniente a los católicos en España? ¿Cuál la bandera en que están simbolizados los principios sanos y las aspiraciones justas de los españoles?
No hay entre nosotros más que una política y una bandera. La de las tradiciones patrias, la de los viejos españoles. A esa bandera y a esa política sirvieron nuestros padres, y bien claro está que ni en una ni en otra podemos enmendarles la plana. Sería ridículo empeño el de pretender que nosotros íbamos a ser mejores católicos, ni más españoles que ellos.
Pues porque eran católicos nuestros padres, fueron realistas primero, carlistas después, legitimistas siempre. En la Monarquía y en la legitimidad, buscaron la natural salvaguardia de sus creencias y el depósito sagrado de nuestros gloriosísimos recuerdos nacionales. En el altar y en el trono estaba la historia entera de esta España querida.
* * *
Contra esa política de nuestros padres, contra ese carlismo o tradicionalismo viejo y castizo, se ha levantado en el campo católico diferentes veces otra bandera.
Parecióles a muchos que, derrotada la legitimidad, era preciso abandonarla a su suerte y seguir adelante sin ella. Y fundaron el neísmo. El neísmo es una política que alardea de muy religiosa y que dice poner la Religión como única base de todos los actos públicos. Los neos nacieron, por lo común, entre los liberales, y si después se hicieron o se llamaron carlistas muchos, fue con ciertas restricciones de circunstancias y porque no veían bandera católica alguna fuera del campo carlista.
Personas de mucha respetabilidad ha contado ese grupo de neos, o de católicos nuevos, y esfuerzos grandes han hecho por que el tal neísmo prosperase. Para ello, su principal argumento ha sido invocar la autoridad de la Iglesia.
La primera tentativa de neísmo se hizo en tiempo de Isabel II. Entonces los carlistas dormían, y los que al frente del neísmo se pusieron eran altos personajes de mucho poder. Pues el carlismo dormido despertó, y Carlos VII desplegó al viento su bandera y reunió en torno suyo a los católicos y a los hombres de buena voluntad, y los neos fracasaron…
Terminada la guerra civil, se hicieron nuevas tentativas de neísmo. La última de ellas, la de El Movimiento Católico, parecía extraordinariamente formidable. Nació ese conato de partido católico en ocasión en que el cisma integrista traía días de prueba a la Causa carlista. La lucha encarnizada con que se la perseguía, las injurias y calumnias de todo género que caían sobre nuestro Jefe Augusto, y lo violento de la situación, desalentaban a muchos que ansiaban respirar aires más sosegados y tranquilos.
En aquella ocasión nacieron dos periódicos; carlista el uno, neo el otro. El carlista era El Correo Español, el neo El Movimiento. Representantes de tendencias diversas, tenían que luchar, tarde o pronto, hasta que uno de los dos muriera. Y justo es convenir en que en esa batalla no estaban de parte nuestra las ventajas. Nuestros argumentos eran de razón, pero ¡cuántas autoridades no sacaba el otro para guardarse las espaldas! ¡Cuántas altísimas protecciones no invocaba! ¡En qué situación más violenta nos ponía cuando condenaba nuestra política hasta declararla contraria al Pontificado y a la Iglesia! De Congresos Católicos, de peregrinaciones, de Pastorales, de Encíclicas, de todo se hacía arma contra nosotros, y toda esa pesadumbre se nos arrojaba a la cabeza para hundirnos en el polvo y aplastarnos para siempre.
Todo en vano. El carlismo se ha reorganizado y ha crecido, y el neísmo ha sufrido un monumental fracaso. Ni ha podido formar el partido nuevo, ni sostener el periódico, ni dar vida a la política. Bandera, periódico y política yacen como despojos yertos de la muerte y como testimonios elocuentes de que los católicos que nacen en España, además de católicos, han de ser españoles…
* * *
Y aquí, en estas últimas palabras, está el secreto de los fracasos del neísmo y de la permanencia de los carlistas.
La bandera de los neos podrá ser bandera católica, pero no es española. Católica y española a la vez, no hay más que una bandera: la de los carlistas. Como católicos, somos de la Iglesia; como españoles, somo de la legitimidad y la Monarquía.
Y la legitimidad y la Monarquía podrán ser más o menos importantes con respecto a la Religión, pero son esenciales con respecto a la patria. Por eso no es bandera española la de los integristas, y por eso han fracasado y fracasarán siempre los conatos de aliar el catolicismo con las instituciones nacidas de la Masonería y del extranjero. El hecho constante, irrefragable, es que con las tales instituciones no han mandado nunca otros gobiernos que los enemigos de la Iglesia.
Y en cuanto a nuestra fe, puesto que somos viejos y aprendimos de nuestros padres a ser cristianos, nuestro cristianismo es el más sólido y el que menos recelos inspira. Aun en este caso están los neos, con respecto a nosotros, como estaban en el siglo XVI los judíos o los moriscos conversos con relación a los cristianos viejos.
Pero aparte de la Religión, tienen los carlistas otros grandes ideales que vivirán mientras España viva. Tienen satisfacción para todos los sentimientos honrados y para todas las aspiraciones justas.
Por eso en España no cabe más bandera que la suya, y a la postre han de ver, en torno de ella, de la única bandera católica y española, a todos los hombres de buena voluntad.
ENEAS
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