La colonización de las Islas Canarias durante el siglo XV.

Eduardo Aznar Vallejo

La colonización de las Islas Canarias se encuentra íntimamente ligada al proceso de expansión europea en la Baja Edad Media, nacido
como respuesta al estancamiento económico experimentado desde finales del siglo xííí y uno de cuyos principales rasgos fue el incremento de las actividades terciarias.

Ahora bien, dicho proceso conoció diversas modalidades y fases de desarrollo cuya elección y desenvolvimiento en el Archipiélago afectaron de forma singular su devenir histórico.

Las modalidades a las que hemos hecho alusión son, básicamente, tres: creación de enclaves comerciales; implantación de protectorados o zonas de influencia política; y colonización.

Las dos primeras, que a menudo aparecen unidas, pretenden influir en las estructuras existentes en sus lugares de acción pero sin suplantarlas y tenían tras sí una larga tradición en el Mediterráneo.

La tercera, entendida como transformación sustantiva y global de la realidad preexistente, constituye una relativa novedad de la época, pues la anterior etapa de ex- pansión europea había sido, si excluimos excepciones como las Cruzadas, un momento de colonización interior o de frontera.

Ahora, junto a proccsos de remodelación interior, se generalizan los intentos de colonización exterior.

Tales modalidades básicas se van a ver afectadas por una serie de transformaciones temporales, que responden a los cambios operados en los planos políticos y socioeconómico del mundo europeo.

Así, a la impronta mediterránea del siglo xiv sucede la atlántica del siglo xv. Y a la fase de depresión de la primera mitad del siglo xiv siguen la de consolidación que se extiende entre dicha fecha y mediados del siglo xv y la de franca expansión a partir de la mitad de esta última
centuria, con la consiguiente transformación en el número de recursos y personas implicadas.

Todo ello, sin olvidar nunca las peculiaridades regionales, tanto a nivel europeo como del Archipiélago.

La traslación de todas estas consideraciones al plano canario permite distinguir, en primer lugar, entre un siglo xiv de «penetración» o «precolonización’, y un siglo xv de «auténtica colonización».

En el primero de ellos, la expansión europea no buscó sustituir las estructuras aborígenes, sino, a lo sumo, influir en las mismas a fin de propiciar mediante relaciones comerciales o evangelizadoras una orientación favorable a sus intereses.

Esta situación es extensible a las islas llamadas «mayores» durante una buena parte del siglo xv.

A pesar de su carácter restrictivo la colonización heredará de este período algunos elementos importantes.

Sea el caso, por ejemplo, del conocimiento geográfico de las Islas.

Sabemos, que desde 1351 —es decir, doce años después de la primera representación conocida de una de las islas— todo el Archipiélago canario era conocido por los cartógrafos de la época y que las noticias sobre el mismo circulaban rápidamente entre los diversos puertos europeos.

Esto explica que el viaje de Bethencourt a las Islas no pueda considerarse como «de descubrimiento», pues desde su salida de Normandía conoce a dónde se dirige, realiza un viaje casi directo y de limitada duración, y en su exploración del Archipiélago se sirve de referencias cartográficas y literarias>.

Lo mismo cabe decir de la valoración de algunas de sus posibilidades económicas> pues no en valde eran bien conocidos en Europa productos como esclavos, sangre de drago, orchilla o cueros; de los primeros contactos con los aborígenes, presentes como «lenguas» o intérpretes desde la empresa bethencouriana; y del planteamiento de ciertas cuestiones políticas, como las relativas a la soberanía.

Durante el siglo xv, por contra, la meta fue la creación de nuevas estructuras, tanto por importación de nuevos elementos como por transformación de otros anteriores.

La realización de este proyecto llevaba implícito el dominio militar del territorio y la creación de nue- vos marcos políticos-administrativos; la remodelación de la población y de la organización social; y la reordenación de las actividades económicas.

Ahora bien, la aplicación práctica de estos elementos conoció variantes de acuerdo con las distintas islas y, sobre todo, con dos etapas fundamentales: la que denominaremos «señorial»> que ocupa los primeros tres cuartos de siglo; y la que llamaremos <‘realenga»> que abarca el último cuarto de la centuria.

Esta división obedece tanto a transformaciones en los países europeos en especial el desarrollo económico y el reforzamiento de la Idea de Estado como en el propio Archipiélago, fruto del efecto multiplicador de la incorporación de las islas con mayores posibilidades materiales y humanas.
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La implantación de una soberanía política efectiva en el Archipiélago se enmarca dentro de dos fenómenos característicos de la Baja Edad Media: el decaimiento de las ideas y poderes de tipo universal en favor del fortalecimiento de los estados nacionales; y el auge creciente de los países atlánticos frente a los mediterráneos.

Ello explica que las distintas etapas de la colonización insular se hayan emprendido desde Castilla en competencia con Portugal, y con una creciente participación estatal.

El resultado final es la menor participación del Papado, que pasa de dispensador de soberanía —tal como aún se intentó en el caso de don Luis de La Cerda y el «Principado de La Fortuna’>— a árbitro entre los diferentes reinos e impulsor de la evangelización, a pesar del mantenimiento de algunas reivindicaciones puramente teóricas.

