La reforma gregoriana entra en la Iglesia hispana

José Carlos Sacristán Abad 26/10/2022



Dictatus Papae Gregorio VII

La “reforma gregoriana” toma su nombre del papa Gregorio VII (1073-1085) y designa el movimiento de reforma de la Iglesia promovido entre los siglos XI y XIII. Esta reforma pretendía evocar los tiempos del emperador Constantino, erradicando la simonía (pagar a un laico para obtener un beneficio o cobrar por administrar un sacramento), el nicolaísmo (matrimonio o concubinato de los clérigos) y la investidura de los oficios eclesiásticos por laicos.

Esta reforma situó tanto a clérigos como a laicos en sus posiciones naturales, de tal forma que los laicos debían pagar los diezmos, proteger a los clérigos y a las propiedades de la Iglesia y no intervenir en las iglesias. Los clérigos no debían prestar homenaje a reyes ni a nobles. Los clérigos tenían que diferenciarse de los laicos tanto en apariencia externa como en su forma de vida. No debían acogerse a los tribunales laicos, sino a la jurisdicción eclesiástica. De esta forma se pretendió depurar y dar libertad a la Iglesia.

Los papas establecieron una jerarquía en la Iglesia, en cuya base se debía encontrar la parroquia. Una corriente historiográfica considera que la reforma iniciada proviene de la llamada “reforma cluniacense”. Desde sus orígenes Cluny se sitúa bajo la protección del papado, al que apoya en la difusión de su autoridad. Del mismo modo, recibe la “libertad romana” que exime al monasterio del control episcopal debiéndose directamente al obispo de Roma.



Durante el siglo XI la Iglesia española no fue ajena a los movimientos reformistas. En Cataluña los contactos de obispos y abades con el papado habían sido frecuentes desde el siglo X. Los abades Garín y Oliba promovieron la reforma de los monasterios benedictinos en contacto con la Iglesia del sur de Francia. Los reinos de León, Navarra y Aragón vivieron al margen del Papa. Las Leyes de León (1017) defendieron la propiedad eclesiástica frente a la usurpación por laicos; Sancho III el Mayor de Navarra apoyó la implantación del monacato benedictino de inspiración cluniacense; los peregrinos del Camino de Santiago traían nuevas ideas del otro lado de los Pirineos; y el Concilio de Coyanza (1055) introdujo nuevos elementos con el fin de restaurar el antiguo orden en la Iglesia.

San Juan de la Peña, San Vitorián de Asan, San Pedro de Loarre

El cardenal Hugo era legado de Alejandro II en el sur de Francia desde 1063. En 1071 visitó el reino de Aragón, durante su estancia se acordó que tres importantes monasterios (San Juan de la Peña, San Vitorián de Asan y San Pedro de Loarre) abandonasen la liturgia hispana en favor de la romana.

Un relato escrito en el monasterio de San Millán cuenta que, ante la pretensión del legado de abolir el rito hispano, los obispos de Calahorra, Oca y Álava viajaron a Roma con cuatro libros litúrgicos para que el papa examinase su ortodoxia, que se aprobó. Es probable que esto fuese escrito años más tarde con el fin de defender el rito ya proscrito.

La iglesia visigoda había desarrollado una liturgia propia – conocida como hispana, visigoda, toledana o mozárabe-, diferente del rito franco-romano que se había difundido por el Imperio Carolingio. Las diferencias no eran radicales, pero si apreciables. Gregorio VII hizo del cambio de rito el punto central de su política con España. La adopción del rito suponía la aceptación de la autoridad papal efectiva.



El rito romano ya estaba implantado en Cataluña, también en algunas iglesias leonesas, como la catedral de Palencia, pero Gregorio VII buscaba la abolición total por considerar el rito herético, al estar impregnado de priscilianismo y arrianismo. De esta forma lo declaraba en las cartas dirigidas a los monarcas hispanos (1074), felicitando al rey de Aragón por haberlo aceptado y conminando a los de León y Navarra.

Gregorio VII continuó enviando legados a España y recurrió a los oficios del abad Hugo de Cluny para que aconsejase a Alfonso VI. Este rey heredó de su padre la devoción hacia la abadía de Borgoña. Si Fernando I prometió 1.000 monedas de oro anuales al abad, Alfonso VI lo elevó hasta 2.000 en 1077.



