Feliz Pascua a todos de mi parte también.
¡Feliz Pascua de Resurrección a todos los foreros! El Señor resucitó. ¡Aleluya! Pidámosle que ayude también a España, no a volver a la vida porque no esta muerta aunque sí bastante enferma, pero sí a recuperarse y volver a ser Ella misma.
Feliz Pascua a todos de mi parte también.
Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.
Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI
¡Viva Dios que nunca muere, y si muere resucita!
¡Feliz Pascua, el señor ha resucitado, no tengais miedo!
¿Teniendo en cuenta el estado de la meteorología en estos días no teneís anécdotas sobre la misa de Vigilia Pascual de anoche? Yo estuve bendiciendo el fuego bajo una intensa nevada, por momentos creía estar en la Misa del Gallo y no en la Vigilia Pascual
¡Cristo ha Resucitado! ¡ Ha vencido a la Muerte y nos ha salvado! ¡Bendito sea el Nombre del Señor, es un día grande!
¡FELIZ PASCUA A TODO EL MUNDO!
Ahora que sale el tema. Alguien que sea de Valencia o Cataluña, puede decirme si ¿la "Mona de Pascua" guarda alguna relación con el "Huevo de Pascua"?. Gracias de antemano.
No soy valenciano ni catalán, pero de todos modos sospecho que no tenga nada que ver, ya que los huevos y los conejos esos son algo de ayer por la mañana llegado de Gringolandia, como Satán Claus y el Halloween, que hasta hace pocos años no tenía tanto arraigo y popularidad entre nosotros.
http://barcelona.vivelaciudad.es/200...mona-de-pascua
La historia más verosímil sobre la mona en Catalunya, ya que en Valencia no se como es la tradición.
¡Feliz Pascua a todos! ¡El señor ha resucitado!
" el pueblo español fue y es antidemocrático, y para no serlo fue capaz de librar la gran guerra de la Independencia, las tres carlistas y la última guerra de Liberación. Esta fue y es la realidad histórica, quieran los demócratas o no; lo confiesen o no."
Anti-España 1959 Mauricio Carlavilla
" volad a las Armas, incorporaos con los defensores de la más justa y Sagrada Causa; podréis así salvar vuestra vida, a vuestra familia de la mendicidad, y hacer ver a la Nación entera que sois Cristianos Católicos, y que los Gallegos de la generación presente son, como los de las pasadas, leales a su legítimo Monarca "
Proclama carlista do capitán de partida Modesto Varela (1838)
Resucitar en Sevilla
POR JUAN MANUEL DE PRADA
Entra por mi ventana, en la mañana del Domingo, la exultación del bronce, todas las campanas de Sevilla anunciando que Cristo ha resucitado. En Sevilla la Semana Santa no es triste porque, como explicaba Antonio Burgos en su prodigioso pregón de este año, «hemos visto muchas veces esta película, siglos la llevamos viendo. Y sabemos que termina bien. Vamos, divinamente, porque es cosa de Dios. Sabemos que, aunque lo pase muy malamente, al final el bueno, el Muchacho, el hijo de la Señora Guapa, gana y se sale con la suya, que es morir para salvarnos. Y que después, además, resucita el Domingo». Y esta alegría presentida de la Resurrección, que es el Evangelio popular de Sevilla, es la que uno encuentra en cada esquina, la que asoma a los balcones engalanados, la que guía los pasos de los costaleros, la que trepa hasta las nubes, suplicando que no llueva. El hombre no puede caminar sin apoyarse en algo; y ese apoyo se lo brinda la fe. Cuando esa fe se agosta, el hombre cae en la desesperación, una desesperación que empieza por dominar los espíritus más escépticos, para acabar anegando a la sociedad entera, haciéndola no sólo impotente al esfuerzo vital, sino también poseída de una sorda sed de destrucción. Esa desesperación pagana fue la causa del derrumbe del Imperio Romano; y en nuestra época neopagana la desesperación vuelve a hincar su garra en el alma humana, vuelve a invadir con su lúgubre grito las cámaras del corazón. Y esta nueva desesperación que nos ataca es, como sostiene el gran Leonardo Castellani, «mil veces más acre y sacrílega actualmente que en el paganismo precristiano, pues entre éstos y aquéllos ha pasado nada menos por el mundo la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, no ha pasado en vano».