Dentro de esta óptica los diferentes estados utilizan diversos procedimientos, desde los diplomáticos a los militares, para imponer su soberanía y sólo al final acuden al Papado para resolver sus diferencias o sancionar sus acuerdos.

La soberanía pasa, por tanto, por una serie de tratados de partición, que se inspiran en los que regularon la Reconquista peninsular.

Como hemos dicho, al compás de las reclamaciones sobre la sobe- ranía> y a menudo como un elemento más de las mismas se va a desarrollar la conquista militar del Archipiélago.

La misma se estructura en torno a las dos grandes etapas antes citadas: señorial y realenga.

Ambas tienen en común la dificultad en su realización, debida a la mejor adaptación de los aborígenes al medio natural y a la ausencia de medios plenamente resolutivos, como hubiera podido ser el empleo generalizado de armas de fuego.

Esto hizo que las dos conocieran momentos de apuro pero ahí terminan las coincidencias. Las diferencias afectan, en primer lugar, a los autores de la conquista que en el primer caso son los propios señores «con derecho a conquista» aunque se viesen alentados por ciertas facilidades concedidas por la Corona, y en el segundo representantes de los monarcas, que realizan la acción a cambio de una participación en los beneficios de la misma.

Este hecho incidió en la formación y en las operaciones de los distintos ejércitos.

Los de los señores eran pequeños y formados por sus vasallos, mientras que los reales eran más numerosos y con un alto porcentaje de mercenarios, pagados en tierras, dinero u otros bienes“.

Laguerrapasóderealizarsemediantepequeñasope- raciones y con fuerte apoyo en posiciones fortificadas —que son al mismo tiempo símbolo de poderío y prestigio social—, a hacerlo me- diante campañas semipermanentes y de gran movilidad


El coste creciente del gasto militar favoreció la intervención del Estado que contaba, junto a mayores disponibilidades presupuestarias, con el concurso de tropas de la Santa Hermandad y de contingentes de «homicianos»> y con la posibilidad de obtener la transformación de las bulas misioneras en auténticas bulas de Cruzada

A su amparo, los particulares que actuaban como representantes de la Corona hubieron de acudir a la financiación de compañías mercantiles.

Todo ello supuso el paso de una guerra propia del «otoño de la Edad Media» a otra más profesionalizada y mercantilizada que anuncia los albores del Mundo Moderno.

Entre ambas conquistas se desarrolló el dominio de La Gomera, que se basa no en la victoria militar, sino en la imposición de un poder superior cimentado en el apoyo de algunas de las parcialidades de la isla y en la construcción de una torre particularmente fuerte y presta a recibir los refuerzos del exterior, como terminó pasando tras la revuelta de 1488.

Consolidado el dominio teórico y práctico sobre el Archipiélago era preciso crear un marco político-administrativo, que regulase su
vida interna y sus relaciones exteriores. También en este terreno podemos percibir dos grandes modalidades, realengo y señorío, que se corresponden con las etapas antedichas.

La primera de ellas viene definida por la ausencia de intervención directa de los monarcas en amplios sectores de la vida local. Dentro de la misma, podemos distinguir dos períodos diferentes: el norman- do (1402-1418) y el castellano-andaluz (1418-1477) que se diferencian tanto por la forma de posesión como por la de explotación.


En relación con la primera, la enfeudación del barón francés respecto al monarca castellano supuso la creación de un señorío inmune según el modelo ampliamente desarrollado en Francia y que en Castilla sólo conoció ejemplos aislados y poco desarrollados.


La autonomía de este régimen es visible, más que en el título de rey que su titular —puesto que el Archipiélago había sido elevado a la categoría de reino desde la investidura papal a don Luis de La Cerda—, en el cúmulo de prerrogativas que poseía y que lo independizaba en multitud de materias del resto del reino.

En virtud de ellas, el señor francés podía regular la vida en su señorío fuera de las normas generales vigentes en Castilla.

Esto es visible en diversos aspectos: los usos y costumbres otorgados por Bethencourt a sus vasallos son los propios de Normandía y Francia, con lo que la desvinculación se realiza no sólo en el plano del derecho local sino también en el general; el citado señor se reserva la administración de justicia, por medio de sus sargentos o de la participación de los hildalgos en la curia señorial, sin referencia alguna al poder real; y el titular del señorío recibe la facultad de acuñar moneda, una de las regalías más tenazmente defendida por los monarcas castellanos.

En cuanto a los señores castellanos, éstos no basan su poder en un «pacto feudal» con el monarca, a pesar de ser sucesores de los anteriores sino en una «delegación» jurisdiccional del mismo, por lo que se convierten en sus representantes.

Ello queda patente en la aplicación en el Archipielado de las leyes generales del reino en todo aquello no contemplado en el derecho local que ahora pasa a ser de inspiración bajoandaluza.

Lo mismo sucede en la administración de justicia, en la que el monarca se reserva ciertos casos y un amplio recurso de alzada.

Y otro tanto ocurre en la intervención regia en el territorio, en la que se produce un notable acrecentamiento, visible en las confirmaciones de la transmisión del señorío, en el «secuestro» de las islas sobre las que existían litigios de titularidad, en el restablecimiento de los derechos señoriales tras la revuelta de 1488 y en la «reserva» sobre las islas mayores

En las formas de explotación volvemos a encontrar la dicotomía
entre el señorío de origen francés y el castellano.