La decisión de Alfonso VI de implantar la liturgia romana se produjo antes de julio de 1077, cuando escribía al abad Hugo lamentando la perturbación que esto estaba causando en su reino. Las resistencias surgidas en el reino de León pudieron llevar al rey a tomar la decisión de hacer una introducción progresiva de la nueva liturgia. Para esto siguió el consejo de monje cluniacense Roberto, prior de San Isidro de Dueñas y representante del abad Hugo. El rey apreciaba en gran medida a este monje, que le había convencido para doblar la asignación anual a Cluny, y para donarle importantes monasterios como Santa María de Nájera (1079) y Sahagún (1079-1080).

La alianza de Alfonso VI con Cluny se reforzó por su matrimonio con una sobrina del abad Hugo, Constanza, hija del duque de Borgoña.

El legado Ricardo, informó al papa, para culpar al rey de incesto – Constanza era pariente de la primera mujer de Alfonso-. La respuesta del Gregorio VII fue durísima; incriminaba al rey de “concubinato ilícito” y le amenazaba con dirigir un ejército personalmente a España. Alfonso VI tuvo que ceder y la liturgia romana se estableció como oficial en el reino en un concilio celebrado en Burgos (1080-1081).

Monasterio de Silos y Monasterio san Millán de la Cogolla

Aun así, la liturgia hispana continuó en vigor en Toledo hasta el siglo XIII, mientras hubo una comunidad mozárabe importante. Monasterios como Silos o San Millán de la Cogolla, mantuvieron elementos de esta liturgia hasta el siglo XII.

Un objetivo fundamental de la “reforma gregoriana” fue acabar con las elecciones simoniacas de los obispos, es decir, con la intervención de los laicos en sus nombramientos. En España la reforma se desarrolló gracias a una alianza entre el papa y los reyes o condes. En la práctica estos siguieron interviniendo en la elección de los obispos.

Los obispos eran una pieza clave en la Iglesia gregoriana al reforzarse su control sobre las parroquias a costa de sus antiguos propietarios, laicos o monasterios. No fue sencillo, pues chocaba con la costumbre y los intereses económicos tanto de nobles, que poco a poco fueron donando sus iglesias a monasterios o catedrales, como de monasterios, que se consideraban con derecho por ser clérigos.

La reforma pretendía restaurar la organización diocesana y provincial. La realidad política entre los siglos XI y XII era que gran parte de la Península estaba ocupada por los musulmanes; los centros económicos y de poder de los cristianos se habían desplazado hacia el norte, se habían creado nuevas sedes en las nuevas capitales regias y condales. Simultáneamente se fueron demarcando las diócesis, en medio de conflictos entre obispos por las demarcaciones.

La restauración de las provincias eclesiásticas no fue menos conflictiva. Los obispados catalanes estaban adscritos a la metrópoli de Narbona. Los obispos de Cataluña no querían estar sometidos al arzobispo de Narbona ni al de Toledo. El obispo de Vich logró el título de metropolitano de Tarragona, tras convencer al papa; los obispos catalanes pasaron a formar parte de este arzobispo tarraconense.



En el reino de León el obispo de Braga consiguió en 1099 que el papa restaurase su provincia, lo que dejaba a Toledo sin parte de sus dependientes. Además, se multiplicaron las sedes exentas, es decir que dependían directamente de Roma y no de un metropolitano, Burgos (1096), León (1104) y Oviedo (1105). La situación se complicó más con la concesión a Santiago de la condición metropolitana (1120-1124), mediante el traslado allí de la sede de Mérida por Calixto II. El resultado fue un mapa eclesiástico que poco tenía que ver con el visigodo.



Los legados pontificios, tanto los enviados de más allá de los Pirineos como los obispos hispanos (Bernardo de Toledo, Diego de Gelmínez de Santiago), impulsaron la celebración de numerosos concilios en la primera mitad del siglo XIII para reformar la Iglesia y resolver los conflictos eclesiásticos.

En lo referente a la conducta del clero secular, preocupaba en especial el concubinato, y que sus hijos siguiesen sirviendo las mismas iglesias, se imponía también la tonsura. Las prescripciones morales se extendían a los laicos castigándose el adulterio, el concubinato y prohibiéndose el matrimonio entre parientes. Los monjes tampoco escapaban de la legislación: se les mandaba permanecer en los monasterios, sin vagabundear; se les prohibía ejercer como párrocos y tener concubinas.
El monacato hispano también experimentó cambios importantes. Se destaca la incorporación de la regla de san Benito más allá de Cataluña, para la consecución de esto Cluny desempeñó un papel fundamental.

Los cluniacenses potenciaron la dedicación de los monjes a la liturgia y el estudio, aumentando el número de salmos cantados en los coros, pero también las procesiones y otras oraciones.




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