Espíritu de montaña, leyendas del mar
Por Grisel Isaac / Gisaac@clarin.com
Los sabores de la sidra y la fabada, los paisajes naturales, los sonidos de la gaita y la cordialidad de la gente, en la crónica de un recorrido por la región de Asturias, en el norte de España. Las tradiciones de Oviedo, la historia de Gijón y Avilés, y el encanto de los pequeños pueblos como Lastres, Santa Eulalia de Oscos y Tazones.
El pueblo marinero de Lastres –800 habitantes– y una de las mejores panorámicas asturianas del mar Cantábrico, las montañas y la naturaleza.
Los lagos de Covadonga, uno de los cautivantes paisajes del Parque Nacional Picos de Europa.
Arquitectura prerrománica de San Miguel de Lillo, Oviedo.
En Avilés, una calle con balcones floridos.
Playas del Cantábrico. La costa de Ribadesella, muy cerca de las pinturas rupestres de la Cueva de Tito Bustillo.
La catedral de San Salvador, en Oviedo, resguarda el Santo Sudario.
Cada año, Gijón rinde culto a la sidra con una fiesta a fin de agosto.
Esto podría definirse, en primer lugar, como un viaje a las raíces. No estrictamente a las mías, claro, porque no tengo familia ni antepasados asturianos ni tampoco españoles en general, pero sí a las raíces de muchos de ustedes. Aquí, en el
Principado de Asturias, en esta región verde de
España –que comparte verdor con Galicia, Cantabria y País Vasco–, en este norte de tradiciones fuertes y paisajes arrobadores que se dibuja entre las montañas y la costa sobre el mar Cantábrico, es cosa de todos los días que te hablen de los que emigraron a América. Entrás, por ejemplo, en el bar La Palma en
Santa Eulalia de Oscos y José Niño, con sus 94 años a cuestas, te cuenta que su primo es argentino “y vive –vistazo rápido a una antigua y ajada libreta de direcciones– en la calle Bonifacio”. Y asegura: “Aquí, en este pueblo, no hay nadie que no tenga un pariente en Argentina”.
Este es también un viaje gastronómico. Es más, deberíamos definirlo como una profunda inmersión en la cultura culinaria de Asturias, una especie de curso intensivo destinado a despertar, a sacudir nuestro paladar. Cada día en estas latitudes resulta un exquisito desfile de platos en los que pescados, mariscos, fabas y quesos dominan la mesa. Un guiso de pulpo con papas en
Tazones, una fabada en
Tapia de Casariego, unos chorizos a la sidra en
Gijón. Y, entonces, damos rienda suelta a la gula. No señor, aquí el pecado no puede ser el querer comerse todo. Aquí el problema lo tiene el que no quiere probar esas andaricas (cangrejos), el que intenta hacer dieta frente a unas moscovitas o unos carbayones (dulces) en Oviedo o el que tiene vergüenza de mojar el pancito en la salsa que quedó en el plato.
Por qué no definirlo, además, como un viaje a las emociones. ¿No es una perturbadora sensación de felicidad la que se siente en el Real Sitio de Covadonga, entre montañas y nubes que se complotan en este rincón del
Parque Nacional Picos de Europa para seducir al visitante –un millón y medio de personas al año– con un escenario perfecto y conmovedor, pese a una llovizna que no da tregua? En ese lugar, en el año 722, se libró la batalla de Covadonga. La victoria de las tropas de Don Pelayo –dicen, con ayuda de la Virgen de Covadonga, también llamada La Santina– lograron diezmar al ejército de los moros y dio lugar al comienzo de la Reconquista española.
“Bueno, por algo decimos que Asturias es España y, el resto, tierra conquistada”, dice Onofre, el guía, acodado en una columna y con una sonrisa cómplice.
La Santina permanece en su cueva, como también los restos del rey Pelayo, mandados a traer hasta aquí por Alfonso X. A un lado, la imponente imagen exterior de la Basílica, inaugurada en 1901, contrasta con la simplicidad interior.
Así es Asturias: huele a mar y a bosque; sabe a sidra y a fabada; suena en las gaitas y se siente en el corazón. Tradicional, orgullosa, fiestera, histórica, golosa, paisajísticamente bella. Sea cual fuere la definición que utilicemos, Asturias nos seduce. Y tal como reza en su eslogan, logra convertirnos en sus “guardianes del paraíso”.
