Lasciate ogni speranza voi che entrate (abandonad toda esperanza los que entráis), decía según Dante a la entrada del Infierno.

«Muchos de los que duermen en el polvo de la Tierra se despertarán. Unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror perpetuo» (Daniel 12:3)

Eso es lo que hace de la vida humana semejante epopeya: que nos jugamos la eternidad.

Si ya no se habla del infierno, la gente pierde el temor de Dios. Ya no hay miedo al castigo. Se prefiere hablar solo de un Dios de amor, y Dios es amor, claro, pero precisamente porque nos ama y quiere lo mejor para nosotros nos ofrece la oportunidad de escoger el bien. Tenemos libre albedrío. Somos libres para elegir el bien. Si optamos por el mal, nosotros mismos nos perdemos, y Dios, claro, no puede hacer nada en ese caso, porque respeta nuestra libertad.

Hoy en día está mal visto hablar del Infierno. Ni siquiera se habla mucho del Cielo. Por eso cunde el mal. Si no tengo que dar cuenta de mis actos, puedo hacer lo que quiera. Si Dios es amor, ya me perdonará. Y de esa forma termina uno olvidándose, no ya del Infierno, sino hasta del mismo Dios al excluirlo de su vida.

«Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella» (S. Mateo 7:13).