Revista FUERZA NUEVA, nº 93, 19-Oct-1968
PORTUGAL: CONTINUIDAD EN EL SISTEMA
Marcelo Caetano: “Soy un modernizador, no un liberalizador”
En el momento en que la muerte (1951) del mariscal Carmona, soldado de la revolución portuguesa, dejaba un vacío difícil de llenar, Salazar afirmó serenamente, pese a su sensación de que en adelante sería el hombre más solitario del país: “No sintamos preocupación si no encontramos un sabio, un santo, un héroe, porque de lo que nosotros tenemos necesidad ante todo es de un hombre que se sienta espiritualmente integrado a la misión histórica de la nación portuguesa, que se sienta él mismo como el centinela vigilante de la defensa y de la continuidad de la Patria. En una palabra: un hombre de espíritu sólido y de buena voluntad; un hombre de bien, como nosotros decimos”.
Compárense estas palabras de abril de 1951, cuando se trataba de la sucesión del presidente Carmona, con las que ha pronunciado el 27 de septiembre de 1968, el nuevo jefe del Gobierno portugués, Marcelo Caetano, cuando se trató de sustituir a Salazar, el hombre que durante cuarenta años condujo los destinos lusitanos: “El país se habituó durante largo periodo a ser conducido por un hombre de genio. De hoy en adelante tiene que adaptarse al Gobierno de hombres como los demás”.
"De hoy en adelante"... Un soplo de dolor ha corrido por el alma de un pueblo portugués al dejar de sentir la mano paternal del dirigente de quien Pío XII dijo una vez: “El Señor ha dado a la nación portuguesa un jefe de Gobierno que ha sabido no solamente conquistar el amor de su pueblo, y especialmente de las clases más pobres, sino también el respeto y la estima del mundo”.
Ese “de hoy en adelante” se presentó bruscamente para todos, menos para el propio Salazar. No deja de ser sobrecogedor que unos días antes de su enfermedad, el jefe del Gobierno lusitano le dijera a la periodista francesa Christine Garnier algo que vale la pena recordar. Recibiéndola en su residencia estival de Sao Joao de Estoril, desde cuya veranda tenía costumbre de contemplar el gran horizonte atlántico, le hizo esta confidencia:
“Me gustaría haber podido hacer más. Una obra de gobierno nunca es perfecta. Los límites impuestos por la naturaleza al orgullo humano, a los cuales hay que agregar las insuficiencias y las injusticias, turban el espíritu. La amplitud de las tareas que aún no fueron realizadas me pesa en demasía. Me gustaría haber hecho más. El tiempo pasa tan de prisa y la obra que falta por hacer es tan considerable… Me atreví a esperar que hubiera podido ejecutarla yo mismo. Será la tarea que dejo a mi sucesor”.
El valor de un testamento
Era el 15 de agosto (1968). Unos días después comienza su larga, dramática agonía en la modesta habitación del piso sexto de una clínica lisboeta.
Pero esas palabras tienen hoy el valor de un auténtico testamento. En ellas puede medirse la calma serena y reflexiva con que el estadista miraba hacia el futuro, y también su humildad. Es la misma humildad con que un día le dijo a Antonio Ferro: “No soy más que un profesor que desea contribuir a la salvación de su patria”. La misma humildad que envolvió siempre su existencia, hasta el punto de que cuando, el 6 de junio de 1926, el mariscal Gomes da Costa le designa como ministro de Hacienda del primer Gobierno en la hora victoriosa –“un tal Salazar de Coímbra… Dicen que es muy bueno”, comenta el propio mariscal-, todo el país se pregunta quién era, en efecto, aquel Salazar al que sólo conocían sus discípulos y colegas que le veían por las calles en sombra de la ciudad académica camino de su aula.