El primero se basa en una renta de tipo territorial, por lo que transcurridos los nueve
años de franquicia los colonos debían entregar un quinto de sus cosechas.

Esto, junto a las restricciones impuestas a la plena propiedad de los bienes repartidos tras la conquista parece indicar que los señores reivindicaban el dominio solariego de sus islas.

A esta entrada principal hay que sumar la proporcionada por la renta de la orchilla, considerada como monopolio señorial desde los inicios de la colonización.

Por contra, el señorío castellano basa sus ingresos en un gravamen sobre los productos dedicados a la exportación, aunque sin variar la proporción del mismo.

Este cambio se explica por la adecuación a la situación real de las islas, definida por una producción limitada y sin valor fuera de los circuitos comerciales, y por la influencia de fórmulas utilizadas en los señoríos litorales de la Baja Andalucía.

El hecho también puede ponerse en relación con la imposición del carácter «jurisdiccional» sobre el «territorial» en la concepción del señorío a pesar de algunas reivindicaciones formales por parte de los señores.

A tales ingresos hay que añadir los obtenidos por determinadas dehesas y por monopolios señoriales.

Entre los últimos hay que señalar la aparición de la recogida de conchas verificada en un momento indeterminado pero en íntima conexión con la generalización de los rescates en la costa africana por lo que debe situarse al final de la etapa que hemos dado en llamar señorial.

La Corona por su parte percibió derechos sobre los ingresos considerados extraordinarios a través de los «quintos» sobre botines obtenidos en tierras insumidas o contra enemigos.

En este terreno los reyes hubieron de hacer frente a la oposición de los señores, a quienes en- contramos regulando la percepción del quinto sobre las armadas a Berbería y a quienes teóricamente correspondía los quintos que se hicieran en las islas mayores y en Africa, por asiento con la Corona, pero cuyos derechos no aparecen citados en las concesiones regias a particulares.

Este régimen fiscal fue evolucionando a lo largo del siglo xv, como fruto de la adaptación a una economía en cambio> de la reacción a la creciente intervención de la Corona e, incluso> de la partición del seño- río entre varios titulares.

El cambio es patente a final de dicha centuria, cuando los derechos señoriales representaban el 3 por 100 sobre entradas, el 6 por 100 sobre salidas y el quinto sobre quesos, lana> ganado, cera y cueros exportados, más derechos sobre aprovechamien- to de bosques y dehesas, la orchilla e imposiciones arbitrarias.

Tal relación muestra la aparición de derechos de entrada aunque éstos fueran leves; el aumento de los de salida, puesto que junto al quinto sobre productos tradicionales aparece un 6 por 100 para otros, que consideramos nuevos; el reforzamiento de gravámenes de tipo patrimonial; y, en suma, en endurecimiento de la presión ejercida por los señores.

A ello hay que sumar la intervención señorial en las rentas eclesiásticas, que supuso la usurpación temporal de los diezmos y un intento de recaudar tercias luego reeditado por los monarcas, en ambos casos sin éxito.

El sistema de administración realenga supuso la intervención directa de la monarquía en tres de las siete islas y una mayor presencia de la misma en el conjunto del Archipiélago.

Dicha intervención se tradujo en la creación de una impronta regia en las islas mayores, semejante a la de los señores en las islas de su administración. La misma es visible en las normas de organización local, que eran dictadas o confirmadas por la autoridad regia, y en la composición de los concejos municipales, cuyos miembros habían perdido su primitiva independencia.

Por debajo de esta impronta, la organización administrativa era similar en las dos zonas, pues ambas tenían un fondo legal común: el derecho local de la Baja Andalucía visible en la concesión del fuero de Niebla a Fuerteventura o en la identidad entre el fuero de Gran Canaria y el de Baza.

Lo cual no quiere decir: ausencia de normas propias en el Archipiélago ni carencia de transformaciones en la aplicación práctica de las de otro origen.

En el terreno de la organización concejil encontramos la misma concomitancia. A saber: concejos insulares, compuestos por regido- res de corte aristocrático, representantes del monarca o de los seño- res y algunos miembros del ‘<común», en calidad de personeros, jurados o procuradores.

En cuanto a administración de justicia, ésta se realizaba en nombre del monarca, a través de los representantes regios, de los propios concejos o de las apelaciones para órganos superiores, como eran la Audiencia y el Consejo Real. Estas instituciones superiores eran compartidas con las islas de señorío y una de ellas la Audiencia, pasará a tener sede propia en el Archipiélago des- de el primer cuarto del siglo xví, naturalmente en una de las islas realengas.

Lo mismo sucedía en los restantes campos de la administración con el añadido de que en algunos de ellos, los oficiales regios —fundamentalmente los gobernadores— tenían cierta intervención en el conjunto de las islas, como en el caso de la defensa militar o en la defensa del patronato regio.

A esto hay que añadir la existencia de algunos oficios supraconcejiles, como el Adelantamiento, la Notaría
Mayor o las Alcaldía y Escribanía de Sacas, que, a pesar de su carácter honorífico o de prebenda, indican una mayor presencia e intervención del poder monárquico.

