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Tema: Meditación pascual

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    Meditación pascual

    Meditación pascual

    Por
    Mons. Carlo Maria Viganò


    23/03/2021



    SI INIQUITATES OBSERVAVERIS, DOMINE: DOMINE, QUIS SUSTINEBIT? Sal. 129, 3
    Mors et vita duello
    conflixere mirando.

    El año pasado, mediante una decisión tan incomprensible como desafortunada, y por primera vez en la era cristiana, la jerarquía católica limitó la celebración pascual ateniéndose al discurso dominante de la pandemia. Muchos fieles, obligados a someterse a un confinamiento que demostró ser inútil y contraproducente, pudieron participar espiritualmente en el Santo Sacrificio asistiendo a las ceremonias litúrgicas en línea. Ha pasado un año y todo sigue igual que entonces, y ahora nos repiten constantemente que debemos prepararnos para más confinamiento para que la población se pueda someter a un suero génico experimental impuesto por el lobby farmacéutico, y ello a pesar de que se desconocen los efectos secundarios a largo plazo. En numerosos países comienza a prohibirse su utilización en vista de fallecimientos a consecuencia de la vacunación. Pero a pesar de la machacante campaña de terror por parte de los medios, los tratamientos están demostrando ser eficaces y capaces de reducir drásticamente las hospitalizaciones y, en consecuencia, el número de defunciones.

    Los católicos estamos llamados a entender la medida en que, desde hace más de un año, la humanidad entera ha sido obligada a sufrir en nombre de una emergencia que, con los datos oficiales a la vista, ha causado un número de bajas similar al de años anteriores. Estamos llamados a comprender antes que a creer; porque si el Señor nos ha dotado de inteligencia, lo ha hecho para que hagamos uso de ella a fin de reconocer y juzgar la realidad que nos rodea. En el acto de fe el bautizado no renuncia a su racionalidad en un fideísmo acrítico, sino que acepta lo que le revela el Señor inclinándose ante la autoridad de Dios, que no nos engaña y es la Verdad misma.

    Nuestra capacidad para penetrar (intus legere) lo que sucede nos protege, a la luz de la Gracia, para que no caigamos en esa especie de irracionalidad imprudente que manifiestan quienes hasta ayer ensalzaban la ciencia como necesario antídoto a la superstición religiosa y hoy enaltecen a los autoproclamados expertos como nuevos sacerdotes de la pandemia, renegando de los más elementales principios de la medicina. Y si para el cristiano una epidemia es una saludable llamada a la conversión y a la penitencia por los pecados de las personas y de las naciones, para los seguidores de la religión sanitaria un síndrome gripal que tiene cura es el grito de la Madre Tierra violada por la humanidad; madrastra naturaleza a la que muchos recurren con las palabras de Leopardi: «¿Por qué no das lo que prometiste? ¿Hasta ese punto engañas a tus hijos?»

    Observamos que la crueldad tribal, aquella primitiva fuerza que como un virus planetario pretende exterminarnos, no reside en la naturaleza, de la cual el Creador es admirable artífice, sino en una élite sometida a la ideología mundialista, que por un lado quiere imponer la tiranía del Nuevo Orden Mundial, y por otro, con miras a mantenerse en el poder, remunera generosamente a cuantos se ponen a su servicio. Los rebeldes, los que resisten, son por el contrario desprovistos en sus posesiones, privados de libertad y obligados a someterse a pruebas de dudosa credibilidad e ineficaces vacunas en nombre de un bien superior que deben aceptar sin la menor posibilidad de disentimiento o crítica.