El sucesor al que se refería Salazar es, físicamente, el doctor Marcelo Caetano. Pero, por encima de él, esa sucesión es la continuidad de la nación portuguesa, de la obra del propio Salazar. Lo decía el jefe del Gobierno en 1942: “La fórmula política está estabilizada; la revolución se ha hecho constitucional. El orden, la entente y la tranquilidad general son indicios ciertos de que los individuos y los grupos sociales se han reconciliado en el seno de la nación”.
Crear la nación portuguesa fue la obra de Salazar, y no es exageración decirlo. La revolución de mayo de 1926 evitó la desintegración nacional, pero necesitaba una razón de ser, una especie de legitimidad ante la historia, y crear su propia filosofía política y sus instituciones. Esa -el Estado Nuevo- es la obra de los cuarenta años de Gobierno de Salazar, que aparece así como algo mucho más profundo que la simple buena administración a que tantas veces quisieron relegarlo los enemigos de su régimen para empequeñecerle. Por la misma razón se habla del “salazarismo” suponiéndole nacido con la Constitución de 1933. Esa Constitución que sigue en vigor, sin otras modificaciones que pequeños detalles, ha demostrado su validez al convertirse en la osatura política del país porque, como dijo Salazar: “la Constitución portuguesa se distingue de las otras mucho más por su parte ideológica que por su construcción política”.
No es necesario insistir ahora en la profundidad del pensamiento de Salazar, puesto que ese pensamiento se ha traducido en la obra en marcha. Desde sus ideas sobre la necesidad de que Occidente recupere el orden de jerarquías espirituales sin el que no podrá sobrevivir hasta la defensa de la integridad nacional por encima de los vientos descolonizadores -en lo que vio antes que nadie un peligro catastrófico para los pueblos africanos mal preparados-, todo está dicho y admirablemente por los dos mejores “biógrafos del pensamiento” de Salazar: Antonio Ferro y Ploncard d'Assac.
Lo que importa en esta hora es saber si esa obra de cuarenta años será capaz de mantener su arboladura. Anticipemos que el gran Dutra Faría ha escrito en “Diario da Manha” un sarcástico artículo sobre la oleada de seudoperiodistas llegados a Lisboa con voracidad de sensacionalismo, pero que no han podido ver en la plaza de Rossio otros tanques que los de agua. Ese sensacionalismo esperaba que la transmisión de poderes de un hombre a otro se consumara de forma turbulenta y esperaban asistir a un ensayo general revolucionario. Durante cuarenta largos años se estuvo augurando un sangriento desembocamiento del régimen de Salazar tras la desaparición de su creador. Se han equivocado. Los aficionados al sensacionalismo se han encontrado con la continuidad. “Salazar no es inmortal… Yo creo que la gigantesca personalidad de Salazar, lejos de ser un peligro para el porvenir del régimen, constituye y constituirá siempre un patrimonio inestimable. Que representará en todos los tiempos para sus continuadores la más noble y la más elocuente de las lecciones y el más estimulante y fecundo de los ejemplos”. En esta frase, de un discurso pronunciado en el Congreso de la Unión Nacional, en 1945, ya se encuentra la palabra “continuador” aplicada al hombre que debería ser algún día sucesor de Salazar. El orador de 1945, que fijaba así la condición de “continuador” en el futuro, se llamaba Marcelo Caetano. No podía entonces adivinar que el sucesor sería él mismo.
Bajo el signo de la continuidad
No hay que extrañarse, pues, de que las primeras palabras que haya pronunciado como jefe de Gobierno se hayan colocado bajo el signo de la continuidad. “La fidelidad a la doctrina brillantemente enseñada por el doctor Salazar no hay que interpretarla por la adhesión obstinada a la fórmula o a las soluciones que haya adoptado en algún tiempo”. Dijo: “La frase ha sido especialmente subrayada por una opinión internacional que se inclinaba con curiosidad sobre los pasos iniciales del sucesor de Salazar. Para unos, está fórmula encierra una posición de inmovilismo; para otros, anticipa una ruptura de la línea política seguida hasta hoy”.