El sistema fiscal existente en las islas de realengo se basaba también en un gravamen sobre el comercio exterior, inspirado en los almojarifazgos andaluces, aunque de tipos más bajos (primero el 3 por 100, luego el 5 por 100 y, por último, el 6 por 100, sobre carga y des- carga), que se veían rebajados, además> por el sistema de evaluacio- nes globales «encabezadas» por los concejos. A este ingreso básico, se unían otros de menor entidad> tales como regalías, y una participación de las rentas eclesiásticas a través de las tercias> si bien esto último no recaía sobre los contribuyentes.

El resultado final era un régimen fiscal muy benigno y menos oneroso que el de las islas de señorío, lo que constituyó uno de los principales acicates para el trasvase de población entre ambas zonas
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Las características de la población, tanto en sus componentes como en la organización social que los encuadra, también separa las dos etapas de colonización que estamos considerando. La etapa señorial, caracterizada por una población poco numerosa, con escaso número de componentes y de estructura sencilla —aunque polarizada— se opone la realenga, definida por un aumento considerable en el núme- ro de pobladores, una diversificación en los elementos constitutivos y una articulación más rica.

La escasez de pobladores, tanto indígenas como europeos, de la etapa señorial está relacionada, en primer lugar, con el carácter de las islas ocupadas. Al tratarse de las islas más abiertas y con menos posibilidades agrarias, la población aborigen —que partía de cotas más bajas— sufrió mayor desgaste que en el resto del Archipiélago.

La excepción a tal regla es La Gomera cuya población autóctona se conservó en gran medida. Las limitadas posibilidades agrícolas tam- bién frenaron el asentamiento de repobladores, como queda de manifiesto en las deserciones sufridas por la expedición bethencouriana y en el retroceso de la población de El Hierro ~. Hay que considerar> además, que este primer periodo de poblamiento se desarrolló en un momento en que la recuperación demográfica europea no estaba con- solidada y que este hecho no se produjo hasta bien entrado el siglo, cuando las islas señoriales hubieron de sufrir competencia de las islas realengas. Esto último es bien visible en las prohibiciones al tránsito de pobladores entre señorío y realengo, inauguradas tras la conquis- ta de Gran Canaria y luego renovadas bajo diversas fórmulas ~.

La conjunción de todos estos elementos queda patente en las cifras pro-
porcionadas por los contemporáneos. Las primeras son las de la cró- nica francesa de la conquista, que evalúa la primera expedición eu- ropea en 53 ó 63 personas, luego reforzadas por SO más —aunque el carácter repoblador de estas últimas no aparece claro—, y la segun- da en 80 hombres de armas, 23 de ellos con mujeres, más un nume- ro de artesanos algo superior a los 120 ~ Tales datos deben ser toma- dos con reservas> ya que la misma fuente nos informa de los medios de transporte utilizados, que sólo en el primer caso era una nave> mientras que en el resto se trataba de una y dos barcas, es decir, na- víos de poco porte. En cuanto a los indígenas, esta información cifra los de Lanzarote en 200 hombres de pelea ó 300 personas, antes de iniciarse la colonización; mientras que supone que las 112 personas que se entregaron en El Hierro constituían la práctica totalidad de la población> tras la reciente captura de otras 400> lo que entra en contradicción con la necesidad de una segunda conquista de la isla ~.
Las cifras posteriores contribuyen a situar esta población en sus jus- tos límites, pues a las citadas reservas hay que sumar las bajas y aban- donos. Zurara consigna> a mediados del siglo xv, 60 hombres de pelea entre los indígenas de Lanzarote, 80 entre los de Fuerteventura, 12 en-
tre los de El Hierro y 700 entre los de La Gomera ‘~. Al final de la mis- ma centuria, Bernáldez señala que en Lanzarote existían menos de
100 vecinos y moradores, mientras que El Hierro contaba con 80~ Los integrantes de esta población eran> básicamente> franceses, castellanos e indígenas. Los primeros originarios de Normandía y, en
menor grado, de Poitou y Gascuña, se encuentran presentes en Lan- zarote, Fuerteventura y El Hierro, islas ocupadas por Bethencourt. Inícialmente mayoritarios, en seguida hubieron de dejar esta plaza a los castellanos —fundamentalmente andaluces—, ya que su aporta- ción se detuvo mientras crecía la de éstos. Los castellanos, por su par- te, se hallan presentes desde los inicios de la colonización, ya que formaron parte de la segunda expedición franca, como atestiguan «Le Canarien» y la «Información de Cabitos» ~. Su importancia numérica fue creciendo con el paso del tiempo, dado que la retaguardia de la colonización estaba establecida en los puertos de la Baja Andalucía, de donde procedían la mayoría del clero y los titulares del señorío de las islas ~. Por otro lado, hay que señalar que la mayoría de la población «flotante» era igualmente andaluza> tanto mercaderes como
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marinos -
El tercer elemento, el indígena, subsistió en diverso grado —ma-
yor en Fuerteventura y Lanzarote, menor en El Hierro— a la conquis- ta bethencouriana, mientras que en La Gomera no sufrió graves re- trocesos hasta las esclavizaciones de 1477 y, sobre todo, 1488 ‘k A este grupo de supervivientes hay que añadir algunos nativos de otras is- las> visibles en las acciones misionales y de penetración en el resto del Archipiélago, aunque poco numerosos, ya que las «entradas» es- clavistas tenían un destino básicamente exportador 42~
A estos componentes básicos hay que sumar otros de carácter tes- timonial. Es el caso de los portugueses, cuyo asentamiento masivo se vio imposibilitado por la pugna política con Castilla, aunque no por ello se desvincularon del Archipiélago. Esto último es patente en
la reiteración de reales órdenes para que los vecinos no comercia- sen ni acogiesen a portugueses ~. La posible presencia de moriscos no está documentada en esta primera época y parece lógico retrasaría hasta el último cuarto del siglo xv, momento en que se intensifican las entradas en Africa, como testimonian la erección de la primera Torre de la Mar Pequeña y los arrendamientos pesqueros de las cos- tas próximas al Archipiélago, y cuando el éxodo de pobladores a las islas realengas crea problemas de mano de obra ~. Lo mismo parece desprenderse de un informe de la Inquisición acerca de los moriscos 208 Eduardo Aznar Vallejo
del Archipiélago, que pone en relación las entradas en Berbería con su cese en Gran Canaria, La Palma y Tenerife ~‘. Paradójicamente, a partir de ese momento la población morisca constituyó uno de los principales componentes de las islas orientales del señorío. Las men- ciones a un genovés> gobernador de Fuerteventura por Guillén de las Casas, y a un flamenco, interesado en la orchilla de Fuerteventura
y Lanzarote, no pasan de ser anecdóticas, aunque prueban que las co- lonias mercantiles del sur peninsular seguían con interés los asuntos
insulares y estaban prestas a asentarse en ellas.

