Fuente: Cruzado Español, Números 356-359, 15 de Enero – 1 de Marzo de 1973, páginas 10 – 12.



El porqué de la expulsión de los judíos de España

Por Manuel Torres


En el diario «La Vanguardia Española», de Barcelona, en su edición del 29 de Noviembre de 1972, apareció un escrito firmado por el Sr. Enrique Álvarez Cruz, titulado «Entrevistas en el más allá», y con el subtítulo «Fray Tomás de Torquemada».

El autor viene dedicándose, de un tiempo a esta parte, a «entrevistas» con diversos personajes que hace tiempo dejaron el mundo de los vivos. Nada habría que objetar a ello si, de estas conversaciones, se dedujeran enseñanzas que sirvieran de recta orientación para los que aún no hemos traspuesto la barrera final de esta vida.

Ignoro el texto de sus anteriores entrevistas, porque leí solamente los títulos; pero a la que me he referido al principio, despertó mi curiosidad, por tratarse de un personaje tan discutido.

En el diálogo sostenido entre el autor y Torquemada salen a relucir, preferentemente, las actuaciones del Santo Tribunal de la Inquisición, al que el autor, medio en broma y medio en serio, deja traslucir su antipatía.

Se refiere especialmente a la expulsión de los judíos, aconsejada por Torquemada a los Reyes Católicos, que, como es sabido, tuvo efecto después de finalizar la Reconquista, con la Toma de Granada.

Entresaquemos de este diálogo una pregunta y la consiguiente respuesta:

«Autor: ¿Y por qué no lo propuso Vd. antes?

Torquemada: (con gesto pícaro). ¡Hombre, porque eran los banqueros judíos los que sufragaban, en muy buena parte, los gastos de la guerra!».

La respuesta me pareció que no concordaba con lo que cuentan prestigiosos historiadores sobre el particular, y, deseoso de aclarar mis dudas, decidí, a mi vez, entrevistarme con D. Tomás.

Pasado algún tiempo, logré mi propósito, haciéndome el encontradizo con él. Ya en su presencia, después de besarle respetuosamente la mano («desfasado» que uno es), entré en seguida en el tema que me llevó allí, y puse en sus manos el artículo de marras.

Mientras lo leía con atención, un rictus de sorpresa contraía su rostro, y, al terminar, me dijo:

Indudablemente este Señor ha sufrido un despiste, y, mientras creía hablar conmigo, en realidad lo haría con algún rabino de aquella época, iniciador quizás de lo que luego fue conocido como “leyenda negra”, pues todo el escrito despide un olorcillo a la misma.

En cuanto al dinero de los banqueros judíos, no estará de más que recordemos que, en su mayor parte, había sido amontonado con malas artes, sobre todo con usuras, habiendo actuado como verdaderas sanguijuelas sobre la sociedad cristiana. No en vano les aconseja el Talmud, verdadero aborto del Infierno, que lleva en su seno un sinfín de máximas y consejos a los hebreos para procurar la ruina y llevar a la esclavitud a todos los pueblos no judíos.

Veamos algunos de sus textos, que vienen a cuento para este caso:

«Dios ha dado a los judíos toda potestad sobre los bienes y la sangre de todos los pueblos» (Seph. sk. ef. 25; Jalk. Sehim. f. 83, n. 563).

«Está permitido robar a todo el que no sea judío» (Jad. chas. 4, 9, 1).

«Se prohíbe prestar sin usura a los no judíos» (Aboda. s. f. 77, 1 pisk. Tos. 1).

«La vida del no judío está en tus manos, y con más razón su dinero» (Sobre. el Pent. 214, 1).

Como supongo que Vd. querrá conocer directamente de mí cuáles fueron los motivos que determinaron aquella expulsión, se los voy a explicar lo más resumidamente posible, pues sospecho que a Vd. le urge volver a sus habituales ocupaciones.

Sucedió que, a finales del siglo XV, los judíos de Toledo, aconsejados por unos franceses, hermanos de raza, decidieron fabricar un hechizo, con el cual podrían dar muerte a los Inquisidores de la ciudad. Para ello era necesario que entre los ingredientes, y como elementos indispensables, figuraran el corazón de un niño cristiano, sacrificado en Viernes Santo, y una Hostia Consagrada.

Vivía en la ciudad de Toledo, en la casa señalada hoy con el número 5, del barrio de San Andrés, una familia muy modesta, formada por Alonso Pasamontes, de oficio leñador, su esposa Juana la Guindera, ciega, y el hijo de ambos, llamado Juan, de unos cuatro o cinco años.