    Hace unos días una señora, creyendo dar la impresión de tener sentido común, afirmó que era necesario someterse a normas como el uso de mascarilla y el distanciamiento social, no sólo por su eficacia, sino también para apoyar a las autoridades para que suavicen las medidas hasta ahora adoptadas: «Si nos ponemos el tapabocas y nos vacunamos, tal vez nos dejen volver a vivir», comentaba. Un anciano repuso a esta afirmación que en la Alemania de los años treinta algún judío podría haber pensado que si se cosía en la chaqueta una estrella de David aplacaría los delirios de Hitler, evitando así mayores abusos y librándose de la deportación. La señora quedó impactada por esta serena observación al darse cuenta de la inquietante semejanza entre la dictadura nazi y la locura de la pandemia que estamos viviendo; entre la forma en que tanto entonces como ahora se ha podido imponer una tiranía a millones de ciudadanos coaccionándolos con el miedo. Los alemanes se dejaron convencer, obedecieron y no reaccionaron a la vulneración de los derechos de súbditos alemanes cuyo único delito era ser judíos, y ellos mismos delataban a las autoridades civiles a quienes cometían aquel supuesto delito. Me pregunto: ¿qué diferencia hay entre denunciar a un vecino que esconde a una familia judía, y delatar entusiásticamente a las autoridades civiles a quienes incumplen las normas y recibe a unos amigos en casa incumpliendo una disposición inconstitucional que coarta las libertades de los ciudadanos? ¿Acaso en ambos casos los delatores no cumplen la ley y observan las normas, en tanto que esas normas conculcan los derechos de una parte de la población, criminalizándola, ayer por motivos raciales y hoy por motivos de salud? ¿Es que no hemos aprendido nada de los horrores del pasado?

    La voz de la Iglesia invoca a Su Divina Majestad diciéndole: «Flagella tuae iracundiae, quae pro peccatis nostris meremur» [aparta tu ira, que merecemos por nuestros pecados]. Estos flagelos divinos se han manifestado a lo largo de la historia en forma de guerras, epidemias y hambrunas; hoy en día se manifiestan mediante la tiranía del mundialismo, que es capaz de causar más víctimas que una contienda mundial y de destruir la economía de las naciones con más intensidad que un terremoto. Hay que entender que si el Señor permite que se salgan con la suya los creadores de la emergencia covidiana, ello redundará sin duda en mayor bien para nosotros. Porque lo poco que quedaba en la sociedad actual que hubiera sido inspirado por la civilización cristiana y hasta ayer se consideraba normal y se daba por sentado, actualmente está prohibido: hacer uso de nuestras libertades fundamentales, ir a la iglesia a rezar, salir con nuestras amistades, cenar con familiares, poder abrir una tienda o un restaurante para ganarse honradamente la vida, ir a clase o viajar.

    Si esta pseudopandemia es un castigo divino, no es difícil entender por qué pecados nos castiga el Cielo: delitos, aborto, homicidios, divorcio, perversiones, vicio, robos, engaños, traiciones, profanaciones, crueldad. Los pecados de los enemigos Dios y los pecados de sus amigos. Pecados de laicos y pecados del clero, de los humildes y de los dirigentes, de los gobernados y de los gobernantes, de jóvenes y mayores, de hombres y mujeres.

    Se equivocan los que creen que esta conculcación de nuestros derechos naturales carece de significado sobrenatural y que no tiene importancia la parte que nos toca de responsabilidad por hacernos cómplices de lo que pasa. Jesucristo es Señor de la Historia, y los que quieren desterrar al Príncipe de la Paz del mundo que Él creó y redimió con su preciosísima Sangre no quieren aceptar la derrota inevitable de Satanás, perdedor por la eternidad. Así pues, en un delirio que tiene todas las características de la soberbia, sus siervos actúan como si la victoria del mal fuera ya inevitable, cuando en realidad es inevitablemente efímera y momentánea. El justo castigo que aguarda nos hará recordar al pueblo de Israel después de atravesar el Mar Rojo, pues el Faraón no habría podido hacer nada si Dios no se lo hubiera permitido.