Típicamente asturiano
Asturias, Patria querida, / Asturias de mis amores; / ¡quién estuviera en Asturias / en todas las ocasiones!
En la plaza de la Escandalera, en
Oviedo, el reloj del edificio de Cajastur marca las horas en la ciudad con la melodía de “Asturias Patria Querida”, el himno de la región. Ubicada en el centro, Oviedo es la capital del Principado de Asturias. Es una ciudad extremadamente peatonal, de tradición universitaria y que se enorgullece de su limpieza. De hecho, ha sido merecedora en varias ocasiones de la Escoba de Plata, de Oro y de Platino por la limpieza de sus calles. Como si esto fuera poco, la urbe se ha convertido en un museo a cielo abierto con varias esculturas al aire libre como “Maternidad” de Fernando Botero, “Hombre sobre delfín” de Salvador Dalí, “La Menina” de Orlando Pelayo y hasta un llamativo culo gigante –“Culis Monumentabilis”, de Eduardo Urculo, entre muchas otras.
Quien inicia sus pasos asturianos en Oviedo –mi caso– obtiene, en pocas horas, una clase magistral sobre la región y sus tradiciones. Los emblemas asturianos, una marca registrada que define al paisaje y su gente, se multiplican. Primero, el “culín” de sidra, bebida que se produce en Asturias –aquí hay una Comarca de la Sidra– y se sirve desde una altura importante, haciendo que el chorro golpee el borde del vaso y se oxigene: nada de beber de a sorbitos; esto se toma apenas servido y de un trago. Sólo se sirve el fondo del vaso, de ahí lo de culín (ver
La buena mesa).
Segundo ícono, el Teatro Campoamor, sede de la solemne entrega de los Premios Príncipe de Asturias a personalidades en áreas como Letras, Arte, Deportes, Comunicaciones y Ciencias Sociales, entre otras, y también el Hotel de la Reconquista –de la cadena Meliá, un edificio del siglo XVII en el que funcionó un hospicio– donde se alojan premiados, jurado y miembros de la familia real.
Tercero, la Catedral, levantada sobre la basílica de San Salvador cuyo tesoro máximo es el Santo Sudario –cariñosamente el “pañolón de Oviedo”– que sale a la calle tres días al año (14 y 21 de septiembre y el Viernes Santo). Este trozo de tela de lino manchado de sangre cubría la cara de Jesús. Por esto, por las reliquias que conserva la catedral de Oviedo, muchos peregrinos que iban rumbo a Santiago de Compostela se desviaban hasta Oviedo. Nació así el Camino del Salvador (de León a Oviedo) y también el refrán que acompaña: “El que va a Santiago (de Compostela) y no ve al Salvador (en Oviedo), honra al criado y no al Señor”.
Siguiendo con la búsqueda de “lo típicamente asturiano”, es fácil advertir esta tendencia a los diminutivos y aumentativos simpáticos y abundantes: alguien dice “un besín” antes de cortar la comunicación; “hasta lueguín” se saludan en la calle; comemos una “croquetina” y hacemos una “visitina” breve al pueblo; cenamos “tempranín” porque hay que madrugar o cuando estamos por llegar avisamos que falta un “kilometrín”. En el otro extremo, lo grande: aquella escalera se transforma en “escalerona”, la iglesia en “iglesiona” y el molino en “molinón”.
Los alrededores del Mercado del Fontán de Oviedo resultan perfectos para dar los primeros pasos en los sabores asturianos y probar el bollo preñado –pan con chorizo adentro, algo así como un choripán– y sentir una emoción gastronómica frente a la vidriera de Crivencar, un negocio que vende sidras –la ganadora del año es Tribanco–, quesos –¡hay 40 tipos de quesos asturianos!– y jamones, todos productos que se destacan por su calidad y abren el apetito. Un poco más adelante, es el turno del dulce más típico de Rialto, una de las confiterías más renombradas de la ciudad, que funciona desde 1926: las moscovitas. Una dulce tentación que compite con carbayones, casadielles, princesitas e imperiales.