La mujer, muy devota del Cristo Tendido, que se venera en la Catedral, iba todos los días a rezar, humildemente, ante la Imagen de su devoción, acompañándole su hijo, que le servía de tierno lazarillo.

Mientras la madre ciega elevaba sus súplicas al Altísimo, el niño solía hacer una escapada, y salía por la Puerta de la Presentación al claustro bajo de la Catedral, con ánimo de juguetear un poco.

Alguien tenía observadas estas andanzas, y, en una mañana del mes de Agosto de 1490, cuando el niño llegó al claustro, se le acercó un hombre sencillo, de aspecto pueblerino, que le dice ser tío suyo, que le besa y halaga, dándole unas golosinas y prometiéndole algunas chucherías.

El niño sigue confiado al que iba a ser su secuestrador, y que era, en realidad, un judío «converso». Se le llevó primero a Quintanar; después al pueblo de La Guardia, donde le esperaban otros «cristianos nuevos». En ese pueblo quedó secuestrado el niño, del cual su raptor decía a la gente que era hijo suyo.

Llegó por fin el día escogido por aquellos malvados para sacrificar al inocente niño: era el 31 de Marzo de 1491, en que se celebraba aquel año el Viernes Santo.

El lugar del sacrificio iba a ser una cueva natural, formada por unas rocas, que hay en el término de La Guardia, a unos dos kilómetros del pueblo, y que fue escogido por aquellos sayones por ser sitio muy escondido y raramente frecuentado.

Llevaron, pues, al niño allí, de noche, haciéndole subir la cuesta que hay para llegar a la cueva cargado con la cruz que iba a ser el instrumento de su martirio.

Cayó el niño tres veces, agobiado por el peso de la cruz. Hoy existen tres capillitas que recuerdan los lugares de dichas caídas.

No olvidaron aquellos verdugos ninguno de los tormentos que, en la Pasión, había sufrido Jesucristo Nuestro Señor. Así pues, luego de atarle las manos, le azotaron bárbaramente, le escupieron, le coronaron de espinas, y, finalmente, dentro de la cueva, le crucificaron, recogiendo en vasijas parte de la sangre, y le arrancaron el corazón, que tenía que utilizarse para el maleficio que se proponían.

Hoy, una Capilla, en que se venera la imagen del Santo, encierra esta cueva, en la que todavía perduran las huellas de sangre del horrendo sacrificio, que el tiempo ha respetado para perenne testimonio.

Una nota optimista hay que recordar, después de tantos horrores, y es que, como luego se comprobó, en la misma hora que expiraba el Santo Niño, su madre recobró portentosamente la vista. Era el primer milagro del nuevo Santo.

Si, al visitar la maravillosa Catedral de Toledo, se adentra por la Puerta del Perdón, al descender sus pétreas escaleras, lanzando una mirada a derecha e izquierda, se ven dos obras de crudo realismo, debidas a los pinceles del genial Bayeu, referentes al martirio del Santo Niño. En una de ellas, clavada en la cruz la víctima, un sicario escarba en las entrañas del infante, en la búsqueda de su corazón.

El cerebro organizador de tan abominable crimen era el judío converso, Benito García de las Mesuras. Por un hecho prodigioso se inició su descubrimiento. De paso hacia Zamora, donde estaba proyectada la preparación del hechizo, se detuvo en Ávila, y allí se fue, con máximo disimulo, a orar (?) en la Catedral. Los fieles se dieron cuenta de que salían de su bolsillo unos inexplicables resplandores, y, al salir Benito de la Catedral, siguieron con sigilo sus pasos, que terminaron en una posada.

Como habían sido advertidas las autoridades del extraño sucedido, a la posada se dirigieron para ver si se podía aclarar el motivo del misterioso suceso.

Efectivamente, después de ser estrechado a preguntas, a las que respondía con evasivas, se observó en él una extraña turbación, hasta que, después de incurrir en varias contradicciones, se aclaró por fin que, escondida en un librito que llevaba en un bolsillo, se hallaba una Sagrada Forma que le había proporcionado, mediante soborno, el sacristán de La Guardia, y en otro bolsillo, cuidadosamente envuelto, un corazón sangrante.

No tuvo más remedio que confesar su crimen, y, al cabo de mucho tiempo, aunque se resistió mucho a ello, declarar quiénes eran sus diez cómplices.