La realidad es que no significan ni una cosa ni otra, sino la continuidad. Precisamente porque los cuarenta años de gobierno del solitario de Santa Comba han marcado convincentemente la vida portuguesa. Salazar ha construido en estos años, con admirable paciencia y tenacidad, un edificio comenzando prácticamente de nada.
Recuérdese lo que era el Portugal anterior a la revolución nacional del 28 de mayo de 1926 y a Salazar, cuando el general Gomes da Costa lanzó su grito: “¡A las armas, Portugal ¡A las armas por la libertad y por el honor de la nación!”
El reinado de Luis, muerto en 1889, había sido el de la mansa anarquía; el de su hijo don Carlos fue el de la epilepsia intermitente. El glorioso Portugal de ayer se había reducido a las camarillas del Paço, al Parlamento con sus intrigas y a los partidos con sus escándalos. Se zozobraba entre las rivalidades de la izquierda dinástica, de la Liga liberal y de los disidentes progresistas. Anselmo Brancamp, apenas instalado en el Poder, práctico los procedimientos de corrupción que había denunciado cuando estaba en la oposición, y no fue inferior la que sembró la izquierda dinástica de Barjona de Freitas, que se contentó al final con ser nombrado embajador en Londres.
Una oleada de escepticismo, de decadencia y de abandonismo pesaba sobre el pueblo que había dado Camoens y una cohorte de conquistadores, misioneros y capitanes, a la humanidad. “Portugal está habitado por cuatro millones de alfabetos... Es una turba de ignorantes, de rotos, de hambrientos, que no pueden ser responsabilizados por la Administración, que no conoce siquiera su nombre. La minoría responsable de este estado de cosas piensa tal vez que esas miserables aldeas de Portugal discuten las teorías de derecho público y las delicadas cuestiones económicas y financieras, mientras. los altos políticos, ampliamente privilegiados, se hacen entre sí una guerra de sórdidos intereses”. Este cuadro, en el que hay un implícito insulto al pueblo portugués, al que se suponía incapaz de alzarse contra este estado de cosas, fue pintado por Augusto Fuschini.
Portugal: un prestigio recuperado ante el mundo
La culpa no era del pueblo portugués, sino de los partidos políticos y de sus dirigentes. Lo que hacía falta era un hombre, un jefe, un conductor, un Salazar. Para apreciar lo que ha representado para el país la sana, honesta y eficaz administración de Salazar, hay que recordar que la historia de las décadas anteriores está repleta de escándalos y corrupción: el escándalo del Banco Lusitano y de las obras del puerto de Lisboa, el de los anticipos a la Corona, el del Crédito Predial, la cuestión Hinto, el de los tabacos. Para saber lo que han representado estos años de silenciosa y esforzada construcción de una política eficaz y moderna hay que recordar lo que Oliveira Martins escribía del sistema electoral sobre el que proliferaban los partidos y los caciques. Hablando de las elecciones de 1878 dijo: “El dinero resolvió entrar esta vez y sin rebozo en la escena política. Este es el rasgo particularmente nuevo de estas elecciones y, a mi modo de ver, el síntoma social más grave”.
Para apreciar el recuperado prestigio internacional de Portugal bajo Salazar hay que recordar la anterior sumisión a Inglaterra, escandalosamente revelada por el convenio entre el ministro portugués Andrade Corvo y el agente diplomático británico Morrier, que entregó los territorios africanos de Portugal a la rapiña colonialista inglesa.