Esta población inicialmente heterogénea fue fundiéndose poco a poco, ayudada por la exigijedad de sus componentes de tal modo que a fines del siglo xv sus miembros eran denominados en las zonas realengas como «gente de las islas», sin hacer distinción de procedencia. Este hecho está ausente, no obstante, en La Gomera donde la sociedad europea y la sociedad indígena permanecieron largo tiempo «dis- tanciadas».

La causa de esta singularidad hay que buscarla en la ausencia de una verdadera conquista militar, como ya hemos señalado.

La fusión de los distintos grupos en torno a intereses generales de carácter común, no excluía la jerarquización social.

Esta se fundamentaba en la posesión de tierras, como fuente de riqueza y de autoridad según unos principios teóricos perfectamente definidos por «Le Canarien» al referirse a los repartimientos

de forma general, el predominio de los europeos sobre los indígenas, ya que «era muy razonable que estuviesen mejor que los canarios del país».

Entre aquéllos, la preeminencia correspondía a los titulares del señorío y a los altos cargos de su administración, elegidos entre sus familiares y allegados, y personas habitualmente de condición hidalga.

Este grupo constituía un estamento poco permeable que giraba en torno a escasas familias —unidas entre sí por lazos matrimoniales— y cuyos miembros se transmitían hereditariamente cargos y prebendas.

Se situaba a continuación el campesinado repoblador, que constituía el sostén de la colonización mediante su trabajo y sus contribuciones.

Parece que su situación fue empeorando conforme avanzaba la centuria, como ponen de manifiesto las revueltas anti-señoriales de 1476 en Lanzarote y de 1484-1488 en La Gomera, así como el régimen tributario que hemos descrito para finales de siglo.

Las razones de este cambio hay que buscarlas, aparte de las ya apuntadas, en la permanente instalación de los señores a partir de 1445, lo que transformó su poder de lejano y poco oneroso en próximo y más riguroso.

A este grupo popular hay que agregar los indígenas, pues no existió entre éstos una aristocracia compacta que se beneficiase de una integración jerarquizada, a pesar de algunas consideraciones honoríficas.

Las vías para su integración fueron básicamente tres: la participación en actividades económicas comunes, los matrimonios mixtos y la evangelización.

En virtud de la primera, la población autóctona participó en los repartimientos de tierras que siguieron a la conquista y cooperó, de mejor o peor grado, en empresas agrarias y militares.

Al mismo tiempo se establecieron una seríe de lazos familiares, legales o no, entre ambas poblaciones, favorecidas por el escaso número de mujeres entre los repobladores y que alcanzaron a los propios señores.

En cuanto a la evangelización ésta revistió características diferentes, según se tratase de las islas de «conquista», donde el triunfo militar significó la incorporación de facto a la comunidad cristiana o de islas de «penetración», donde la aceptación de la nueva doctrina era un acto en buena parte personal, como lo demuestran los testimonios recogidos por Cabitos acerca de La Gomera y la justificación esgrimida por doña Beatriz de Bobadilla para la esclavización de los habitantes de dicha isla.

La población de la etapa realenga se define, en primer lugar, por un importante crecimiento fruto de la conjunción de tres elementos
esenciales: la conservación de comunidades indígenas más importantes; la atracción de mayor número de repobladores, como fruto de mejores disponibilidades demográficas y de mayores posibilidades económicas; y el sustantivo aumento de la esclavitud, dentro de la nueva ordenación económica.

Ahora bien, a pesar de su notable in- cremento, la población se mantuvo dentro de unos límites moderados, entre 15 y 20 mil habitantes, de los que unas 3/4 partes residían en realengo.