Como en aquellos tiempos no se usaban las blandenguerías con que ahora, según mis noticias, se trata a los mayores criminales, se dio el castigo merecido a los que se juzgó más culpables.

Cuando los habitantes de aquella región se enteraron de lo ocurrido, no quiera Vd. saber los esfuerzos que hubo que hacer para que no derivase, la indignación que se produjo, en una matanza general de judíos, como en otras ocasiones había ocurrido, no sólo en España, sino en casi todos los países de Europa. Bien se lamentan de ello los hebreos, aunque siempre silencian, seguramente por «modestia», las causas que motivaron tales matanzas.

Doña Isabel y D. Fernando estaban consternados por tan terrible suceso, y, como ya estaban cansados y abrumados por tantas judiadas, de toda índole, esto fue la gota de agua que hizo derramar el vaso de su indignación, y decidieron la expulsión de los perversos seguidores del Talmud.

No he de negar que en este sentido les aconsejé, pues, además de creer que era una medida de seguridad para el país, era la única forma de desarmar el brazo de la indignación popular, y evitar un intento de exterminio general.

Ya tiene, pues, mi explicación de cómo se desarrolló la tan debatida cuestión. En mi larga experiencia de tratar asuntos tan desagradables, he comprobado muchas veces que ciertas afinidades de sangre incitan, a algunas personas, a perfilar intentos de blanquear lo negro o negrear lo blanco.

Volviendo al tema de la expulsión de los judíos, debemos recordar que quedaban excluidos de la misma los que se convirtieran al Cristianismo y se bautizaran.

Fueron muchos los que se acogieron a esta tabla de salvación, aunque su sinceridad no fue unánime ni mucho menos, siendo difícil determinar la cuantía de los que lo hicieron por verdadera conversión, y la de los que la simularon, pero siguieron secretamente adheridos a la Sinagoga. Entre éstos, desde luego muy numerosos, como atestiguan diferentes autores hebreos, HA CONTINUADO SU JUDAÍSMO SECRETO, transmitido de padres a hijos, HASTA LOS TIEMPOS ACTUALES, y no es difícil detectar su influencia en todas las actividades de la sociedad, siendo, de un tiempo a esta parte, donde más se detecta, en las áreas política y religiosa.

En la primera, entre los que trabajan, por medio de la palabra y por escrito, para llegar a soluciones de tipo «liberal democrático» (recordémoslo como hijo de la Revolución Francesa, que fue incubada y dirigida en los conciliábulos judíos, como de ello se alaban diversos autores de esta raza), y entre los que propugnan soluciones de tipo marxista.

Y en el campo religioso, entre los que, infiltrados en la Santa Iglesia, están haciendo todo lo posible para dinamitarla desde dentro.

Suponer que, porque fueron expulsados en aquella época, ya no existen judíos en España, sería de una candidez infantil.

Antes de terminar, voy a explicarle cómo me enteré del origen del «crimen ritual» judaico, tantas veces practicado en el transcurso de los siglos.

En Italia, en la ciudad de Trento, año 1472, los judíos de la ciudad sacrificaron a un tierno niño cristiano, en Viernes Santo, con el ritual de costumbre, o sea, haciéndole sufrir todos los tormentos de la Pasión del Señor, y recogiendo en vasijas su sangre.

El niño martirizado en esta ocasión, se venera hoy en los altares con el nombre de S. Simón, y se conmemora su festividad el 24 de Marzo.

Habiendo sido descubiertos los culpables, es de notar una de las declaraciones, que consta en las actas del proceso, del israelita Samuel, que son del tenor siguiente:

«Que, al empezar a extenderse por todo el mundo la Religión Cristiana, los rabinos de Babilonia y sus contornos tuvieron Junta para tratar de los medios más conducentes a dar estabilidad a la Sinagoga, cuarteada y próxima a derrumbarse con la dispersión general de los miembros de su secta.

Por consejo de los más sabios decidióse que debía sacrificarse, por Pascua, un niño cristiano. La sangre de esta víctima, inmolada como Jesucristo, debía mezclarse con los acostumbrados manjares de la cena.

Declararon dicho rito obligatorio, y, como tal, lo consignaron en el Talmud de Babilonia.

Los judíos de Occidente, por temor a la justicia, no dejaron constancia escrita de este rito, pero lo transmiten de padres a hijos verbalmente».

Muchas más cosas podría contarle sobre las actividades de esta clase de gente, tanto de mi época como de la actual, pues información no me falta. Pero dejémoslo por hoy, y, si Vd. lo desea, algún día podemos reanudar nuestra charla.