Se escuchan las gaitas asturianas. Es domingo, recuerda alguien. Es el día en que grupos folclóricos apostados en distintos puntos de la ciudad bailan y tocan melodías típicas de la región. Un espectáculo que turistas y locales no se quieren perder.
Alejados del centro, desde el monte Naranco, asoma el arte prerrománico –otro símbolo asturiano– en todo su esplendor. Las iglesias San Miguel de Lillo y Santa María del Naranco, construidas en tiempos de Ramiro I, ofrecen una arquitectura cargada de simetría, proporción y armonía, rescatada y preservada desde el siglo IX. Hay bóvedas de cañón, contrafuertes exteriores y sillarejo en los muros, entre otros detalles. Ahora vemos Oviedo a la distancia. En esta panorámica asoma entre los techos la “uña” del arquitecto español Santiago Calatrava, el famoso Palacio de Exposiciones y Congresos, inaugurado en 2011 y que hoy también forma parte de los íconos ovetenses y asturianos.
Huellas del pasado
“Vamos a aclarar unas cuantas cuestiones”, dice Aurelio Capin, experimentado guía de la cueva de Tito Bustillo en Ribadesella: “Eso de que los hombres entraban con antorchas en las cuevas y pintaban con sangre es mentira; el dibujo no duraría nada. Lo que se usaba era óxido de hierro para el rojo; el negro se hacía con carbón vegetal, y el violeta, con óxido de hierro y óxido de manganeso. Si uno se metiera con una antorcha se ahogaría y, además, las paredes estarían negras. La antorcha podía usarse para recorrer una cueva, ¡no para iluminar y pintar!”. Aurelio siente pasión por esta cueva que resguarda muestras del arte rupestre paleolítico, cuya antigüedad se calcula entre 34.000 y 10.000 años. Conoce cada centímetro de este lugar que recorre desde su infancia, cuando acompañaba a su padre, también guía. Sabe crear magia con su relato, con su entusiasmo, mientras muestra el caballo, esa figura dominante que caracteriza este conjunto pictórico.
La cueva fue descubierta en 1968 por un grupo de ocho jóvenes aficionados a la espeleología. El nombre se impuso en honor a uno de ellos, Tito Bustillo, que murió en un accidente de montaña a los pocos días de este gran descubrimiento. Hay que aclarar que la cueva tiene 11 grupos de pinturas, pero la mayoría resulta inaccesible para el público general ya que demandan varias horas de camino entre túneles intrincados y oscuros. Accedemos, entonces, al llamado “panel principal”. Somos parte de los 150 visitantes –hasta 15 por turno– que se admiten diariamente como máximo. Otro dato: la cueva permanece cerrada cinco meses al año. Hay tiempo hasta el próximo 20 de octubre.
La tarde nos encuentra en
Ribadesella, sobre la playa, en una mansión indiana devenida en el hotel Villa Rosario. Las mansiones indianas son los caserones construidos por quienes emigraron a América en busca de una vida mejor a partir de mediados del siglo XIX. Los que regresaban con dinero construían estas casas que se distinguen por la arquitectura, el diseño y porque, en general, tienen una palmera en el jardín que las rodea, a modo de rasgo “exótico”. Las casas de indianos nos regresan, por un momento a Oviedo, donde cada año, el 19/9 –y como parte de las fiestas en honor a San Mateo–, las calles de la ciudad se llenan de color y música. Es el Desfile de América en Asturias que recuerda a estos asturianos que volvían a su tierra.
La noche se hace esperar en este verano europeo. En el restaurante Quince Nudos de Ribadesella nos espera una degustación de quesos artesanales y locales –Cabrales y Casín, entre otros–, mejillones, croquetas de compango, arroz con andarica y de postre, churro hilado con helado de castaña. Un final feliz.
Alma marinera
Desde el mirador de San Roque, en
Lastres, se obtiene una de las mejores vistas del Cantábrico: las montañas, los recortes de la costa, los cambiantes colores del agua. También se ve parte de la estructura del Museo Jurásico de Asturias, en Colunga.
Designado “pueblo ejemplar” en 2012, Lastres tiene 800 habitantes. Es breve y escalonado, con calles que, de pronto, desembocan en la huertita de algún vecino, como “La huertina de Alfonsín”, según se lee en el cartel de madera. No hay casa que no tenga macetas floridas en sus puertas y en sus ventanas. Subimos y bajamos entre callejuelas que parecen querer llevarnos hasta el mar, pero terminamos, de casualidad, en el taller de Luis Montoto.