    La Pascua cristiana, la verdadera Pascua de la que apenas fue una figura la del Antiguo Testamento, se cumplió en el Gólgota, en el bendito madero de la Cruz. Jesucristo es perfecto Altar, Sacerdote y Víctima de dicho sacrificio. El Cordero de Dios, señalado por el Precursor en las orillas del Jordán, asumió sobre Sí todos los pecados del mundo a fin de ofrecerse al Padre como víctima humana y divina, restableciendo con su Sangre el orden que había transgredido nuestro primer padre Adán. Allí, en el Calvario, fue donde tuvo lugar el Gran Reinicio, gracias al cual la deuda inextinguible de los hijos de Adán fue borrada por los infinitos méritos de la Pasión del Redentor, que nos rescató de la servidumbre del pecado y la muerte.

    Sin arrepentimiento de los pecados, sin propósito de enmienda y de conformarnos a la voluntad de Dios, no podemos esperar que desaparezcan las consecuencias de nuestros pecados, que ofenden a la Divina Majestad y sólo pueden ser aplacados por la penitencia. Nuestro Señor nos enseñó el camino real de la Cruz: «Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos» (1 Pe. 2,21). Tomemos cada uno nuestra cruz, negándonos a nosotros mismos y siguiendo al Divino Maestro. Acerquémonos a la Santa Pascua conscientes de que en todo momento estamos bajo la mirada del Señor: «Erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas» (1 Pe. 2,25). Recordemos asimismo que en el Día de la Ira todos lo tendremos ciertamente como juez, pero gracias al Bautismo hemos adquirido el derecho de reconocerlo como hermano y amigo.

    Pedimos al Juez Supremo, con palabras tomadas de las Escrituras: «Discerne causam meam de gente non sancta, ab homine iniquo et doloso erue me» [defiende mi causa contra la gente malvada; del hombre perverso y engañoso líbrame]. Al Padre misericordioso que por su divino Hijo nos ha hecho herederos de gloria eterna dirigimos humildemente las palabras de David: «Amplius lava me ab iniquitate mea, et a peccato meo munda me» [lávame cada vez más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado]. Y al Espíritu Paráclito, rogamos: «Da virtutis meritum, da salutis exitum, da perenne gaudium» [recompensa la virtud, concédenos la libertad de la salvación y danos dicha eterna].

    Si de verdad queremos que esta supuesta pandemia se venga abajo como un castillo de naipes –como ha sucedido siempre con plagas mucho mayores–, no nos olvidemos de reconocer a Dios y nada más que a Dios, cuya señoría universal usurpamos cada vez que pecamos, cuando nos negamos a obedecer su Santa Ley haciéndonos con ello esclavos de Satanás. Si deseamos la paz de Cristo, es Cristo quien debe reinar y es a su Reino al que debemos aspirar, empezando por nosotros mismos, nuestra familia, nuestras amistades y conocidos y de nuestra parroquia. Advenita regnum tuum. Y si por el contrario permitimos que se implanten la odiosa tiranía del pecado y la rebelión contra Cristo, la locura del covid no será sino el comienzo de la llegada del infierno a la Tierra.

    Preparémonos, pues, para la Confesión y la Comunión pascual con espíritu de reparación y expiación por nuestros pecados, por los de nuestros hermanos, por los del clero y por los de quienes nos gobiernan. El verdadero renacimiento al que todos debemos aspirar debe ser la vida de la Gracia, de la amistad con Dios y la perseverancia en el trato con su santísima Madre y con los santos. Eso de que nada volverá a ser como antes habrá de ser lo que digamos al salir del confesonario resueltos a no pecar más, ofreciendo nuestro corazón al Rey de la Eucaristía como un trono en el que le plazca habitar, y consagrándole toda obra, pensamiento y hasta cada bocanada de aire que respiremos.

    Sean éstos nuestros deseos para la inminente Pascua de Resurrección, bajo la amable mirada de Nuestra Reina y Señora, Corredentora y Mediadora de todas las gracias.