Estas dificultades de crecimiento se explican por problemas inherentes al carácter de la población —soltería, separación familiar, etc.— y por la temprana competencia del reino de Granada y de las Indias.

Hay que considerar, por último, el crecimiento experimentado por las islas realengas se hizo, en cierta medida, a costa de las zonas señoriales.

En el terreno de los componentes de población también encontramos mayor riqueza, tanto por su mayor número como por su variado papel en la estructura social y su complejidad interna.

Una de las notas más sobresalientes en este terreno es la importancia adquirida por los portugueses, que constituyeron uno de los principales pilares de la colonización realenga, aunque su importancia numérica no se correspondiese con una posición política privilegiada.

Esta seguía en manos de los castellanos, especialmente de los andaluces, que habían constituido el grueso de los conquistadores, beneficiándose por tanto, de importantes repartimientos y de puestos de gobierno.

A ello unían su importancia numérica, en particular en su contingentes andaluz, extremeño y propiamente castellano; la relevancia mercantil dc algunos dc sus miembros, en especial vascos y burgaleses, y su papel predominante en la administración eclesiástica.

La población aborigen constituía a pesar de sus numerosas vicisitudes, un elemento significativo en el conjunto de la población, como pone de manifiesto un informe de la Inquisición a comienzos del siglo XVI, que estima en 1.200 las familias de dicho origen.

Dentro de ella existían notables diferencias en cuanto a posición social, económica y jurídica.

Tales variaciones derivaban, en buena parte, de las condiciones legales y prácticas de la conquista, por lo que inicialmente generaron cierta uniformidad entre los habitantes de cada una de las islas, que paulatinamente fue desapareciendo en beneficio de un reagrupamiento más amplio.

A ello contribuyó la redistribución de aborígenes entre las diferentes zonas, especialmente notable en el flujo de gomeros hacia las islas realengas.

En conjunto su integración
se realizó en los escalones medios y bajos de la naciente sociedad y vinculada a actividades agrarias, en especial ganaderas.

Otro grupo no desdeñable, desde el punto de vista poblacional, es el representado por los inmigrantes africanos: azanegas y guineos, es decir, «moros» y «negros».

La mayoría de ellos eran esclavos importados para satisfacer la demanda de mano de obra, en particular en las producciones de carácter capitalista como el azúcar.

A pesar de ello, no faltan los libres, bien por haber entrado en las islas como tales —caso de los moriscos procedentes de enclaves bajo influencia castellana, como Mar Pequeña, o incluso de la Península Ibérica—, o bien por haber sido manumitidos con posterioridad.

Su posición económica y social corría pareja, como es fácil suponer, a su situación jurídica.

El último componente digno de reseñar, en este plano> era el constituido por las colonias mercantiles —genovesa, flamenca, catalana, etc.—> numéricamente poco importantes pero de notable ascendencia social.

Esta, les venía conferida por sus disponibilidades de capital y por su dominio de las técnicas comerciales, que les hacía insustituibles en el desarrollo económico del archipiélago.

Buena parte de sus miembros se instaló permanentemente en las islas> aproximándose a los otros grupos rectores de la comunidad, mediante un doble mecanismo de mimetismo social.

Esta somera enumeración de componentes de población no agota el panorama de extrema variedad.

Baste considerar, por ejemplo, que dentro de los contingentes castellano y portugués se encontraba un importante número de judíos y judeo-conversos, que buscaban nuevos horizontes para escapar a su cada vez más angustiosa situación.

La organización social de este momento sigue en buena medida, basada en la posesión de tierras, pero concede creciente importancia al dinero.

La razón de este cambio hay que buscarla en las nuevas condiciones económicas, que requirieron fuertes inversiones para poner en marcha producciones de tipo capitalista y dominar los circuitos de distribución que de ellos se derivaban y que crearon importantes grupos directamente ligados al comercio.

Por esta causa, la aristocracia tiene un doble origen: militar, por un lado; mercantil, por otro.

Ahora bien, dicha diversidad no se mantuvo y ambos grupos fueron convergiendo paulatinamente.

Los primeros eran, en buena medida y en el más amplio sentido de la palabra «hidalgos», es decir: de prestigiosa posición social, aunque de discreta situación económica.

Hicieron valer su condición de capitanes de la conquista
para beneficiarse de importantes repartimientos y de oficios de regimiento.

Junto a ellos aparecen los capitalistas, que por haber aportado dinero a la empresa militar o por concederlo posteriormente también recibieron bienes y cargos de relevancia.

Dentro de este grupo dirigente existía gran variedad de situaciones personales, que llevaban sin solución de continuidad, en este momento> a las clases medias y bajas.

En éstas también existe una amplia variedad, ligada a la naturaleza y cantidad de los bienes recibidos, a su capacidad para ponerlos en producción, a su mayor o menor liquidez, etc.

Esta sucesión de posiciones llegaba hasta quienes carecían de bienes bien por formar parte de los últimos contingentes o por carecer de las condiciones familiares para ser considerado como auténtico repoblador.

Estos «bergantes» llegados al socaire de un posible enriquecímiento y contra quienes las autoridades hubieron de dictar diversas medias, muestran que no estamos ante un mundo estrictamente agrario, en el que no tendrían lugar.