“Cuando éramos chicos, después de la Guerra Civil, no teníamos juguetes; así que yo construía mis propios barcos para jugar en el agua. Tengo 69 años... y sigo haciendo barquitos”, dice Montoto, especialista en maquetas de barcos. “Hay pocas casas en Lastres que no tengan una maqueta mía”, agrega Montoto que tiene fotos de cientos de barcos desparramadas por todo el taller. En una de ellas se ve a la princesa Letizia, recibiendo una de sus obras.
Antes de almorzar en El Barrigón de Bertín –Bertín es el chef, su esposa es la anfitriona–, hay que detenerse en la Torre del Reloj o en la capilla de la Virgen del Buen Suceso y observar las ofrendas de los marineros del lugar: el cuadro de un barco, un timón, un hueso de ballena, un barco en una caja de vidrio. El mar. Los marineros. Las leyendas, las promesas, las ofrendas.
Asoma el sol: “Mar clara, monte oscuro, mañana buen tiempo seguro”, dicen los asturianos para alentarnos.
Fin de fiesta
Si hay algo que define a
Gijón –a orillas del Cantábrico y con 280.000 habitantes– es que se trata de la ciudad más golosa de Asturias. Aquí hay 65 confiterías y el ayuntamiento promociona con entusiasmo el pasaporte Gijón Goloso: son bonos con 5 o 10 degustaciones de las especialidades reposteras en renombradas confiterías de la ciudad.
Claro, también Jovellanos –escritor, político y jurista, un ilustrado del siglo XVIII– define en gran parte el carácter de la ciudad. Aquí se dice que “ Gijón le debe el mar a Dios y el resto, a Jovellanos”. Acá está la ca sa natal de Gaspar Melchor de Jovellanos convertida en museo y todos los puntos urbanos clave se llaman “Jovellanos”. ¿Dónde está el museo? En la Plaza de Jovellanos.
Las playas de Gijón también son el escenario de la Fiesta de la Sidra Natural de Gijón –este año, del 27/8 al 1/9– cuyo evento más esperado es el “escanciado simultáneo”: cada año buscan batir el récord de cantidad de gente que se junta en la Playa de Poniente y, al mismo tiempo, sirve la sidra con la botella en alto y el chorro golpeando el borde del vaso. Las crónicas de 2012 hablan de 7.883 personas. ¿Lo superarán?
El puerto deportivo, el parque Cimavilla, la escultura “El elogio del horizonte” de Eduardo Chillida –si uno se posiciona en el medio se siente el arrullo del mar–, la plaza del Marqués y la estatua del rey Pelayo acorde a la tradición sidrera de la ciudad, la Plaza Mayor, la Pescadería Municipal: el fin de este recorrido gijonés es bien asturiano. Gijón nos regala, una vez más, lo que vinimos a buscar. Con la brisa del mar Cantábrico y el largo atardecer veraniego, nos vamos de espicha al restaurante Tierra Astur. Pedimos una “cartina” y un culín de sidra para empezar. El sitio es agradablemente bullicioso, el piso huele a manzana –litros de sidra escanciada– y hay mesas especiales (“reservados”) ubicadas dentro de toneles gigantes. Desfilan los quesos asturianos, los chorizos a la sidra, los tortinos con revuelto de picadillo y troceado de ternera asturiana. Nos despedimos de Asturias, de esta tierra con espíritu de montaña y con la mirada clavada en el mar.
IMPERDIBLES
Calles medievales, obras imponentes
Avilés. El casco antiguo de Avilés es una invitación a recorrer la historia de la región a través de sus calles y edificios que han sido declarados Conjunto Histórico Artístico. Por ejemplo, hay que caminar por la calle de la Ferrería, una de las tres calles principales en la Edad Media, junto con la de la Fruta y la del Sol; visitar la Iglesia de los Padres Franciscanos –el edificio más antiguo de la ciudad que aún hoy sigue en pie– y la bella y animada Plaza España, donde se encuentra el Ayuntamiento. Frente a esto y desde 2011, el fabuloso Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer, obra del arquitecto brasileño seduce la mirada de los turistas e invita a locales y visitantes a disfrutar de espectáculos, exposiciones y eventos culturales. Este conjunto arquitectónico tiene tres elementos fuertes: el Auditorio, la Cúpula y una Torre Mirador, con un restaurante en la cima.