    +Arzobispo Carlo Maria Viganò


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    Re: Meditación pascual

    Ecce ascendimus Ierosolymam

    Por Roberto De Mattei

    02/04/2021

    Ecce ascendimus Ierosolymam: «He aquí que subimos a Jerusalén». Éstas son las palabras que dirige Jesús a los Apóstoles cuando al final del retiro que tuvo con ellos tras la resurrección de Lázaro sale de la ciudad de Efraín para dirigirse a Jerusalén.

    Ecce: ha llegado el momento en que se cumplirá la misión del Redentor;ascendimus: el camino que debe recorrer, que es el de la Cruz salvífica, es cuesta arriba y se contrapone al largo camino descendente que lleva a la perdición eterna; Ierosolymam: la meta es Jerusalén, la ciudad santa en la que, por las numerosas razones que explica Santo Tomás, convenía que padeciera la Pasión (Summa Theologiae, q. 46, a. 10).

    El acontecimiento supremo al que siempre había dirigido sus pensamientos había llegado, y Jesús, que conoce el lugar de dicho acontecimiento, así como la hora y las circunstancias, precede con paso decidido a los Apóstoles, que lo siguen estupefactos y temerosos. «Erant autem in via ascendentes Ierosolymam: et praecedebat illos Jesus, et stupebant, et sequentes timebant» (Jn. 11, 54; Mc 10, 32). Jesús avanza como un soldado que marcha a la batalla, porque está decidido a apurar hasta la última gota el cáliz de su Pasión. Se asemeja a aquel «sumo capitán general de los buenos» que describe San Ignacio (Ejercicios espirituales, nº 138); como un caudillo noble y real que convoca bajo su estandarte ensangrentado a todos los que desean participar en el gran misterio de la Pasión y Resurrección: «He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y escribas, y lo condenarán a muerte. Y lo entregarán a los gentiles, para que lo escarnezcan, lo azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día resucitará» (Mt. 20, 18-19; Mc. 10, 33-34; Lc, 18, 31-33).

    Pero los Apóstoles «Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba» (Lc. 18,34). Y eso que no era la primera vez que Jesús les revelaba estos misterios. Después de que Pedro hubo confesado en Cesarea que Jesús era «el Cristo, el HIjo de Dios vivo», cuenta el Evangelio que «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser condenado a muerte y, resucitar al tercer día» (Mt. 16, 21). Llamándolo aparte, Pedro se puso a reprenderle con estas palabras: «Mas Pedro, tomándolo aparte, se puso a reconvenirle, diciendo: “¡Lejos de Ti, Señor! Esto no te sucederá “»,3 Pero Él volviéndose, dijo a Pedro: “¡Quítateme de delante, Satanás! ¡Un tropiezo eres para Mí, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!”» (Mc. 8, 31-33).

    Los Apóstoles carecían del sentido de Dios, porque no entendían el sentido del sufrimiento y esperaban que Jesús se libraría de los fariseos como había hecho en otras ocasiones en que lo buscaron para matarlo. Todavía les faltaba lo que San Luis María Grignion de Monfort llamó la sabiduría de la Cruz: «ciencia sabrosa y experimental de la verdad que permite contemplar, a la luz de la fe, los misterios más ocultos; entre ellos el de la Cruz» (Carta a los amigos de la Cruz, nº 45).

    Cuando Jerusalén, ciudad relicario de la Pasión, fue ocupada por los infieles, meditar en las palabras de Jesús «Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí» (Mt. 16, 21-27) motivó al beato Urbano II a convocar a la Cristiandad para liberar el Santo Sepulcro. Nació así la primera epopeya cristiana de la historia: el movimiento de las Cruzadas. «Ecce ascendimus Ierosolymam», exclamó Godofredo de Bouillon al amanecer del 7 de junio de 1099, cuando las cúpulas de la Ciudad Santa se mostraron a la vista de los combatientes cristianos. El nombre de Jerusalén fue el grito de batalla de los cuarenta mil peregrinos armados que el 15 de julio liberaron la Santa Ciudad del sacrílego dominio de los sarracenos.