Mención aparte merece el clero, pues la unidad de sus privilegios jurídicos personales escondía una notable diversidad económica y social.

A grandes rasgos, podemos distinguir entre alto clero, constituido por el obispo, miembros del cabildo catedral, vicarios insulares y beneficiados; y bajo clero, integrado por quienes carecían de oficio fijo y debían servir como capellanes.

Mientras que los primeros participaban en la distribución de la riqueza, mediante el acaparamiento de las rentas eclesiásticas, y formaban parte de los grupos rectores de la comunidad, en su calidad de dirigentes religiosos; los segundos se integraban en las capas populares, alejados del poder y la fortuna.

A medio camino entre ambos se encontraba el clero regular, cuyo modo de vida personal se asemejaba al del segundo, pero cuyo poder como institución lo elevaba a puestos directivos.

Todos ellos reflejan una creciente complejidad, propia de la etapa que estamos analizando y cuyos principales rasgos son:

incremento en el número de clérigos, aparición de nuevas órdenes religiosas, estratificación creciente entre
miembros y diversificación de su procedencia.

Este gran número de situaciones económicas evidencia que existían escalones intermedios entre los poderosos y los humildes y que a través de ellos podía alcanzarse cierta promoción social.

Tal diversidad se complicaba, aún más, por la diferencia de estatutos jurídicos, algunos de los cuales ya hemos considerado y a los que cabría añadir el fundamental de la oposición entre libres, esclavos y libertos, y con la persistencia de mentalidades diferenciadas en los diversos grupos, fruto de su mayor entidad.

Todo ello hizo que el proceso de fusión cultural presentase mayores dificultades, en algún caso difíciles de resolver. Las primeras, las que afectaron a las im- portantes comunidades indígenas, amenazadas por esclavizaciones masivas y por destierros generalizados. Tales amenazas sólo pudie- ron ser superadas con el transcurso del tiempo> que consolidó la po- sidón de los colonizadores e impuso el concurso de los indígenas> facilitando la fusión auspiciada por la Iglesia y la Corona.

Ahora bien en algunos casos dicha superación se hizo a costa del desarraigo de los naturales de sus lugares de origen. A partir de entonces, la integración comenzó a consolidarse, según ritmos diferentes, pero seguros .También existieron dificultades en la integración de los moriscos.

No sólo en cuanto a los esclavos, que poco a poco van ocupando el lugar más destacado entre los «alzados», al dismunir la esclavitud aborigen; sino también entre los libres, vistos con recelo por motivos de índole religioso y por su posible colaboración en ataques procedentes del exterior.

Los problemas de integración se harán extensivos a los conversos, acusados de cripto-judaismo, y posteriormente a las colonias mercantiles, centro de ciertas criticas populares y algunos de cuyos miembros se vieron posteriormente en apuros por ideas filoluteranas.

Dichas dificultades irán ganando virulencia conforme avance el proceso de cerrazón social, tanto a nivel local como general.
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Lá realidad económica, y por tanto el interés y las posibilidades de la colonización, también difieren de acuerdo con las etapas ya señaladas.

Las razones son como en los casos anteriores, múltiples: desarrollo de la economía europea, condiciones de las islas recién incorporadas, nuevos descubrimientos y rutas comerciales, etc.

El horizonte económico de la etapa señorial está definido por una producción bastante limitada, orientada fundamentalmente hacia la ganadería y, en menor medida> a la agricultura de subsistencia, y que contaba con el complemento de ciertas prácticas recolectoras. Dicha ganadería descansaba fundamentalmente en las especies ovina y caprina, que proprcionaban una parte importante de la dieta alimenticia y un número considerable de elementos fabriles ~.

Entre los animales de labor destacaban los asnos muchos de los cuales se criaban en libertad.

Este dato, junto con otras referencias a la importancia del ganado guanil, apuntan hacia una explotación de carácter extensivo,
que no requería gran cantidad de mano de obra ~.

La agricultura, por su parte, se basaba en la cebada a la que hay que añadir algunos frutales y hortalizas ~.

Ni el trigo ni el vino se producían a mediados de siglo, siendo las primeras menciones sobre los mismos de finales de la centuria y, aun así referidas a cantidades muy limitadas ~.

También faltaba el aceite —aunque esto es un rasgo común en la historia del archipiélago—, que era sustituido por importaciones o por grasas animales tanto de ganado como de aves y mamíferos marinos> caso de las pardelas o de los lobos de mar ~.


Tampoco la pesca está recogida en las fuentes de esta época —Le Canarien, Zurara, Ca da Mos- to, Diego Gomes—correspondiendo las primeras noticias sobre la misma al último cuarto del siglo, momento en que se intensifica la explotación de los bancos africanos ~.

Creemos que esto debe entenderse en el sentido de una explotación reducida y limitada a las aguas próximas a cada isla, y no como inexistencia de la misma, pues contaba para su desarrollo con la prescripción de sus productos en numerosas épocas del año, con una tradición de consumo que se remontaba hasta época aborigen y con las amplias posibilidades insulares. A tales producciones hay que sumar los bienes procedentes de la recolección~

Entre éstos destacaba la orchilla muy apreciada en los mercados textiles europeos mientras que los restantes se mantenían en niveles mucho más modestos: las conchas por su tardía explotación y el ámbar por su ocasional utilidad.