Que no ha pasado en vano lo certifica este forastero en Sevilla. En la noche de Jueves Santo, como nos anuncia el pregonero Antonio Burgos, «Sevilla hace público juramento de fe y credo, sacando a la calle su portento de religiosidad popular». La desesperación pagana flaquea y retrocede ante la imagen de ese Cristo del Gran Poder, vecino de San Lorenzo, que sale a la noche con la Cruz a cuestas, a hombros de los costaleros que imprimen a su avance un andar casi humano de tan sobrehumano. Se hace un silencio encogido, y a los rostros de los circunstantes asoma una lágrima, que es el agua lustral que lava las legañas de la desesperación, un agua brotada del manantial más profundo de nuestra genealogía, allá donde el hombre se reconoce al contemplarse en el rostro de ese Nazareno que tiene por oficio salvar el mundo. Lo sigue su Madre bajo palio, envuelta en un olor de incienso y colmena derretida, escoltada de cirios que son un llanto trémulo y una promesa de luz. Y, de repente, rasgando las tinieblas, como un puñal purísimo, suena una saeta que es una oración en carne viva en la que cabe el innumerable dolor del mundo; y a lo lejos, en la penumbra de una casa, detrás de una reja, una anciana se santigua, porque Dios pasa por su calle.
La otra noche, mientras contemplaba el paso de una procesión desde el florido balcón de la casa donde me hospedo -la Giralda al fondo, apuntando a las estrellas-, reparé en una hermosa mujer rubia que avanzaba entre la multitud, como Ingrid Bergman en aquella película de Rossellini. Había en su avance algo de locura sagrada, una voluntad más firme que su mera envoltura carnal; había en su mirada una determinación que la incendiaba por dentro, tornándola ascua de una fe milenaria. Y, como si esa determinación contagiara de un sentimiento reverencial a quienes la rodeaban, la multitud se retrajo para que aquella mujer pudiera alcanzar el paso de la Virgen. Y vi a la mujer aferrarse al paso de la Virgen, la vi llorar sigilosamente y rezar una plegaria elemental, aprendida seguramente en la infancia, la vi perderse entre la comitiva, como prendida al manto de la Virgen. Y, mientras veía alejarse a esa mujer santa o pecadora por las calles de Sevilla, ensimismada en su oración, hermoseada por la llama rubia de su fe, pensé que acababa de pasar ante mis ojos la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, también pensé que no había pasado en vano. Aún es posible resucitar en Sevilla; aún la desesperación no ha ganado la batalla.
http://sevilla.abc.es/20080324/opini...803240256.html
No, veras... El "huevo de pascua" es un huevo de chocolate, como el de la mona, tradicional en la cultura judía y creo que representa algo así como el corazón del faraón de Egipto. No lo entendí muy bien… y yo me quede con la duda de si... están relacionados, o no con, con nuestra mona. Algo me sonaba y seria mucha coincidencia, ¿no?.
Aunque ahora me haces dudar.
Nunca entendí tampoco la idea de un conejo rosa gigante repartiendo huevos ¿Los conejos no son mamíferos? ¿El conejo es un símbolo judío? Creo que el conejo de chocolate también es una figura recurrente en las monas, pero… no me preguntes más.
¿Alguien sabe o ha leído algo de eso? Es curiosidad. Nada más.
No niego el origen judío que pueda tener la costumbre, pero indudablemente, como tantas otras cosas nos ha llegado más que nada por influencia yanqui. Y en cuanto a lo del conejo desde luego tampoco sé ni veo la relación que pueda tener.
"Sin la Resurrección, los evangelios serían sólo una curiosidad judeo-helénica"
Vittorio MESSORI
Sin la Resurrección, todo el edificio del cristianismo saltaría por los aires... ¿qué fue del cuerpo de Jesús de Nazaret?
Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe, y también aquellos que han muerto en Cristo se han perdido. Si tenemos esperanza en Él solamente para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres». Tal es el célebre escrito de Pablo a la comunidad de Corinto.
No es casualidad que la Pascua sea el centro del calendario cristiano: toda la fe está en vilo sobre el sepulcro de Jerusalén. Todo el edificio cristiano se desmoronaría como las Torres Gemelas si desaparecieran los cimientos, es decir, la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba transfigurado por la luz de la resurrección.
El cristianismo no es un esquema ideológico independiente de los hechos concretos. Por el contrario, es el anuncio de un preciso acontecimiento histórico: «Aquel Jesús que acabó vergonzosamente sobre la cruz de los esclavos, sepultado en una tumba que le prestaron por caridad, salió de ella habiendo vencido a la muerte y mostrando de ese modo que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel».
Tampoco es casualidad que Evangelio signifique «noticia», la «buena noticia» por excelencia: informa de hecho que ha sucedido algo que nos atañe directamente, porque ese Resucitado nos ha abierto el camino de la vida inmortal.
De aquí tanto la fuerza como la vulnerabilidad del cristianismo: dudar de la verdad histórica de aquel hecho significa despedirse de la fe. Si realmente los historiadores pudieran convencernos de que el evento de Pascua es solamente un mito, una leyenda, una ilusión, sería el fin de las Iglesias cristianas, digan lo que quieran ciertos teólogos actuales que querrían desvincular la fe de los datos de la historia.
Y digan lo que digan ciertas sabidurías new age, interesadas por lo cósmico y alérgicas a la crónica. Ésta es la simple y en el fondo dramática realidad: si el sepulcro de José de Arimatea se quedó cerrado, o vacío sólo porque el cadáver se lo llevaron los discípulos, el Evangelio queda degradado de Palabra de Dios a curioso testimonio de la literatura popular judeo-helenística.
Puesto que la fe no es una propuesta intelectual que haya de ser examinada con objetividad aséptica, sino que es una realidad que interpela a cada uno en lo profundo, es preciso hablar aquí en primera persona.
Aunque cueste hacerlo, aquí es necesario decir «yo». Por lo que diré que, para mí, sería particularmente hipócrita fingir una mesurada neutralidad. Hace ya más de treinta años que reflexionando sobre las razones de la fe no hago más que investigar precisamente sobre la verdad del acontecimiento pascual. Le he dedicado gruesos libros, pero en el fondo, en casi todo lo que he escrito me he preguntado sobre la posibilidad de aceptar ese fundamento de la fe.
El pasado domingo, la madre de cualquier otro domingo, recité con particular emoción con quienes estaban a mi lado el versículo del Credo sobre el que se funda todo: « murió y fue sepultado. Y resucitó al tercer día según las Escrituras ».
Desde luego que no son pocos los que me preguntan cómo puede tomarse en serio una afirmación del género, un hombre que tiene algunos estudios, que no ha dado signos visibles de desequilibrio mental, que incluso ha mostrado que no carece de un sentido crítico normal. No me sorprendo. Es más, comprendo bien una perplejidad que yo también tuve. Todavía ahora no hay una Misa en la que, al llegar al Credo, no me pregunte: pero en el fondo, ¿de verdad lo creo?
Por supuesto que sí, lo digo con claridad, con la humildad de quien sabe bien que no tiene en ello ningún mérito, con el temor de quien sabe que «lleva tesoros en vasos de barro», con la conciencia dolorosa de quien mide la distancia entre su fe y su vida.
Desde luego que sí, me atreveré a decirlo: al igual que cualquiera que se diga cristiano, estoy convencido de que cuanto refieren los evangelios coincide con lo que sucedió, que Jesús había muerto realmente y que realmente salió vivo del sepulcro, pasando luego cuarenta días con los discípulos antes de ascender al Cielo.
Yo también estoy entre los extravagantes que comparten una certeza que ahora parece minoritaria: la Pascua no conmemora un mito sino que recuerda un hecho.