    Pero más que una ciudad terrestre, Jerusalén es la ciudad en que se cumple el misterio de la Cruz para todo cristiano. Desde lo alto de los Cielos, escribe San Luis María Grignion de Monfort, la mirada de Dios no contempla a los poderosos de la Tierra, sino a «mira al hombre que lucha por Él contra la fortuna, el mundo y el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva la cruz con alegría» (Carta a los amigos de la Cruz, nº 55).

    En este sentido, subir a Jerusalén es un programa de militancia católica. «Ya estamos aquí. Ecce ascendimus Ierosolymam, afirmó el beato Florentino Asensio Barroso, creado por Pío XI obispo titular de Euroea y administrador apostólico de Barbastro, cuando el 16 de marzo de 1936 entró en su diócesis, donde tres meses más tarde sería torturado, castrado y muerto por milicianos anarquistas y comunistas. Sus palabras sintetizan las de todos los que a lo largo de la historia han optado y optarán por combatir por Jerusalén contra la Revolución, aceptando ofensas, calumnias, persecuciones, y si es necesario la muerte, que pida Jesús por amor a Él.

    Como explica San Agustín, Jerusalén es en un sentido espiritual la Iglesia (La ciudad de Dios, 17, 16,2), objeto de las persecuciones revolucionarias de los siglos XX y XXI, amén de un proceso de autodemolición que agrava su pasión. El 13 de julio de 1917, la Virgen anunció en Fátima que si el mundo no se convertía Rusia propagaría sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia: «Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, y varias naciones serán destruidas. Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará».

    Ante esta perspectiva, que es la de nuestro tiempo, el católico militante tiene que estar dispuesto a ofrendar en sacrificio la propia vida, con la misma determinación serena con que subió Nuestro Señor a Jerusalén. El triunfo del Corazón Inmaculado de María supondrá el momento de la resurrección histórica de la Iglesia, que prefigurará el de la Jerusalén eterna en los Cielos.

    «Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, teniendo la gloria de Dios; su luminar era semejante a una piedra preciosísima, cual piedra de jaspe cristalina» Ap.21,10-11).
    Jerusalén significa visión de paz., La paz es la tranquilidad en el orden, y Jerusalén es la ciudad inmortal de los ángeles y los santos, donde el orden divino triunfa en su inmutable perfección.

    San Pablo nos recuerda que somos ciudadanos del Cielo (Filipenses 3,20, Efesios 2,18-19, Heb.13,4), y la Jerusalén celestial es la patria que aguarda a los elegidos al fin de su vida terrena. Ecce ascendimus Ierosolymam, serán las palabras que con infinita dulzura dirigirá la Virgen a sus devotos a la hora de la muerte para llevarlos a la eternidad feliz del Paraíso.



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    Re: Meditación pascual

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    Passio Ecclesiae: Meditación sobre la Pasión y Muerte de Cristo


    Meditazione in Passione et Morte Domini

    Ésta es la hora vuestra, y la potestad de la tiniebla.Lc. 22, 53


    Los textos de la liturgia del Triduo Sacro nos impactan como un latigazo por la cruda brutalidad de los tormentos a los que fue sometido el Salvador por voluntad del Sanedrín, bajo órdenes del procurador romano. Las masas, instigadas por los sumos sacerdotes, invocan la sangre inocente del Hijo de Dios sobre ellos y sobre sus propios hijos, renegando en pocos días del homenaje que le rindieron en la entrada en Jerusalén. Las aclamaciones y hosannas se han transformado en crucifícales, y las palmas en bastones y látigos. Así son de confiables las multitudes: son capaces de tributar honores con la misma convicción con la que pocos días más tarde se decreta la condena a muerte.