Estos aprovechamientos se vieron sensiblemente aumentados en el último cuarto del siglo, con los referidos incrementos en trigo, vino y pesca, y con la decisiva introducción del azúcar en La Gomera, lo cual no quiere decir que dichas islas alcanzaran el autoabastecimiento ~.

Tal evolución debe ser pues- ta en relación con la ampliación de mercado operada en el archipié- lago en dicho momento y con la influencia ejercida por las islas realengas.

A pesar del escaso brillo de esta primera época económica, donde la agricultura y ganadería de subsistencia tenían un lugar preponderante, no puede hablarse de ella como de «economía cerrada», ya que el comercio estuvo presente en la misma desde los inicios, como indica claramente su régimen fiscal. Este hecho permitía el abastecimien- to de los productos en que existía déficit, fundamentalmente trigo y vino> aparte de numerosas manufacturas inexistentes en las islas.

Al mismo tiempo se posibilitaba la salida de materias primas, como la orchilla, y los excedentes de la producción local, caso de cueros, sebo, carne y quesos.

A estos productos de exportación hay que sumar los esclavos, procedentes inicialmente de la conquista y posteriormente de las «entradas» en las islas insumisas.


Al comercio «exterior» hay que añadir el realizado con las islas no conquistadas, donde existían torres que debían ser abastecidas y de las que se obtenían maderas, orchilla y sangre de drago.

Este sector también conoció un rápido desarrollo a partir del último cuarto del siglo, al introducirse nuevos productos, y al generalizarse los «rescates» y pesquerías en las costas de Berbería las expediciones a Guinea, el tráfico con las islas realengas y los viajes al Nuevo Mundo.


La economía de la época realenga supuso, por relación a la etapa anterior, un momento de desarrollo generalizado, tanto por los productos concernidos como por las producciones alcanzadas.

La agricultura de esta etapa se basó en la consolidación de los cultivos de subsistencia y en la implantación de otros de carácter especulativo.

Entre los primeros asistimos al crecimiento de los cereales: cebada, centeno y, en especial, trigo que en Tenerife y La Palma llegó a ser objeto de exportación, aunque esta situación contrastaba con la del resto del archipiélago.

Lo mismo cabe decir de los parrales y huertas, que crearon importantes producciones de conservas y vinos, a pesar de que en este último caso no llegaron a sastifacer plenamente la demanda local. Paralelamente, se fueron desarrollando cultivos orientados básicamente hacia la explotación.

Es el caso del pastel, que se mantuvo dentro de limites muy discretos, y, sobre todo del azúcar, que conoció un gran desarrollo.

La importancia de éste era más cualitativa que cuantitativa, pues, aunque no podía competir en cuanto a dedicación y producción con los cereales, proporcionaban un producto de demanda internacional, lo que se traducía en la llegada al archipiélago de capitales y técnicas de primer orden.

La ganadería, por su parte, conservó una privilegiada posición, incrementado la importancia del ganado menor en el que cobra relevancia el cerdo, como fuente de alimentación; y desarrollando la del ganado mayor, como instrumento de trabajo.

Ahora bien, dicha posición dejó de ser prioritaria, al supeditarse o entrar en conflicto con la pujante agricultura.

También las labores extractivas y de recolección alcanzaron valores destacados, aunque su participación en el conjunto de la producción descendió en relación con la etapa anterior.

La más destacada entre ellas era la pesca, que se beneficiaba de la puesta en explotación de los caladeros africanos, al tiempo que incrementaba los aprovechamientos litorales y de bajura; la silvicultura de la que se obtenía madera, carbón, pez ,etc., para la creciente industria de transformación; y la orchilla, que siguió representando un importante renglón exportador.


Mayor variación aún, experimentaron los otros dos sectores: artesanal y comercial.

El primero, que partía de cotas muy bajas, consiguió, gracias a una mayor demanda, frenar la salida generalizada de
materias primas y transformar parte de ellas itt situ.

Así nacen artesanías del tejido —en las que a la lana se van sumando el lino e, incluso, la seda—, del cuero, del metal y del barro, para las que se hace venir oficiales de fuera del archipiélago, lo que es prueba de
su irrelevancia anterior.

Todas ellas se mantienen en niveles de consumo corriente, dejando las producciones de calidad o de especialización, como ciertas piezas metálicas, a la importación.

Pero junto a éstas aparecen labores que alcanzan un carácter «industrial» o que precisan un alto nivel técnico.

En el primer caso se encuentra la producción de azúcar, que requería una división y especialización del trabajo, así como grandes aportaciones humanas, técnicas y de capital.

El segundo supuesto está representado por las serrerías hidráulicas que —a pesar de hallarse ya en el álbum de Villar de Honnencourt— constituían una novedad técnica en la época.

El comercio por su parte va a conocer un portentoso desarrollo, fruto de un cúmulo de circunstancias: ventajosa posición de las islas en las rutas africanas, y, luego, americanas; existencia de productos de exportación; aumento de la producción y el consumo; afincamiento de colonias mercantiles, etc.


Eduardo AZNAR VALLEJO
(Universidad de La Laguna).

http://revistas.ucm.es/index.php/ELE...6120195A/24419