Tazones. A poco menos de una hora de Oviedo (unos 50 kilómetros), este pueblo marítimo y turístico es ideal para escaparse a pasar el día y almorzar en alguno de sus restaurantes. Hay quienes aseguran que en este paraje desembarcó Carlos V en su primer viaje a España, en 1517. Vale la pena recorrer sus callecitas, disfrutar del aire de mar, tomar una foto de las macetas y fachadas decoradas con caracoles, comprar algún producto asturiano y conversar con los locales, que seguramente le contarán sobre sus parientes argentinos.
Santa Eulalia de Oscos. Histórica y natural, en esta villa ubicada en el límite con la región de Galicia ofrece un paisaje entre bosques y montañas. Uno de sus atractivos es la posibilidad de visitar talleres de artesanos tradicionales. Como si de repente uno estuviera en el siglo XVIII, el Conjunto Etnográfico de Mazonovo, relata la historia de la indutria del hierro en la zona. Este mazo hidráulico que permitía estirar el hierro estuvo en actividad hasta 1970. En los 90 fue recuperado, y ahora Fritz y César trabajan aquí y explican los secretos de su funcionamiento como hace 300 años. Como souvenir, la moneda de “un osco” es creación de César y cuesta dos euros. A pasos, L’Agua es un exquisito bar, restaurante y alojamiento para disfrutar del entorno natural.
LA BUENA MESA
Sidra, fabada y ricos quesos
“Si no te la tomas de un trago desperdicias todo el trabajo que hago: servir la sidra golpeando en el borde del vaso para lograr que se oxigene”, dice el camarero del restaurante La Tortuga en Tazones. La sidra es parte de la identidad de Asturias y es la única región en donde se sirve de este modo, es decir, se escancia. Los camareros y los mismos asturianos toman la botella de sidra con una mano, el vaso con la otra, elevan la botella por sobre su cabeza y así, sin más explicaciones, la tiran desde lo alto para que el chorro golpee contra el borde del vaso. Los más duchos lo hacen con la vista perdida en un horizonte lejano. Lo logran (el piso siempre estará salpicado, al igual que sus delantales). De esto se trata el rito de escanciar la sidra. Lo que se sirve es un poquito de sidra, tres dedos, un culín. Y si bien originalmente, el vaso debía circular entre los presentes –como el mate– cada vez es más frecuente que en los restaurantes cada uno tenga su propio vaso. Algunos datos que reflejan la importancia de este producto: en Asturias se fabrican más de 40 millones de botellas de sidra y el 70 por ciento de la producción anual se consume dentro de la región (se calcula un consumo promedio de 50 litros por habitante). Es más, hay una Comarca de la Sidra compuesta por seis municipios –Bimenes, Cabranes, Colunga, Nava, Sariegu y Villaviciosa– en donde se pueden visitar los llagares (bodegas de sidra).
Junto con la sidra, la faba (poroto) ocupa el podio de los emblemas asturianos en la cocina. Dicen que el sabor de la fabada –el guiso en el que predominan las fabas y lleva chorizos y morcilla– en estas tierras es único gracias al “clima suave, un suelo rico en sales minerales, una cocción a fuego lento y las características peculiares del agua asturiana”.
La temporada de los oricios (erizos) comienza en octubre y causan sensación. Se dice que es el plato que ofrece el sabor más intenso a mar dada la fuerte concentración de yodo y sal. También hay que mencionar las andaricas, la merluza, las navajas, la langosta y los chipirones, entre muchas otras delicias del mar, así como otros productos como carnes, embutidos y los postres.
Los quesos asturianos merecen capítulo aparte. Los hay de vaca, de cabra y de oveja. Hay más de 40 variedades, 4 de ellas con Denominación de Origen Protegida: Cabrales (queso azul), Gamonéu (ahumado antes de su maduración en cueva), Casín y Afuega’l Pitu (con o sin pimentón).
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