    ¿Quiénes son los protagonistas y responsables de esta condena? Judas, apóstol entre los doce, ladrón y traidor, que por treinta monedas entrega al Maestro a las autoridades eclesiásticas para que lo detengan. El Sanedrín, o sea la autoridad eclesiástica de la Ley Antigua, todavía en vigor en el momento de la Pasión; falsos testigos, pagados o sedientos de notoriedad, que acusan a Nuestro Señor contradiciéndose entre sí. El pueblo, mejor dicho las masas listas para manifestarse dejándose guiar por unos pocos hábiles manipuladores. El procurador Poncio Pilatos, representante del Emperador en Palestina, que emite una sentencia injusta pero con autoridad oficial. Y toda aquella patulea de subalternos anónimos que despliega una crueldad inaudita hacia un inocente sólo porque era lo que se esperaba de ellos: guardias del Templo, soldados del Sanedrín, soldados romanos y demás gentuza violenta.

    Nuestro Señor es condenado a muerte a pesar de que el magistrado supremo ha reconocido su inocencia. Accipite eum vos et crucifigite; ego enim non invenio in eo causam. Pilato no quiere enemistarse con los sumos sacerdotes ni con las turbas que éstos pueden manipular valiéndose del odio que sienten por los romanos que ocupan militarmente Palestina. Conoce el desprecio que le profesan los levitas y los ancianos del pueblo, que lo consideran un pagano al que no se deben ni acercar, hasta el punto de no querer contaminarse entrando en el pretorio; se quedan fuera, mientras maniobran para que la potencia temporal que los oprime se haga cómplice de su condena por blasfemia, es decir, por un delito de índole religiosa. Peor aún: para mandar a la muerte, sin condena, a un inocente. Innocens ego sum a sanguine justi hujus, dice Pilatos. Así la autoridad civil, por miedo a la arrogancia y al tumulto, se abstiene de hacer justicia; y así la autoridad espiritual, para no perder el poder que monopoliza, oculta las profecías, se obstina en no reconocer al Mesías prometido a pesar de las confirmaciones de su divinidad, y conspira para matar a Jesucristo porque, a decir verdad, se ha autoproclamado Dios. Los principales sacerdotes amenazan a Pilatos: Si hunc dimittis, non es amicus Cæsaris, y no les importa someterse al poder imperial con tal de mandar a su Rey a la muerte: Non habemus regem, nisi Cæsarem. Pero ¿el rey de los judíos no era Herodes?

    Hasta en la Cruz, cuando el Señor entona la antífona del propio Sacrificio con las palabras del salmista, Deus meus, Deus meus: ut quid me dereliquisti?, los que conocían de memoria las Escrituras fingen no reconocer en aquel grito solemne la última advertencia a la Sinagoga, presagio de la abolición del sacerdocio levítico y de la inminente destrucción del Templo, cuarenta años más tarde, a manos de Tito. En el Salmo 21 David profetiza lo que los judíos tenían ante los ojos y ya no estaban en situación de entender por culpa de su ceguedad. Aquella amonestación la oímos una vez más hoy en los improperios de la liturgia de Parasceve, estupefactos por la incredulidad del pueblo elegido y desgarrados por la no menos desgarradora renovación de la infidelidad del nuevo Israel, sus pontífices y sus ministros.

    En toda la liturgia del Triduo Pascual no hay una sola palabra que no resuene como una dolorosísima acusación; la acusación al Señor, que ve cómo se cumple en la traición de Judas y de su pueblo el acto mediante al cual las autoridades religiosas y civiles se alían contra el Señor y contra su Cristo: Astiterunt reges terrae, et principes convenerunt in unum, adversus Dominum, et adversus Christum ejus (Salmo 2,2).

    Dice Nuestro Señor: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como vosotros no sois del mundo – porque Yo os he entresacado del mundo– el mundo os odia. Acordaos de esta palabra que os dije: No es el siervo más grande que su Señor. Si me persiguieron a Mí, también os perseguirán a vosotros». Con esta amonestación, el Salvador nos recuerda que su santísima Pasión debe cumplirse también en el Cuerpo Místico, tanto en personas individuales a lo largo de los siglos como en la institución al final de los tiempos. Y no deja de ser significativa la correspondencia entre la Pasión de Cristo y la de la Iglesia.