Si se quiere saber el altísimo valor de la continuidad política es preciso compararla con la frenética sucesión de Gobiernos: a los progresistas de Brancamp sucedían los “regeneradores” de Rodrigues Sampaio y de Fontes, que huían aterrorizados de su propia sombra, corroídos por los resultados de su política administrativa y financiera, expresión concreta del principio de inmoralidad, único que lo acunaba, como dijo Oliveira Martins. Hombres como Serpa Pimentel, José Luciano de Castro, Hintze Ribeiro, Joao Franco, José de Alpoin, que individualmente hubieran podido ser eficaces, se desgarraron en rencores, recíprocos, hostilidades y zancadillas que hundían cada vez más al país. Mariano de Carvalho, Emidio Navarro, Lopes Vaz, José Luciano de Castro son nombres de jefes sucesivos de Gobierno, condenados por Oliveira Martins en una pintura atroz: “Nuestros gobernantes se caracterizaron por un egoísmo y una falta de escrúpulos totales. El pueblo ve en ellos un bando que explota al Estado en beneficio propio. En ninguna parte del mundo existe una separación tan completa y tan decisiva entre los primeros y los segundos”.
Un camino que no pasa por el Parlamento
Este Portugal dramático lo vivió Salazar y entre sus sombras nació precisamente Marcelo Caetano. Era también el Portugal dominado y aterrorizado por la masonería, que asesinó al rey don Carlos y al príncipe heredero, don Felipe. El sucesor, Manuel II, reinó sólo dos años y medio. Los movimientos revolucionarios ininterrumpidos quebrantan aún más la vida nacional. La proclamación de la República, el 5 de octubre de 1910, es seguida de una sublevación de la flota, que bombardea Lisboa. Los gobiernos duran meses, semanas o días. La dictadura de Sidonio Pais, en 1917, frena un poco el terrorismo, pero un año después Sidonio Pais es asesinado, y el intento restaurador de la Monarquía por Paiva Couceiro, en 1919, no puede mantenerse. En 1921 son asesinados Machado dos Santos, el presidente del Consejo, Antonio Granjo, y sus principales colaboradores. Es la “melée sanglante”, como había profetizado Eça de Queiroz, que sigue el regicidio, la persecución religiosa el nombre de la democracia, la corrupción financiera, las arcas del Estado vacías.
En esos años, Salazar es catedrático en la Facultad de Derecho de Coimbra, y acusado de conspirar contra la República, que agoniza, escribe después de ser absuelto: “Yo no me desintereso de la política de mi país; muy al contrario. Pero tengo la convicción de que la política sola no puede resolver los grandes problemas que nos asedian, y que es un error grave poner toda su esperanza en una evolución o en la modificación arbitraria de su curso normal. Convencido de que la solución se encuentra más en cada uno de nosotros que en el color político de los ministros, trabajo según mis fuerzas en hacer de mis estudiantes hombres, en la más alta acepción de la palabra, y buenos portugueses, como es preciso para asegurar a Portugal una creciente grandeza”.
En esos años, Marcelo Caetano es un joven universitario que estudia Derecho y lee los libros de Sardinha, militando en el “integralismo”, un movimiento nacionalista influido por Maurras y Bainville.
Maurras y Bainville son también lectura favorita de Salazar, de quien hay una anécdota poco conocida. En 1921 acepta ser candidato del centro católico, formación política que hoy correspondería a la democracia cristiana. Es elegido y asiste a la primera sesión del Parlamento, el 2 de septiembre. Aquella misma noche toma el tren de regreso a Coimbra, y en el vagón escribe su carta de dimisión. Quiere reformar Portugal. Pero el espectáculo del Parlamento le ha convencido de que ese no es el camino.
Es curioso que ambos hombres acaben por encontrarse. Salazar hace de Marcelo Caetano, profesor como él, maurrasiano como él, con ideas integralistas y tan escéptico sobre el parlamentarismo como él, su ministro de Ultramar, su jefe de Mocidades, su presidente de la Cámara de Corporaciones, el gran institucionalizador de la revolución, el teórico invisible del régimen, al que algunos han llamado incluso el “Suslov” del “salazarismo”.
Este es el hombre que hoy asegura la continuidad del régimen de Salazar. Para los aficionados a las exégesis, ofrecemos la definición que de sí mismo ha dado: “Yo soy un modernizador, no un liberalizador”.
J. L. GÓMEZ TELLO
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