Todos saben que para intentar motivar semejante convicción, existen enormes bibliotecas. Pero, ¿cómo responder a quien forzando las cosas quisiera obligar a una síntesis extrema? Puesto con la espalda en la pared, cada creyente tendría sus respuestas. Por lo que a mí respecta, aventuraría la «prueba de la vida».
Al inicio del Evangelio de Juan, a quienes le preguntan quién es, Jesús no les responde con un «manifiesto» ideológico sino que, pragmático, les replica: «Venid y veréis». Como puede confirmar cualquiera que haya aceptado la invitación, seguirle puede significar el descubrimiento de una luz que arroja significado sobre cualquier circunstancia de la existencia.
Por eso no hay cotidianidad de creyente que no esté atravesada, al menos a ráfagas, por el gozo de quien intuye el sentido de lo que de otro modo permanece dolorosamente inexplicable, y por la alegría de quien descubre que es amado, perdonado y esperado en una eternidad que sólo con que se quiera puede ser infinitamente feliz.
Igual que el movimiento se muestra simplemente caminando, la verdad del Evangelio se constata con la misma simplicidad, viviéndolo: la profundidad insondable de una enseñanza expresada con palabras tan elementales no tiene mejor verificación que la de la vida. A esta «prueba» existencial se refería Pablo al constatar «sé en quién he creído».
Siguiendo sobre el mismo nivel de lo concreto, tampoco he olvidado lo que me dijo una vez el cardenal Ratzinger: «No hay argumento apologético más eficaz que la santidad y el arte: la belleza de las almas y la belleza de las cosas que la fe ha plasmado, sin interrupciones, desde hace ya veinte siglos. Ahí está, créamelo, la fuerza misteriosa del Resucitado».
Pero como es obvio, añadiría a estas que, parafraseando a Pascal, llamaría «razones del corazón», las «razones de la razón» hacia las que, sobre todo, he dirigido mi investigación. ¿Cómo reducir a la médula las infinitas argumentaciones que, página tras página, he tratado de acumular? Como un policía inglés podría pasar revista a todas las posibles respuestas a la pregunta «si excluimos la hipótesis de los creyentes, ¿qué otra cosa pudo suceder en Jerusalén aquel 9 de abril del año 793 de la fundación de Roma, el año 30 según el calendario cristiano?».
Podría hacerlo, llegando a la conclusión imprevista de que, al final, lo más razonable podría ser la aceptación de un misterio que supera a la razón pero sin contradecirla. Podría recordar que, a diferencia del fundador de cualquier otra religión, «Jesús, desde el inicio de la Historia, ha sido anunciado o adorado»: y es que, en efecto, la anomalía del cristianismo reside en ser la aceptación de un Mesías, fundada sobre el anuncio de ese mismo Mesías.
El árbol cristiano no sea apoya en el vacío, sino que hunde sus profundas raíces en el antiguo Israel. Podría mostrar cómo las mismas travesías que marcan la historia de la Iglesia pueden, paradójicamente, mostrar la filigrana de la presencia y la asistencia del espíritu del Resucitado. Incluso podría lanzarme a analizar la extraordinaria reserva de lo milgaroso que, desde siempre, acompaña la marcha de la fe a lo largo de la historia, y que sólo el prejuicio puede rechazar a priori.
Podría hacer todo esto. Por lo demás, es lo que he intentado hacer siempre. Aunque sin ilusionarme con convencer a todos. Sea cual sea la calidad y la cantidad de las razones puestas sobre la mesa, el creyente siempre chocará con la incredulidad. ¿Motivo para dudar de la fuerza de las argumentaciones de la fe? Todo lo contrario, un motivo de confirmación: en Jerusalén todo vieron al Crucificado, pero sólo los discípulos vieron al Resucitado.
La tutela de la libertad del hombre ha quedado confiada al claroscuro en el que Jesús envolvió su Pascua, admitiendo por decirlo de nuevo con Pascal «suficiente luz para creer», pero dejando «suficiente sombra para poder dudar». El resplandor de la mañana de Pascua puede iluminar el camino de quien esté dispuesto a dejarse guiar. El corazón del Evangelio no es un autoritario «tú debes», sino un afectuoso «si tú quieres».
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