    Yo diría que esta correspondencia es aún más evidente en estas horas de tinieblas en las que el poder del nuevo sanedrín infiel y corrupto se ha aliado con el poder temporal para perseguir a Nuestro Señor y a cuantos le son fieles. También hoy los principales sacerdotes, sedientos de poder y ávidos de complacer al imperio que los tiene sojuzgados, recurren a Pilatos para que condene a los católicos, acusándolos de blasfemia por no querer aceptar la traición de los que tienen autoridad sobre ellos. Los apóstoles y los mártires de ayer viven de nuevo en los apóstoles y los mártires de hoy, a los cuales por el momento se les niega el privilegio del martirio cruento pero no la persecución, el ostracismo y la irrisión. Volvemos a encontrarnos con Judas, que vende al Sanedrín a los buenos pastores; con los falsos testigos, los sinvergüenzas, los que soliviantan a las masas, los guardianes del Templo y la guardia pretoriana. Vemos nuevamente a Caifás rasgándose las vestiduras, a San Pedro negando al Señor y a los Apóstoles huyendo y escondiéndose; a quienes ponen sobre la Iglesia una corona de espinas, se burlan y la abofetean, la azotan y la hacen objeto de escarnio; a quienes la cargan con la cruz de los escándalos de sus ministros y los pecados de sus fieles; también hoy hay quienes empapan la esponja en vinagre y traspasan con una lanza el costado de la Iglesia; e igualmente es echada a suertes una túnica inconsútil. Pero igual que ayer, la Madre de la Iglesia y un Apóstol seguirán al pie de la Cruz, dando testimonio de la Passio Ecclesiae como en su tiempo lo dieron de la Passio Christi.

    Que en estas horas de silencio y recogimiento cada uno de nosotros se examine a sí mismo. Preguntémonos si en la acción litúrgica de los últimos tiempos queremos contarnos entre los que por puro conformismo miran para otro lado, golpean a su Jefe y le escupen al Señor mientras pasa camino del Calvario. Preguntémonos si en esta sagrada representación tendremos valor para enjugar el Santo Rostro ensangrentado de Cristo en la imagen devastada de la Iglesia, si sabremos como el Cirineo ayudarle a llevar la Cruz, si como José de Arimatea le ofreceremos un lugar digno en que repose hasta que resucite. Preguntémonos cuántas veces habremos abofeteado a Cristo, poniéndonos de parte del Sanedrín y los sumos sacerdotes, cuántas veces habremos puesto el respeto humano por encima de la fe, cuántas veces habremos aceptado treinta monedas a cambio de traicionar y entregar al Salvador en sus buenos ministros a los principales sacerdotes y ancianos del pueblo.

    Cuando la Iglesia exclame consumatum est bajo un cielo ennegrecido mientras tiembla la tierra y el velo del Templo se desgarra de arriba abajo, lo que falta a los padecimientos de Cristo (Col.1,24) se cumplirá en el Cuerpo Místico. Esperemos al descendimiento de la Cruz, el santo entierro en el sepulcro, el silencio absorto y mudo de la naturaleza y el descenso a los infiernos. En este caso será también la guardia del Templo la que vigile para que no resurja la pusillus grex, y dirán una vez más que sus secuaces han venido para robar el cadáver.

    Para la Santa Iglesia también habrá un Sábado Santo; habrá un exultet y un aleluya tras el dolor, la muerte y la sepultura. Scimus Christum surrexisse a mortuis vere: sabemos que con Él resucitará también su Cuerpo Místico, justo cuando sus ministros piensen que ya está todo perdido. Y reconocerán a la Iglesia, como reconocieron al Señor in fraccione panis.

    Estos son mis más sinceros deseos para esta Semana Santa y Pascua y para los tiempos que nos aguardan.

    + Carlo Maria Viganò, Arzobispo


    2 de abril de 2021
    Feria VI in Parasceve





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